domingo, 2 de noviembre de 2008

Requiem æternam dona eis, Domine: et lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace. Amen.

In commemoratione omnium fidelium defunctorum

Hay tres virtudes que vienen del cielo y que hacen perfecto al cristiano: la fe, la esperanza y la caridad. Un Maestro dice: «En primer lugar se nos propone la esperanza de las cosas futuras, sin la cual las mismas cosas presentes no pueden mantenerse en pie. Es más: quita la esperanza, y se paralizará la humanidad entera; quita la esperanza, y cesarán todas las artes y todas las virtudes; quita la esperanza, y todo quedará destruido. ¿Qué hace el niño junto al maestro, si no se espera fruto de esas letras? ¿En qué barca se aventurará el navegante entre las olas del mar, si no espera una ganancia ni confía en llegar al puerto deseado? ¿Qué soldado desafiará el cruel invierno o el ardiente verano, si no abriga la esperanza de una gloria futura? ¿Qué agricultor esparcirá la semilla, si no piensa que recogerá la cosecha como premio de su sudor? ¿Qué cristiano se adherirá por la fe a Cristo, si no cree que ha de llegar el tiempo de la felicidad eterna que se le ha prometido?»
La esperanza sostiene al mundo. Pero ¿qué es pues la esperanza? La esperanza cristiana es mucho más que una certeza, mucho más que un sentimiento de confianza en que todo saldrá bien. No es solamente un cosquilleo en el corazón. Eso es sólo el inicio. La esperanza cristiana es una manera de vivir y de prepararnos para la vida. Es la encarnación de la gracia, la solidificación de las aguas del bautismo.
Fíjate bien, cuando las abejas son muy jóvenes y comienzan a nutrirse del dulce néctar de los campos, la misma abundancia de alimento las estimula y comienzan a segregar alrededor de sus pancitas pequeñas gotitas de cera que al secarse se convierten en sólidas escamas. Luego ellas mismas se desprenden de esas escamas y con sumo cuidado las pegan unas con otras para formar el panal donde se almacenará el néctar que sigue llegando a la colmena. Algo así es el misterio de nuestra esperanza. Recibimos el abundante néctar de la esperanza con las aguas bautismales cuando éramos todavía muy pequeños, incapaces de contener en nosotros la sobreabundancia de la gracia. Por eso la esperanza se hizo sólida, para que podamos guardar en ella los tesoros de la gracia que en nosotros no podemos contener.
En la vida presente cada uno de nosotros es como una abeja que recibe abundante alimento. Tanto néctar espiritual es la esperanza, que solidifica en las buenas obras, en la práctica de la caridad, para que podamos ir construyendo un panal. Pero si la abeja negligente no se preocupa de cargar con su cera y no ayuda a construir el gran panal del reino, aunque reciba abundante néctar, no encontrará dónde depositarlo. Y el cosquilleo que le produce el néctar en la boca la lleva a la desesperación. A los santos, diligentes abejas obreras, la abundancia del néctar los llena de honor y alegría. Tienen en sus buenas obras celditas sólidas para conservar la abundancia de la gracia. Pero los que viven sin esperanza, sin construir las celdas de las buenas obras, no tendrán dónde guardar los tesoros de la gracia. Tener esperanza es llevar en la minúscula escama de nuestras buenas obras el Reino entero; es ensanchar el corazón para hacer con él el gran panal para la gloria de Dios.
Por eso en este día de gracia la Iglesia llora, reza, da limosnas, para construir el panal del reino donde nuestros hermanos difuntos puedan guardar la miel generosa de Dios, dueño de los campos. La Iglesia llora en este día de gracia como Abraham lloró en la fe la muerte de su esposa Sara y le construyó también en la fe un sepulcro, un relicario que prefiguraba el cuerpo eucarístico, donde se alojan nuestras almas cuando nuestros pobres cuerpos vienen menos.
Fíjate bien. Abraham, el célebre forastero, también recibió hospitalario el amargo sabor de la muerte. Lloró, como sabia abeja que traga el néctar y lo traspira en gotas de cera. Lloró así para enseñarnos cómo hay que recibir a un huésped tan incómodo, herético y maleducado como la muerte que siempre se lleva lo que tanto amamos: hay que hospedarla como a un mensajero de Dios, pero no para quedarse por siempre. El mismo Señor Jesús hospedó en su carne el cruel aguijón de la muerte, pero sólo por tres días.
La Iglesia llora, porque el Señor Jesús lloró la muerte de su amigo. No lloró a su amigo muerto, porque para él todos viven, pero lloró su muerte, lloró lo que le sucedió a su amigo. Dios lloró, y un llanto más libre que el suyo no se puede imaginar. El Señor lloró porque el llanto es el lenguaje de los recién nacidos. Es la prueba de que hemos nacido, el primer néctar de la vida. Luego hay que convertir el llanto en buenas obras.
Es curioso, cuando las abejas han llenado el panal, pasan largas horas abanicando con sus alas la miel, para que se evapore el agua y ya no pueda corromperse. Se oye entonces un suave murmullo a una sola voz. Nuestro Padre Benito me dijo el otro día que es porque están rezando. Y tiene razón. La Iglesia reza en este día, levanta sus manos en oración, para que se sequen las lágrimas y ya nada corrompa el verdadero gozo. Construyamos, pues, el panal de las bienaventuranzas. No hacerlo, por odio, rencor, resentimiento, sería un homicidio.