martes, 14 de agosto de 2001

Der Tod des Mose: La muerte de Moisés


Dietrich Bonhoeffer

En la cima del monte está Moisés,
el hombre de Dios, el profeta.
Sus ojos escrutan atentos
la santa tierra prometida.
Para prepararlo a la muerte
se acerca el Señor al viejo siervo.
Quiere mostrarle en las alturas, donde los hombres callan,
Él mismo el futuro prometido;
despliega a los pies cansados del viandante su patria,
para que la salude en silencio,
la bendiga con el último respiro
y la muerte en paz encuentre.
«Desde lejos debes ver la salvación,
pero tu pie no debe ir más allá».
Y los viejos ojos miran,
miran cosas lejanas, como en las primeras luces del día,
polvo, plasmado por la potente mano de Dios
como un vaso del sacrificio para sí. Moisés reza:
«Así mantienes, Señor, lo que has prometido,
nunca has faltado conmigo a tu palabra.
Ya fueran tus actos de gracia o de castigo,
tuvieron siempre lugar y alcanzaron su objetivo.
Nos has salvado de la esclavitud
y entre tus brazos tiernos nos has acogido,
y a través del desierto y de las olas del mar
has caminado delante de nosotros prodigiosamente hasta aquí,
las murmuraciones, los gritos, los quejidos del pueblo
por largo tiempo has soportado con paciencia.
No se dejaron guiar por la bondad
a la gloria de las vías de la fe.
dieron rienda suelta a la avidez y a la idolatría
en vez de nutrirse de pan y de gracia,
hasta que tu ira con la peste y mordidas de serpientes
produjo profundos vacíos en tu pueblo.
Los futuros herederos de la tierra prometida
por rebeldes comprometieron su derecho a la heredad.
En medio de su peregrinación
los has segado con tu furor.
Has querido ver en los tuyos sólo una cosa:
confianza y confidencia creyente.
Pero de todos aquellos que te juraron fidelidad,
que sobre el mar de los juncos han visto tu potencia,
y luego apartaron de ti su corazón,
la arena del desierto recubre sus cuerpos.
Aquellos que has conducido a la salvación
han animado una rebelión contra ti.
De esta estirpe un tiempo bendita
ninguno ha permanecido contigo fiel y justo.
Cuando sacaste a los padres,
cuando surgió una nueva generación
Y cuando lo mismo los jóvenes que los ancianos
se burlaron de tus palabras y blasfemaron contra ti,
Señor, tú lo sabes, entonces, ya avanzado en edad,
se me escapó una palabra.
Impaciencia y pensamientos titubeantes
hicieron mi fe vacilante.
Tú perdonaste; pero es un fuego ardiente
ante la fidelidad estar como infiel.
Tu cercanía y tu rostro
son para el arrepentido una luz dolorosa.
Tu dolor y tu gran ira
se clavan en mi carne como espina mortal.
Delante a la santa palabra, inflamado por ti para predicarla,
estoy condenado.
Quien ha saboreado el insípido fruto de la duda
queda excluido de la mesa de Dios.
Del racimo jugoso de la tierra santa
bebe sólo la fe no herida en su integridad.
Tú, Señor, no me dejas escapar al castigo
pero me concedes la muerte sobre altos montes,
tú que un tiempo viste al volcán eruptante:
yo fui, sí, tu elegido, tu íntimo confidente,
tu boca, la fuente de toda santidad,
tu ojo para el tormento y el dolor de los más miserables,
tu oído para el lamento y la vergüenza de tu pueblo,
tu brazo, contra el cual se estrelló la potencia del enemigo,
los hombros que llevaron al debilitado
y que aplacaron la ira de amigos y enemigos,
el mediador de tu pueblo en oración,
tu instrumento, Señor, tu amigo, tu profeta.
Por eso me donas la muerte sobre un monte erecto,
no en la bajeza habitada por los enanos,
la muerte de la mirada libre en la lejanía,
del conductor que ha guiado a su pueblo en la batalla,
la muerte, más allá de cuyos confines
ya resplancecen las luces de los tiempos nuevos.
Si la noche de la muerte ya me envuelve,
de lejos veo tu salvación ya cumplida.
Tierra prometida, yo te he visto,
