domingo, 14 de mayo de 2006

"Sicut palmes non potest ferre fructum a semetipso, nisi manserit in vite, sic nec vos, nisi in me manseritis".

Dominica V post Pascha

«¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pernoctemos en las aldeas, madruguemos para ir a las viñas; veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores, si ya han florecido los granados; allí te daré mis amores». Así dice el cántico más bello de Salomón.
Y el verdadero Rey Pacífico dice de sí mismo: «Yo soy la vid y ustedes los sarmientos». Hermanas y hermanos, la vida de la vid es lo más íntimo que hay en los sarmientos. Su vida fluye casi sin que lo notemos. Pero en esa vida secretísima corre toda la frescura, la fuerza, el alimento. Es un torrente de dulzura. Y no nos parece que la vid esté viva si los sarmientos no brotan. Por eso dice el cántico de Salomón: «Veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores». Algo así sucede con la vida divina.
Como la savia vital impregna las fibras más íntimas de la vid, así la vida divina se comunica y difunde en Cristo. Cristo es la vid en la que abunda la vida de Dios. El Hijo Santísimo, que está en el seno del Padre, es al mismo tiempo morada perpetua del Padre. «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí». Como el Hijo está en el Padre, el Padre está en el Hijo. Con razón Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la vid», porque la vida del Padre fluye escondida en Cristo. Lo secreto de su vida divina, lo que nadie puede conocer del Padre, es conocido por el Hijo y él nos lo ha dado a conocer. Cristo nos enseña a gustar y a comprender su propia vida, la vida que nos alimenta. «Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí». Comer a Cristo es aprender a vivir, aprender la vida verdadera. «El que me come vivirá por mí», el que rumia las palabras santísimas para llevarlas al corazón, ése vivirá por Cristo.
Porque, ¿qué otra cosa son, hermanas y hermanos, los sarmientos sino aquellos que reciben la Palabra divina con un corazón sincero y perseveran en ella hasta dar fruto? Ellos permanecen en Cristo como sarmientos que nada pueden hacer sin la vid verdadera. Permanecer en las palabras de Cristo es creer que su vida divina late en nosotros. Como el sarmiento no duda que la vid es de su misma naturaleza y no se arranca de ella, así hemos de creer que Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, al asumir nuestra humanidad nos ha dado su vida divina como lo más afín a nosotros, lo que más nos conviene, aquello de lo que jamás hemos de apartarnos.
El sarmiento recibe en la savia que lo vivifica la entera vida de la vid, pero no puede ver esa vida. Debe creer a ciegas que la vid no cesará de vivificarla. Permanecer en las palabras del Señor es amarnos los unos a los otros porque la misma vida misteriosa que nos ha librado del temor es la vida que anima e inspira también a nuestros hermanos. Permanecer en las palabras del Señor es amar a nuestras hermanas que vemos, a nuestros hijos, al esposo, a la esposa, a los hermanos que vemos trabajar con nosotros para dar fruto. «Veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores, si ya han florecido los granados; allí te daré mis amores». Pues los sarmientos que brotan de la vid manifiestan su vida escondida, esa vida que nosotros no vemos, porque a Dios nadie lo ha visto jamás; Dios es huerto cerrado. ¿Cómo, pues, vamos a amar a Dios a quien no vemos, si no amamos a nuestros hermanos a quienes vemos? En ellos podemos decir al Amado: «Allí te daré mis amores».
El viñador poda los sarmientos que dan fruto para que la sombra y la vanidad de las hojas no los alejen de la luz de la verdad. Así madurarán sus frutos y serán ofrecidos como eucaristía, como alegría del corazón, como vida divina que se derrama por todos los hombres. Que nos alimentemos siempre de la fuente de la vida. Que conozcamos el don de Dios. Que nos amemos en la fe y perseveremos hasta dar fruto.

domingo, 7 de mayo de 2006

"Ego sum pastor bonus"

