domingo, 17 de junio de 2007

"Rogabat autem illum quidam de pharisæis, ut manducaret cum illo; et ingressus domum pharisæi discubuit".

Dominica XI per annum

El Señor Jesús entró en la casa de Simón, el fariseo, y se sentó a la mesa. El fariseo lo había invitado a un banquete. Invitar a alguien a comer es de por sí un gesto de simpatía, generosidad y donación. Bien sabemos que no podemos vivir sin algo de alimento; ni vale la pena intentarlo. La vida se nutre de la vida, porque es frágil y se desgasta. Tampoco podemos nutrirnos de una vez por todas. Moriríamos en el intento. Tejemos nuestra vida poco a poco, con hilos cortitos que aseguran que la trama no se rompa. Y el Señor Jesús, como hombre entre los hombres, compartió con nosotros la festiva fragilidad de nuestra vida. Se alegró de las mismas pequeñas cosas que nosotros. Y se dejó invitar a comer. Aceptó que otro sostuviera su vida, por unas horas, cuando iba de camino.
Invitar a los amigos a comer, trabajar para nutrir a los hijos, preparar un platillo especial y escoger el vino más adecuado, amar el decoro de la propia esposa: todo esto es parte de la alegría que nos provoca saber que la vida es frágil y al mismo tiempo valiosa. Son los pequeños hilos que damos a los demás para que puedan seguir tejiendo su vida. Estos pequeños gestos son una confesión de amor y de veneración y que han de repetirse con devoción y entrega, porque son casi sacramentos.
Un fariseo, invitó al Señor Jesús a comer cuando iba de camino. Y el Señor entró en su casa. Un padre de familia bendijo con su cansancio los alimentos de sus hijos. Un sacerdote vio el llanto de un penitente y escuchó su confesión. Un esposo se sentó a la mesa con su esposa a escuchar sus preocupaciones y sus temores. Y el Señor entró en su casa.y se sentó a la mesa. El Señor quiso ser un invitado a la fiesta de nuestras vidas. Como un pájaro acostumbrado a volar en las alturas no desprecia las semillas que caen por tierra, sino que baja majestuoso a buscarlas entre las piedras, así Cristo, el dulce huésped del alma, no despreció nuestros pequeños gozos enmedio de la dureza de la vida.
Cristo se sentó a la mesa, con nosotros. Y allí, el juez de todos, escudriñó los corazones. Una mujer, cuyos pecados son bien conocidos a todos, pero de la que ni sabemos su nombre, se acercó a Jesús. Conocía de perfumes, porque estaba acostumbrada a que el amor se le escapara de entre las manos. No comprendía que el amor sólo puede ser fiel a su esencia si admite como huésped al Espíritu del amor, al Espíritu de Cristo. No había entendido que el corazón humano es como una enredadera que sólo tiene firmeza si se apoya en la rectitud del amor según Dios. Amaba, pero no rectamente. Y no quiso dejar pasar la oportunidad de estar cerca de Jesús. Llevó un perfume, el más puro, de esos perfumes finos que se esfuman rápidamente. Y quiso bañar con él los pies de Jesús. Pero el Señor se le adelantó: «El agua que yo le daré se convertirá en fuente de agua viva que alcanzará para la vida eterna». El Señor Jesús, fuente infinita de la divina misericordia, antes de que ella le bañara sus pies con perfume, le dio a beber la castísima agua viva que lava los pecados de los hombres, le dio el llanto del arrepentimiento. Y la mujer lloró a los pies de Jesús. Sin preocuparse de los demás invitados, ella lloró. Tenía tanta vergüenza y humillación en el alma que ya la vergüenza enmedio de la fiesta contaba poco. Como un árbol frondoso, que eleva sus ramas al cielo y no desprecia las débiles corrientes de agua que refrescan y nutren sus raíces, así Cristo, el dulce huésped del alma no despreció el llanto de la mujer arrepentida enmedio de una gran tarde de fiesta. Y es que el amor también vive del llanto. Ante los pies de Aquel que conoce los corazones, las lágrimas son un perfume purísimo, guardado escondido en el alabastro del corazón.
Pero así como el pájaro acostumbrado a las limpias alturas, baja del cielo a cosechar las semillas de nuestros pequeños gozos entre cantos de júbilo, pero no se queda allí, sino que se las lleva al cielo escondidas en su pecho para nutrir a sus polluelos, así Cristo lleva nuestras buenas obras al cielo para que el Padre las bendiga con su gracia y se transformen en frutos de vida nueva para nosotros y para otros más pequeños.
Y así como el árbol se nutre del agua humilde que corre a sus pies entre la tierra, la toma y la eleva a través de sus ramas para que la luz del sol la bendiga y la convierta en frutos, así Cristo, lleva consigo nuestras lágrimas al cielo. Así, pues, la mujer pecadora nos mostró el único lugar seguro en el mundo para los pecadores: los pies del Señor, que los ángeles adoran, los pies divinos que pisan las negras uvas de nuestras lágrimas y las convierten en vino nuevo que alegra el corazón. Con razón una santa mujer escribió: «Dios me mostró que en el cielo el pecado no será ya una vergüenza para el hombre, sino un motivo de más profunda adoración. Del mismo modo como a cada pecado corresponde una pena, del mismo modo por cada pecado expiado con el llanto el alma recibirá un grado correspondiente de beatitud. Porque Dios es amor; y del mismo modo como los diferentes pecados son castigados con penas diversas según su gravedad, así nos procurarán gozos diversos en el cielo, en proporción a la pena y al dolor que el alma habrá atravesado aquí en la tierra».
Que aprendamos a llorar nuestros pecados a los pies del Señor, para que podamos alegrarnos luego de haberlos llorado.