bella y gloriosa como esposa adornada,
virgen en tus vestidos nupciales,
gracia a caro precio son tus joyas esponsales.
Deja a estos ojos viejos y muchas veces desilusionados
beber tu suave dulzura,
deja que esta vida, antes que se extingan las fuerzas,
oh, beba una vez más de los ríos del gozo.
Tierra de Dios, ante tus vastas puertas,
estamos, bienaventurados, como perdidos en un sueño.
Ya nos viene al encuentro llena de fuerza y de promesa
la bendición de los piadosos padres.
Viña de Dios, humedecida de fresco aguacero,
uva cargada de jugo, coronada con el esplendor del sol,
jardín de Dios, se hinchan tus frutos,
tus fuentes destilan claras aguas.
Gracia de Dios sobre una tierra libre,
para que nazca un nuevo pueblo santo.
Derecho de Dios,
débiles y fuertes protegerá de la arbitrariedad y la violencia.
Verdad de Dios,
de las doctrinas humanas convertirá a un pueblo alejado de la fe.
La paz de Dios pronto protegerá fiel
fuertes torres, corazones, casas, ciudades.
El reposo divino para la gente piadosa
llegará como una gran tarde de fiesta.
Y un pueblo pacífico
plantará vides y arará los campos
y se llamarán hermano uno al otro,
ni orgullo ni envidia arderán en los corazones,
y los padres enseñarán a los jóvenes
a respetar lo antiguo y venerar lo santo,
y las jóvenes, bellas, pías y puras,
serán gozo, ornamento y honor del pueblo.
Esos mismos que un tiempo comieron pan extranjero
no dejarán que sufra fatigas el forastero.
De los huérfanos, de las viudas y de los pobres
tendrá espontaneamente misericordia el justo.
Dios, tú que tuviste una morada enmedio de nuestros padres,
haz que nuestros hijos sean un pueblo de orantes.
En las grandes fiestas en tu honor
el pueblo ha de subir al santuario.
Te portarán a sí mismos como ofrenda
y te cantarán el himno de los redimidos.
Con gratitud y exultanza a una sola voz
tu pueblo hará conocer a los pueblos tu nombre.
Grande es el mundo; se extiende el cielo
y mira el afanado tumulto de los hombres.
En tus palabras, que tú nos has dado,
muestras a cada pueblo el camino de la vida.
Siempre el mundo en sus días difíciles
se preguntará sobre tus santos diez mandamientos.
Siempre un pueblo, por mucho que haya sido culpable,
será resanado sólo por tu santidad.
Entra entonces, pueblo mío,
te invita y te llama la tierra libre, el aire libre.
Toma posesión de los montes y de los llanos
benditos por las huellas de los padres,
quita de tu frente la ardiente arena del desierto
y respira la libertad en la tierra prometida.
Despierta, muévete, no es un sueño ni una ilusión,
Dios ha beneficiado los corazones cansados.
Mira el esplendor de la tierra prometida,
¡Todo es de ustedes, y ustedes son libres!»
En la cima del monte está Moisés,
el hombre de Dios, el profeta.
Sus ojos miran fijos
hacia la santa tierra prometida.
«Así mantienes, Señor, lo que has prometido,
nunca has faltado conmigo a tu palabra.
Tu gracia salva y redime,
tu ira es duro castigo y reprobación.
Señor fiel, tu siervo infiel bien lo sabe:
tú eres siempre justo.
Ejecuta entonces hoy tu castigo:
condúceme al largo sueño de la muerte.
Del racimo jugoso de la tierra santa
bebe sólo la fe no herida en su integridad.
Da entonces al vacilante la bebida amarga
y la fe te alabará y te dará gracias.
Has hecho cosas admirables por mí,
la amargura has cambiado en dulzura,
a través del velo de la muerte hazme ver
a mi pueblo que se dirige a la fiesta solemne.
Mientras me hundo, Dios, en tu eternidad,
veo caminar a mi pueblo en libertad.
Tú que castigas los pecados y perdonas con misericordia,
Dios, ay, yo he amado a este pueblo.
He cargado con su ignominia y su oprobio,
y he visto su salvación, ¡eso me basta!
¡Sosténme, aférrame! Mi bastón ya se hunde;
Dios fiel, prepárame la tumba».
tr. mía