martes, 25 de diciembre de 2012

In nativitate Domini


Aquel que es la Palabra habla sabiamente por toda la eternidad en el seno de Dios; pero al entrar en el claustro virginal de María guardó silencio. Y al nacer balbuceó el llanto y la risa de los hombres. El que existía coeterno con el Padre ha entrado hoy en el curso de los días que pasan. La Palabra sapientísima de Dios comenzó hoy a correr por los caminos de los hombres. Se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Asumió la opacidad de la carne aquel que es la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. Ha venido al mundo como un niño pequeño y se nutre de una Madre Virgen. Y así al asumir al hombre se hizo su medicina.
En este día santísimo el Pan de la vida tiene hambre. La Vida que es Luz verdadera duerme, duerme el hacedor de todas las cosas, duerme el que es el sueño de los justos, duerme el corazón del amor. Es forastero el que hizo salir a Abraham de su tierra, y se cansa el que es el Camino. Pasa frío y calor la columna que acompañó a los israelitas por el desierto, él que era nube durante el día y fuego para las noches. Y tiene sed la roca que calmó el ansia de los sedientos.
El Niño nació para instruir la razón de los doctores. Entró en su templo para ocuparse de las cosas de su Padre. Enseñó a los creyentes a buscarle en la angustia y sin descanso, y habló a los Maestros de la sabiduría del amor que padece mucho.
El Niño más noble nació pobre. Con razón dice un Poeta: «Nuestro Señor, al abrazar la pobreza ha elevado de tal modo al pobre en dignidad que no se le hará jamás descender de su pedestal. Él le ha donado un antepasado, ¡y qué antepasado!; un nombre ¡y qué nombre!». Nació pobre, y los ángeles cantaron un himno de gloria a su pobreza, un canto de paz para las noches de los pobres, porque Dios nació para ser pobre.
Este Niño se hizo hombre para juzgar el corazón humano. Y cuando le llevaron una mujer sorprendida en adulterio no negó la Ley que el dedo de Dios escribió en piedras. Pero él no quiso que hombres tan frágiles, tan debilitados por el pecado, ejecutaran la sentencia de la Ley.  La escribió de nuevo sobre el polvo porque el dedo del hombre no puede escribir sobre piedra sin hacerse daño. En el polvo de nuestra muerte el dedo de Dios escribió de nuevo su Ley. «Quien de ustedes esté sin pecado, que arroje la primera piedra». Con toda verdad dice San Agustín: «Quedaron sólo ellos dos: la miseria y la misericordia».
Y nosotros delante del pesebre estamos a solas con Cristo, la misericordia y la miseria, adorando su clemencia, porque el Niño nació para el perdón. Que él escriba en corazones humildes su Ley nueva, la Ley de la Gracia y nos convierta a su amor, pues con él todos hemos nacido para el amor.

domingo, 16 de diciembre de 2012

"Quid ergo faciemus?"


