sábado, 8 de septiembre de 2007

In Nativitate B.V.Mariæ


Los poetas dicen que Dios tiene tres hijas. La Fe, que es una espléndida esposa fiel, la Caridad, que es una abnegada madre entrañable, y la Esperanza, que es una niña muy pequeñita. La Fe se eleva por los siglos, y la Caridad se extiende por los siglos, pero la pequeña Esperanza es la que todas las mañanas nos da los buenos días. Dicen los poetas que la Fe es un soldado, un capitán que defiende una fortaleza, una ciudad del rey. Y dicen que la Caridad es un médico, una hermanita de los pobres, que cuida a los enfermos, que cura a los heridos, a los pobres del rey. Pero la pequeña Esperanza es la que cada mañana saluda al pobre y al huérfano.
Dicen que en la oscura noche vuela como un fantasmita resplandeciente. Entre sueños todo el mundo la invoca; todos la imploran. Porque la noche a menudo consigue que el hombre renuncie a sí mismo y finalmente se rinda en manos de Dios.
Yo les digo que la Esperanza es una niña hermosa, la más bonita, la más tierna. Que tiene siempre su corazón en la mano de Dios porque allí está su tesoro. En los puños de Dios, rebosantes de estrellas amigas, juega la Esperanza a adivinar los secretos de Dios. Entre las manos de Dios, se complace en sus milagros.
Dicen los poetas que toda vida procede de la ternura. Hasta el guerrero más duro ha sido un niño tierno alimentado con leche, y hasta el mártir más riguroso ha sido un tierno bebé lactante. Porque la ternura es el perfume de la Esperanza, es su promesa. En este día el cielo se alegra porque ha germinado entre las manos de Dios un tierno brote. Y la Esperanza juega, ríe, goza. En este día en que preparamos nuestros corazones para festejar el nacimiento de la Madre de Dios, la Esperanza canta de gozo. Porque ha visto descender de las manos de Dios una estrella matinal sobre la tierra, una estrella resplandeciente de milagros, que anuncia el gran día del verdadero Sol de justicia. Aquella que ha de ser templo del Dios vivo, tabernáculo del Rey del cielo, nace al disiparse la noche del mundo. Aquella que ha de recibir en sus entrañas al verdadero fuego espiritual, nace envuelta del tierno calor materno. Nace pequeña, perfumada de ternura. La mano de Dios se abre para vestir de maravillas la tierra. «Grandes cosas ha hecho por mí el que todo lo puede».
El nacimiento de la Madre de Dios hace bailar de gozo a la Esperanza. Se asoma sobre su cuna y le habla a la pequeña Virgencita de los anhelos de los hombres, de los sueños lastimados de sus corazones. ¡Cómo anhelan saberse hijos de Dios! ¡Cómo buscan un milagro que los ponga a salvo en sus peligros! La Esperanza intercede por nosotros desde el profundo brillo de sus ojos y la pequeña Virgencita nos mira allí, en ellos. Es que la Esperanza lleva en sus ojos el recuerdo de los corazones en que ha peregrinado. Y así, las dos niñas hablan del cielo y de la tierra. La Virgencita lleva en el brillo de sus ojos muchos milagros, la Esperanza lleva nuestros corazones quebrantados. Las dos se miran a los ojos: ojos de cielo y de tierra. La Esperanza llora porque ha llegado al puerto con sus velas rasgadas. María sonríe porque el día se ha abierto.
Tu nacimiento, Santa Madre de Dios, llenó de alegría el mundo entero. Salve, por ti se ilumina la aurora, salve, Virgen gloriosa, ruega a Cristo por nosotros.