domingo, 25 de diciembre de 2011

De incarnatione Verbi


Dios, cuando formó al hombre y le dio aliento de vida, puso en la mente del hombre la chispa de su verdad. Entre todos los vivientes que pueblan la tierra, sólo nosotros los humanos podemos pensar en Dios. Su Nombre y su recuerdo son la piedra angular del edificio de nuestra razón, es más, yo creo que sin esta idea de Dios, la razón humana sería  un absurdo.
Pero nosotros no quisimos abrir los ojos a la luz. Cegamos nuestros ojos con la tiniebla del pecado. Por eso vino Dios en carne humana, oculto en carne verdadera. Se ocultó para encender en nuestros corazones la claridad de su divinidad. Y María fue la primera en acoger en su corazón la luz de Dios. Desde entonces “ella guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”.
Y así, el Verbo de Dios asumió nuestra carne debilitada por la ceguera del pecado y de la muerte. No hubo más remedio que su divinidad; sólo un Dios pudo salvarnos. Y para darnos su divinidad como alimento, nos entregó su cuerpo y su sangre. Pues el Verbo de Dios, al asumir nuestra naturaleza, se unió a ella de tal manera que ya nada podrá separarla jamás. El que era consustancial al Padre, se hizo consustancial a la Madre. Nuestra carne y sangre son su cuerpo y su sangre, y con ellas nos alimenta. La carne que el Verbo tomó de la sangre purísima de María Virgen es la carne de nuestra humanidad, pero admirablemente renovada por la consagración virginal de la gracia.
Los Santos Padres creyeron que Jesús entró en el mundo no como entramos todos los hombres, arrojados al mundo a través de la violencia del amor. Los Padres enseñaron que al  llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, sin concurso de varón. Y su nacimiento, por ser un nacimiento de gloria, fue un nacimiento de paz. La gloria de Dios entró en el mundo pacíficamente a través del claustro virginal de María, sin dejar huella alguna de su paso, sin herir la carne que él había venido a sanar. La Gloria nació en el mundo sin violencia; más bien entró en el mundo milagrosamente. Y, como enseña Santo Tomás, las cosas que se producen milagrosamente bajo el impulso del Espíritu Santo son siempre más perfectas que las que se producen naturalmente, como cuando Cristo convirtió el agua en vino, y ésta no se trocó en vino corriente, sino que se produjo el vino mejor. Así Cristo, milagrosamente nacido de María Virgen, es el hombre más humano, el hombre mejor, a la altura de sí mismo. Su nacimiento es la manifestación de lo que la carne del hombre debe llegar a ser: un cuerpo en tal perfección de comunión entre naturaleza y gracia, que jamás hiere al otro, que no destruye la bondad ni marchita la belleza, sino que consagra la hospitalidad con hospitalidad, sin violencia.
El Verbo de Dios entró en el mundo comulgando con la naturaleza humana, tomando devotamente cuerpo y alma humanos. Y los tomó sin despreciar nada. No tuvo horror de nuestra carne, pero asumió al hombre mejor, al hombre que debemos llegar a ser. Por eso, el nacimiento de Cristo es de algún modo el nacimiento de todos los cristianos. Con toda verdad recuerda san Agustín que cuando comulgamos en el altar de Dios, el sacerdote te dice “Cuerpo de Cristo”, y tú respondes “Amén”, porque afirmas lo que eres, cuerpo de Cristo, nacido de su sangre, fruto de su pasión. Él tomó nuestra carne para darnos una carne mejor, nacida no de la violencia del amor, sino del amor a la paz y la comunión. Nos la dio a nosotros, que no podemos dejar de herir a los demás. Él nos dio la carne que no hiere, la carne que no está en guerra consigo misma, la carne que salva al hombre devorado por la lepra del pecado.
Con toda verdad oyó la doctísima Hildegarda la voz de Dios que resonó en su corazón diciéndole que en el pan y el vino del altar germina la divinidad de Aquél que por nosotros se nutrió de pan y vino. La ofrenda se convierte en la carne y la sangre del Señor, pero a los ojos de los hombres parece pan y vino: “porque tan tierna es la fragilidad humana, que le espantaría recibir carne y sangre crudas”.
Por eso, no tengas en poca cosa la carne del Señor, no tengas asco de beber su sangre que es tu sangre y mi sangre. Porque él ha tenido la cortesía de darte carne y sangre verdaderas en la tierna bondad del pan y del vino. Y esta carne y esta sangre son la carne y la sangre que Dios tomó de María.
Por eso hoy la Iglesia te alaba, Señora, y te llama dichosa. Salve, claustro de la caridad de Dios hecho hombre. Salve, orgullo glorioso de sacros ministros. Salve, remedio eficaz de mi carne. Salve, Virgen Madre de Dios. Ruega a Cristo por nosotros.