Dominica IV post Pascha

Hace algunos meses conocimos a una familia. Una tarde estuvimos platicando y a un cierto punto la mamá nos contó una anécdota de su hijo cuando era niño. El pequeño tenía un bonito par de conejos. Jugó con ellos, los cuidó, los amó. Pero después de algunos meses, la casa estaba llena de conejos. Los conejitos salían por doquier. Y el niño los conocía a todos. Él fue el primero que los vio salir del nido, dar sus primeros brincos, y modizquear por vez primera la fruta y las verduras. Cuando eran más de veinte, la mamá temió que los conejos conquistaran el mundo y propuso a su hijo deshacerse de algunos.
Esa idea no había pasado siquiera por la mente del chiquillo. Pero ante la insistencia amenazadora de sus papás y de la cocinera tuvo que hacer con sus crayolas un letrero que decía: «Se venden conejos». Los papás le habían pedido que colocara el letrero en la puerta de la casa, y así lo hizo: muy obediente puso el letrero en la puerta de la casa… pero por dentro. ¿Por qué habría de vender sus conejos a un extraño? El buen pastor entra y sale por la puerta. Es uno de casa.
Obligado por sus papás a poner el letrero fuera de la casa, el niño comenzó a recibir muchos clientes. Pero la pregunta condicional era: «¿Y se puede saber para qué quiere Usted un conejo?». Y si la respuesta tenía que ver con la cocina, el niño se negaba a vender sus conejos. «El buen pastor da la vida por sus ovejas», no la quita.
Si así están las cosas, entonces ninguno de nosotros podría ser un buen pastor. ¿Qué haríamos con tantas ovejas? ¿Cómo podríamos conocerlas, amarlas y cuidarlas a todas, así, sin nada a cambio? Podríamos dar la vida por unas cuantas, pero ¿y las demás? ¿No será que, en fondo, nosotros somos ovejas y nos acompañamos unos a otros, pero uno solo es el Pastor verdadero?
Veamos, en el sacrificio santísimo de la cruz, Dios condujo a una muerte a su Hijo Único, al Amado. Como un pastor, el Padre condujo al Hijo a la entrega suprema de su vida. Y con este sacrificio nos abrió un camino, abrió la Puerta. En la cruz, el Hijo Santísimo de Dios, el Cordero sin mancha ni defecto, fue traspasado, herido por nuestros pecados. Entonces se manifestó como Puerta abierta.
Con razón, Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la puerta», y también: «Yo soy el camino». Porque nadie va al Padre sino por el Hijo. Y nadie viene al Hijo si el Padre no lo llama. Es decir, nadie puede llegar ante el Padre si no entra por la Puerta santísima, que es Jesucristo, pero para pasar por la Puerta santísima hay que escuchar la llamada del Padre que se dirige a nosotros a través de la Puerta.
La Escritura dice que al sumergirse en la muerte, Jesús dio un fuerte grito y entregó el Espíritu. El gemido amoroso, el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, el amor increado con que el Padre ama al Hijo, atravesó la Puerta Santísima que es Jesucristo y ungió con su soplo a nuestra humanidad mortal. Este Espíritu divino se hizo entonces la vida de la Iglesia. «El buen Pastor da la vida por sus ovejas».
El Cordero que se dejó conducir por el Padre hasta la muerte es también el buen Pastor que conoce a sus ovejas, conoce sus fatigas porque él mismo ha aprendido por el sufrimiento a obedecer, ha atravesado las dificultades de dejarse guiar. Así, es el primero de muchos hermanos, el Cordero que redimió a las ovejas y es el Pastor que las llama por su nombre. Cristo es verdadero Cordero y verdadero Pastor porque posee en sí la vida. Por su propia naturaleza puede entregarla y volverla a tomar, porque vive desde la eternidad y es imagen perfectísima del Padre, que nunca muere. Nosotros podemos entregar la vida, pero no podemos volver a tomarla porque no existimos desde siempre. Hemos recibido la vida, y la recuperamos sólo si Dios lo quiere.
Pero podemos donar la vida. Cada uno que se entrega a su trabajo, a su servicio, que da su vida, su tiempo, sus esfuerzos por conocer y amar a sus hijos, a su esposa, a su esposo, a sus hermanos, imita en esto al buen Pastor. Cada uno que invierte sus fatigas para que sea posible la vida, sigue así al Pastor Bueno. Que podamos correr tras los pasos del Buen Pastor para que él nos conduzca por los senderos de la vida.