Dominica Gaudete

El Señor Jesús dijo, con toda verdad, que Juan el Bautista era más que un profeta. Zacarías, su padre, era un sacerdote de la clase de Abías, e Isabel, su madre, tuvo igualmente una proveniencia sacerdotal, es una descendiente de Aarón. Ahora bien, según la Ley de la Antigua Alianza, el ministerio de los sacerdotes estaba vinculado a la pertenencia a las tribus de los hijos de Aarón y de Leví. Por ello, nos señala el beatísimo Papa Benedicto que «Juan el Bautista era un sacerdote. En él, el sacerdocio de la Antigua Alianza va hacia Jesús; se convierte en una referencia a Jesús, en anuncio de su misión».
Queridos hijos e hijas, ciertamente hoy contemplamos a Juan el Bautista ejerciendo su ministerio sacerdotal. Como puente entre Dios y los hombres, Juan instruye a cuantos vienen y le preguntan «¿qué debemos hacer?». Hombres y mujeres le plantean un mismo enigma: «enséñanos a vivir; enséñanos a amar», pues lo más elemental del arte espiritual consiste en esto: saber vivir y saber amar.
Así pues, Juan instruyó a la gente. Les dijo «Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo».  Es que compartir la túnica es compartir el calor de la vida, el decoro, es hacer que tu hermano se vista con el mismo honor que tú.  Compartir es el mejor condimento de nuestros alimentos. Compartir la comida es decir a tu prójimo: «por hoy tu vida corre por mi cuenta, pues quiero que vivas, porque amo tu existencia».
Por su parte, los cobradores de impuestos, los publicanos, también le preguntaron a Juan qué debían hacer; y él les ordenó: «No cobren más de lo establecido», pues los impuestos deben mirar hacia el bien común. Y unos soldados también lo interrogaron y él les dijo: «No extorsionen a nadie ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario».
Nos sorprende que Juan no haya aconsejado a los soldados apartarse de su milicia, ni a los recaudadores de impuestos abandonar su trabajo. Lo que les mandó fue apartarse de los pecados que infestan esos trabajos. El mismo Juan sacó de dudas a quienes pensaban que quizá él era el Mesías: «Ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias». En otro tiempo, otro sacerdote, Elí, tenía un joven discípulo, Samuel. Samuel oyó la voz de Dios en la noche del templo, pero pensó que era Elí, su maestro, el que lo llamaba. En tres ocasiones Samuel se presentó delante de Elí cuando oyó la voz de Dios y le dijo: «Aquí estoy, puesto que me llamaste». Pero Elí no había llamado al niño que todavía no conocía a Dios. Entonces Elí instruyó al pequeño Samuel: «Vuelve a acostarte y si te llama respóndele: “habla Señor que tu siervo escucha”». Así enseñó Elí a Samuel que todo sacerdote mira hacia Dios, va hacia Jesús, señala a Jesús; aunque tiene siempre la tentación de referir todo a sí mismo. Como sacerdote, Juan el Bautista sabía que su ministerio igual que los trabajos de los hombres tiene también sus tentaciones, y una de ellas es la de hacer que los hombres nos busquen más a nosotros que a Dios. Por eso insistió: «Ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y con fuego».
Juan no anunció la necesidad de abandonar las vidas, los trabajos, los ministerios y las instituciones de los hombres. Pero ordenó que se apartaran de los pecados que los diezman. Así anunció la ruta de la redención. El Mesías viene a salvar a su pueblo de sus pecados. Pero el perdón de los pecados parece, como explica el Santo Padre Benedicto, «demasiado poco y a la vez excesivo». Excesivo porque ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?; pero también demasiado poco porque la gente muchas veces se siente más oprimida por sus penas, sus miserias y dolores, que por el peso de sus pecados. En nuestras enfermedades y aflicciones nos urge más aliviar nuestro dolor y calmar nuestra angustia que encontrar a Dios para que perdone nuestros pecados. Y nadie de nosotros que tenga una visión más o menos adulta de la vida podría negar que también ha sido cómplice del misterio del mal en el mundo.
Jesús quiere, enseña el Papa Benedicto, «en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado». La ruta de la redención comienza con el perdón de los pecados y culmina con la paz de Dios que sobrepasa todo conocimiento. Que Dios nos conceda alegrarnos por el perdón de nuestros pecados, y esforzarnos por perseverar en este gozo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Rosa mystica, ora pro nobis

In solemnitate BVM de Guadalupe, Mexici Regina et Americæ Imperatrix


Los Santos Padres han creído y enseñado que antes del pecado las rosas florecían sin espinas, pero después del pecado sus tallos se han erizado. De esta manera, las rosas anunciaron la redención, pues así como la rosa nace tierna y graciosa de las espinas sin tomar del tallo nada duro, nada cortante, así brotó María, suave de gracia, perfumada de Cristo, hermosa de amor. Como la rosa nace de la espina, así María nació de nuestra carne. Y como la rosa es la gloria de la espina, así María es la gloria y el remedio de nuestra carne.
La Augusta Madre de Dios se eleva perfumando los cielos entre las viejas espinas de nuestras maldades. Y su perfume es anuncio de redención. Es el buen olor de Cristo, la fragancia que reanima a los que ya desmayan, el ungüento que alivia la herida del pecado.
Como la rosa palidece cuando la acaricia la luz de la luna, así María fue blanquísima por su virginidad intachable. Y como la rosa brilla rubicunda cuando la toca el sol, así María fue encendida por la caridad cuando en el mediodía de su bendita vida el Sol de justicia habitó entre nosotros.
Con toda verdad un Maestro enseña que los santos son pequeñas flores que las tempestades del combate espiritual sacuden violentamente, y los vientos secos de la tentación agitan; pero María es una rosa mística florecida en primavera, cuando no hay tempestades devastadoras ni vientos resecos. Ella floreció en el tiempo de la paz, cuando Dios quiso poner en paz todas las cosas por el nacimiento de su Hijo en carne humana, por el nacimiento del Príncipe de la paz.
Por eso María no desgarró jamás corazón alguno, ni ofendió los ojos de nadie. Su castidad entró en los ojos de nuestra humanidad atrayéndolos al amor del cielo, a la belleza de lo santo. Y como las rosas más grandes inclinan el rosal entero, así María nos enseñó que la humildad es el peso de la más excelente grandeza.
Esta gloriosa Señora puso en nuestros corazones la Palabra divina, al Hijo que el Padre engendra de modo inefable. Por eso hoy brota de nuestros labios un poema bello: “Apparuerunt flores in terra nostra”. Pues hermosas flores han brotado en nuestra tierra cuando apareciste, Señora, entre nuestras espinas. Tu humilde aparición, Santa Madre de Dios, ha embriagado de alegría nuestras almas pecadoras, como se embriaga de alegría ante las suaves rosas la abeja que no puede abandonar su aguijón sin morir.
Junto con los pájaros, que con todos sus colores no pueden perfumar el cielo, nosotros llenamos el cielo de cantos y oraciones, pero ni la canción más bella, ni las palabras más sublimes igualan el perfume de tu virtud, perfume de unidad, perfume de caridad, perfume de amor. Llévanos contigo, Virgen hermosa. Corta nuestras espinas, como nosotros te cortamos rosas, y así, humildes y sencillos, preséntanos ante el Padre con el buen olor de Cristo, el buen olor que tú le diste el día de su nacimiento, el día del gozo de su Corazón.

