domingo, 13 de junio de 2010

"Et osculabatur pedes eius et unguento ungebat"

Dominica XI per annum

Desde hace algunos siglos ha existido en la tradición monástica una curiosa práctica. En algunos monasterios se acostumbra que, al recibir a quien quiere entrar al noviciado para llegar a ser monje, el abad reúne a toda la comunidad en el coro, y entonces él mismo se arrodilla delante del postulante, le lava los pies y se los besa. Luego toda la comunidad le besa los pies y el abad le entrega entonces el hábito del monasterio.
El gesto es humilde y francamente incómodo. Tanto que son ya muy pocos los monasterios que conservan esta práctica. La Regla no prescribe este rito; pero en algún sentido se puede decir que es una exigencia del amor. Amar es ponerse a los pies del prójimo para elevarlo, para enaltecerlo.
San Benito manda recibir a los huéspedes como al mismo Cristo, pues él dirá: «fui forastero y ustedes me hospedaron»La comunidad honra a Cristo mismo en quienes vienen a vivir con nosotros; pero también se reconoce pecadora. Por eso se pone a los pies de quien quiere imitar a Cristo en el camino de perfección.
En adelante, el novicio tendrá que perdonar una y otra vez a la comunidad que en aquel primer día se puso a sus pies. Todavía más, desde aquel día, el monje principiante aprenderá el sagrado deber de leer los corazones para apreciar el amor con que Cristo es amado en él y no debe menospreciar nada del amor de la comunidad. Éste es el arte más difícil no sólo en la vida monástica. En un matrimonio sucede lo mismo. Muchas veces los esposos no quieren saber nada del amor con que Cristo es amado en ellos. Una densa nube de sospechas y rencores no les deja ver más que la mala vida de sus consortes. Perdonar más hace germinar mejor el amor. Pero nosotros muchas veces ya no queremos el amor. Perdonamos como quien limpia un terreno de abrojos y malezas, pero no queremos sembrarlo de nuevo. Claro que así bien pronto vuelve a vencer la maleza del odio y del fastidio.
El Señor Jesús perdonó los pecados de una mujer que se puso a sus pies mezclando lágrimas y perfume. Todo pecado ofende los pies de Cristo, porque cuando nuestro corazón se ensucia, Cristo sigue caminando en él. Cristo recorre en nuestros corazones la vida que nosotros recorremos con el corazón. Ensuciar el corazón es ensuciar los pies de Cristo.
Las lágrimas que vienen del corazón arrepentido lavan los pies de Cristo, y Cristo se inclina misericordioso para lavar con ellas el corazón del hombre. Pero las lágrimas no bastan. Hace falta el perfume del amor. Las lágrimas son fe confiada en que Dios puede perdonar nuestros pecados, pero el amor es el aroma del corazón perdonado. Sin la fe nadie puede salvarse, pero sin el amor, que es el perfume de la fe, el corazón del hombre se vuelve un fantasma, una sombra de sí mismo. En la vida futura, cuando vayamos al cielo, nuestras lágrimas se secarán con el resplandor de la gloria; pero el perfume de nuestra caridad y de las buenas obras se elevará ante los pies de Cristo como incienso exquisito. Que Dios nos conceda la fe necesaria para que nuestros pecados nos sean perdonados y que podamos por las obras del amor perfumar el mundo entero.

domingo, 6 de junio de 2010

"Noli flere!"

Dominica X per annum

Dice la Escritura: “La que es verdadera viuda y se encuentra abandonada, espera en el Señor y persevera en la oración noche y día". Por eso el Señor Jesús enseñó a orar a una viuda en Naím, cuando le dijo: “No llores”. El Señor dijo a la viuda: “No llores”, porque la oración necesita silencio. El llanto es nuestro modo de gritar al mundo nuestra soledad y nuestro abandono. Es la manera como el amor declara su viudez al universo entero. Y sin embargo, el Señor ordena: “No llores”, porque la oración necesita silencio, como un bebé necesita silencio para soñar con un mundo magnífico que aún no conoce. La oración es el sueño del alma, su vida interior y su reposo. Ningún ruido debe perturbarla.
El Señor dijo a la viuda “No llores”, porque la oración, como toda semilla, necesita la sequedad y la aridez antes de germinar. Un corazón seco es tierra preparada para la semilla de la oración; es tierra humilde y suave. En cambio, un corazón de fango y lodo es terreno resbaloso. Hace caer en el oscuro abismo de la desesperación a todos los que pasan por él. Un corazón seco acoge la semilla de la oración en espera ansiosa de lluvias benditas para abundantes cosechas. Pero un corazón enfangado con el lodo de la rebeldía desesperanzada, lo pudre todo.
El Señor dijo a la viuda: “No llores”, porque la oración es un pañuelo impregnado del perfume de la esperanza. Quienes enjugan con él sus lágrimas dejan en él su rostro doliente a cambio de la fresca claridad de la esperanza. La oración es la única sonrisa que el hombre puede imitar sin fingimiento, porque es la sonrisa de Dios, la sonrisa más sincera, la única sonrisa que no es absurda en medio del dolor.
La pobre viuda ni siquiera podía hablar con Jesús. El ruido de su llanto se lo impedía, su corazón era un terreno enlodado por las lágrimas, sus ojos estaban ciegos a la esperanza. Hasta que llegó Jesús y le dijo: “No llores”. Entonces el llanto se hizo oración que germinó en el silencio y dio frutos de esperanza.
El Señor no sólo dijo a la viuda: “No llores”, sino que en sus palabras le entregó todo cuanto necesitaba para no llorar. Le entregó el silencio del corazón y la sequedad; le entregó la esperanza. Pero sobre todo, le devolvió el amor vivo, al entregarle a su hijo. Muchas veces en la vida experimentamos la viudez del corazón, como cuando la esposa no puede ser lo que esperamos, y nuestros sueños mueren con ella. O cuando el esposo deja de luchar por una vida familiar como Dios manda, y así muere para su esposa y para sus hijos. O cuando los hijos se pierden en caminos oscuros, pisoteando las flores de la esperanza del corazón de sus padres.
Una y otra vez, en el silencio y la sequedad de la oración, Cristo nos entrega de corazón a corazón, lo que hemos perdido, el amor que nos hizo viudos. Es la oración lo que hace verdadera la vida que deseamos en los demás. Porque el hombre es siempre deseo. Siempre esperamos más de los demás. El corazón del hombre por estar arraigado en la tierra y al mismo tiempo pertenecer al cielo es siempre deseo. Tenemos solamente un corazón, que nos bastaría para vivir en la tierra, y sin embargo tenemos amor para vivir con otros muchos en el cielo. Y es que nadie se basta a sí mismo y, sin embargo, con el llanto lo gritamos todo.
Un día, cuando estemos juntos en el cielo terminará el deseo y renacerá el amor. Cristo nos devolverá todo cuanto amamos en esta vida, mucho o poco, y nos devolverá el amor, ese amor que muchas veces tuvimos que llevar a enterrar fuera de nuestros ojos, en tierra enlodada de lágrimas. Un día Cristo nos devolverá todo lo que no pudo ser, con su palabra compasiva: “No llores”. Ahora, en el tiempo presente, entre consolación y desolación pasamos del llanto a la oración y de la oración al amor resucitado hasta que vuelva Cristo y nos devuelva todo. Así sea.