domingo, 16 de octubre de 2011

"Reddite ergo quæ sunt Cæsaris, Cæsari et quæ sunt Dei Deo"

Dominica XXIX per annum

Creo que todos pagamos impuestos para conservar la paz, impuestos para mantener la limpieza pública, impuestos para fabricar la belleza urbana, impuestos para asegurarnos nuevas ciudades, impuestos para no destruirnos unos a otros. No hay virtudes civiles que florezcan sin impuestos. Las más hermosas ciudades no nacen por generación espontánea. Se edifican nutridas por el cansancio y la sangre de sus ciudadanos. Ninguno de nuestros monasterios se erigió como ciudad monástica sin que cada monje rindiera entre sus muros el tributo de su vida.
Decimos que los impuestos son justos cuando buscan el bien común. Pero no seamos ingenuos. El bien común siempre es más difícil de lograr de lo que pensamos. La ambición desmedida, la corrupción, la apatía, el conformismo, un extraño gusto por destruir lo bueno sólo por arruinar el mundo, son los estorbos que nosotros mismos ponemos a nuestra búsqueda del bien común. Hacer tu parte en la búsqueda del bien común es ya de por sí algo bueno a favor de la vida.
Esto es fácil de entender, pero muy difícil de practicar. Este año creo que todos hemos sufrido las consecuencias de la escasez de lluvias. Pueden ver nuestros diminutos elotitos convertidos en mazorcas. Como comunidad hemos trabajado mucho en esos campos y hemos disfrutado mucho de la amistad que proporciona la fidelidad de la tierra. Hemos podido cosechar nuestro maíz y hasta compartirlo en la caridad. Aún esperamos que las flores silvestres crecidas entre las milpas nos proporcionen algo de miel. Pero las escasas lluvias no prometen gran cosa. Las ganancias serán modestas. ¿Cómo podríamos convencer a quienes cultivan hierbas venenosas de que el trabajo honrado es el camino mejor si nosotros mismos casi salimos perdiendo? Y es que el cristianismo siempre debe caminar por el camino más difícil. “Den, pues, al César lo que es del César”.
Ayer comentaba con alguien que hace algunas décadas se consideraba a los espíritus que negaban la vida en otros planetas como gente de mente cerrada y mirada estrecha. Yo nunca he creído esa posibilidad. No creo que haya vida en otros planetas porque continuamente me maravillo de tan grande milagro en este planeta. Si creemos en la evolución, necesariamente afirmamos que la vida es un verdadero misterio, algo muy raro, tan raro que tuvo que remar contra corriente y evolucionar para adaptarse a un mundo que de por sí le era adverso. La evolución sería un absurdo si la vida fuera una obviedad, algo muy fácil de darse aquí y en todas partes. No, la vida es algo muy raro y por eso precioso. Tuvo la humildad de adaptarse y aceptar el reto de luchar en medio de todo lo que le era adverso. Desde niño he visto nacer pájaros, peces, reptiles, abejas y muchas bestias más. En los nacimientos en que hay menos lucha, peligra más la vida. El polluelo que no lucha contra el cascarón se asfixia, el pececillo que no nada contra corriente acaba desgarrado contra alguna roca, a la abeja que no roe el opérculo de su celda natal le revientan las entrañas. El milagro de la vida se humilla siempre para aceptar las condiciones de esta tierra de todos, del aire común, del agua que todos bebemos. No somos nosotros, los humanos, los únicos que hemos luchado por la vida. No somos los únicos que sabemos de dolor, de traiciones estructurales, de malas pasadas. Todos los vivientes han puesto la verdad de sus vidas al servicio del mundo de todos, en medio de muchas adversidades. Dar al César lo que es del César es tener la humildad de luchar por la vida presente sin hipocresías, sin hacer trampas, hasta las últimas consecuencias.
Nosotros, los cristianos, sabemos que mientras construimos una ciudad terrena para custodiar la honestidad de la vida, se nos prepara una ciudad celeste, donde la vida no lucha más en medio de precariedades. Por eso el cristianismo es la custodia, el sagrario, el tabernáculo de la vida. Dios nos ha encomendado llevar la vida de la ciudad terrena a la ciudad celeste donde Dios reina. Ahora vemos la vida como una vieja moneda gastada, grabada con la imagen del tiempo que pasa. Pero cuando esto corruptible se vista de incorrupción, la vida tendrá la imagen de Dios inmortal. Pidamos a Dios que nos ayude a dar lo mejor de nosotros mismos a favor del bien de todos, a favor de la vida, y que su reino venga pronto a nosotros para que nuestra vida vuelva a sus manos.