domingo, 4 de octubre de 2009

"Sinite parvulos venire ad me. Ne prohibueritis eos; talium est enim regnum Dei"

Dominica XXVII per annum

Cada año, por estos días, nuestra montañita comienza a vestirse de milagro. Toda la montaña se cubrirá de pequeñas fuentecitas de néctar que se llaman flores. Y nuestras abejas, locas hiperactivas, fascinadas por el aroma meloso de las flores comenzarán una frenética fiebre de recolección. Unos mil litros o más. Si lo piensas, la montaña mana miel. El chiste es saber encontrarla.
La primera vez que trabajé en la cosecha de miel me parecía un trabajo exquisito. Habría comido tanta miel si no fuera porque no conviene quitarse el velo que protege la cara mientras se trabaja. La dulzura perfumada atrae. Pero al siguiente año, extrayendo tanta miel, francamente quedé aburrido. Es siempre lo mismo. Comprendí entonces por qué las abejas viven tan poco. La mayoría no alcanza a disfrutar las seguridades de su propio trabajo y está bien. Lo que almacenan se queda para nutrir la nueva generación de abejas y, por supuesto, para nosotros los hombres. Creo que si tuvieran que hacer esta recolección una segunda vez ya no tendrían ni el humor ni la misma tenacidad. La muerte las libra de la aburrición y del tedio.
Cuando Dios te llama a la vida matrimonial, despiertas de la pesadez de tus sueños y tus ojos se abren a la realidad más bella. Todo se cubre de flores espléndidas que te fascinan con su aroma matutino. Pero la vida no se detiene con la primer dulzura. Como joven sacerdote he visto muy de cerca el cansancio, el aburrimiento y la desesperación de muchos matrimonios. También he visto el cansancio de algunos de mis hermanos en el presbiterado. Es como si el cansancio que exige la dulzura del primer día finalmente nos pasara la factura.
El Señor Jesús, médico de las almas y de los cuerpos, diagnosticó dureza de corazón. Por eso Moisés había recetado el divorcio. Moisés no tenía a la mano otro remedio. Hay matrimonios que no tienen ya más vínculo entre ellos que el odio y el tedio. El odio y el tedio se vuelven lazos tan poderosos entre sus corazones endurecidos que cuesta mucho trabajo desatarlos. Y si los cortas duele. Son carne viva. Moisés no encontró otro remedio. Había que cortar. Y una herida abierta siempre está expuesta a nuevas infecciones.
Jesús propone otro remedio. Una cirugía que no sólo corte con los lazos del odio y el tedio, sino que además rebaje los callos del corazón. Hay que limar el corazón hasta que quede chiquito, como nuevo, como el de un niño. Sólo así, con el corazón empequeñecido, puedes recibir al Reino de Dios que es tu esposa, tu esposo, los de tu casa. Un niño recién nacido recibe a los de su casa con un corazón pequeño y sin escrúpulos. Espera siempre algo bueno de los suyos, a pesar de todo. No le importa si el abuelo está viejo y enfermo. Le importa el cariño, el juego, la paciencia. En fondo no le importa si la mamá no es muy bonita. Le importa que es suya y que está cerca y que lo nutre. Le importa que su padre lo puede todo y no le importa que haya mejores.
Pero también es verdad que una vida matrimonial es mucho más difícil que esto porque hay más libertad interior y exterior en juego. Los niños crecen. Siempre. Es su principal tarea. Y la ropa de pequeños ni les queda ni les gusta. Todos crecemos, y la magia de muchas cosas se hace rutina, aburrición, rebeldía. Entonces el corazón se endurece. San Ambrosio, como muchos otros santos, cuando era niño jugaba a ser obispo. Cuando llegó a serlo descubrió que el mismo juego, tomado en serio exige también fatigas y cansancio.
Cuando el corazón se endurece por el tedio y las fatigas, el Señor Jesús nos manda recrearnos, ser como niños por la renovación de nuestras mentes. Fíjate bien, los ángeles no están sujetos al tiempo, por eso no tienen ni biografía ni historia. Son lo que deciden ser. Y no pueden dar marcha atrás. Sus existencias están de tal manera comprometidas con la pureza de su voluntad y de su inteligencia que no pueden retractarse, no tienen tiempo para arrepentirse. El ángel elige a Dios y es bienaventurado o elige la nada de donde fue sacado y se hace tenebroso y maléfico. Nada puede revocar lo que ha libremente elegido ser. Los hombres no somos así, aunque a veces tenemos la terrible tentación de tomarnos gravemente en serio. Somos la única criatura que puede iniciar, que puede crear algo nuevo, que puede ser niño para recibir el Reino de Dios. Y esto porque somos inicio. Nos fascina lo nuevo porque sin nosotros humanos, nada habría de nuevo bajo el sol, nada de nuevo en el universo.
Esto es el meollo de todo sacramento, lo nuevo que sólo el hombre a imagen de Dios puede hacer. Iniciar de nuevo es la tarea de todo matrimonio; dejar que Dios alegre nuestra juventud ante su altar es la tarea cotidiana de todo sacerdote. Que la gracia de nuestros sacramentos nos renueve cada instante y nos haga niños bajo las manos de Cristo, bendecidos por él.