Rosa mystica, ora pro nobis

The saintly Church Fathers believed and taught that before original sin, roses bloomed without thorns, but that later, after sin entered the world, the stems bristled. It is in this manner that roses announced our redemption. As the rose emerges tender and lovely without assuming anything hard from the stem, or anything sharp, thus, sprung Mary, sweet with grace, perfumed of Christ, beautiful with love. Like the rose, she, born from the thorn, issued forth from our human flesh. And as the rose is the glory of the thorn, likewise Mary is the glory and the remedy of our nature.
The august Mother of God in being thus elevated, passed through the old thorns of our deformed nature, aromatizing the heavens. And her heavenly fragrance is the announcement of our Redemption. It is the sweet odor of Christ, the fragrance that revives the fainthearted, the unction which heals the wounds of sin.
As the rose pales when caressed by the rays of the moon, so was Mary graced in whiteness by her impeccable virginity. And as the rose brightens in ruddiness when touched by the sun, likewise Mary was set aflame by charity when in the afternoon of her holy life, the Sun of Justice came to dwell amongst us.
In all truth, a spiritual Master teaches that the saints are small flowers which the tempests of spiritual combat shake violently, and the dry winds of temptation agitate; but Mary is the Mystical Rose dawning in the springtime, when there are no devastating tempests nor drying winds. She sprung forth during a time of peace when God desired to set all things in peace for the birth of His Son, born of the flesh, because of the birth of Him who is the Prince of peace.
Because of that, Mary never ever broke any hearts, nor offended the eyes of anyone. What entered into the eyes of our humanity, was her chastity which attracts a love for heaven, for the beauty of what is holy. And as the largest of roses inclines  the entire cluster, so Mary teaches us that humility is the weight of the most excellent grandeur.
This glorious Woman placed in our hearts the divine Word, the Son whom the Father engendered in a most ineffable manner. That is why today there pours forth from our lips a beautiful poem: «Apparuerunt flores in terra nostra». Well, brethren, flowers did sprout in our land when you appeared, O Woman, in the midst of our thorns. Your humble apparition, Holy Mother of God, has inebriated with joy our sinful souls, much like a bee —which cannot lose its stinger without dying— delights with happiness before charming roses.
Together with the birds, which with all their colors are unable to perfume the skies, [Oh, heavenly Mother] we fill the heavens with song and orations; but neither the most beautiful of songs, nor the most sublime of words can equal the perfume of your virtues: perfume of unity, perfume of charity, perfume of love. Take us with you, beautiful Virgin. Cut off our thorns like we cut roses, and thus, humble and simple, present us before the Father with the good odor of Christ, the good odor which you gave forth on the day of His birth, the day of the joy of His Heart.

Graciously translated by Maty Aune

domingo, 18 de noviembre de 2012

"A ficu autem discite parabolam: cum iam ramus eius tener fuerit et germinaverit folia, cognoscitis quia in proximo sit æstas"


Dominica XXXIII per annum

Cuando en un hogar se espera el nacimiento de un bebé, toda la casa se viste de ternura. Una cuna, muchos juguetes, peluches, biberones, pañales. Porque sabemos que quien está por llegar viene con ternura. La pequeñez, la delicadeza, la fragilidad de un bebé nos hacen llevar a casa muchas cosas que normalmente no tenemos. Nos mueven a pensar  en alguien más, que sabemos necesitará mucho de nosotros.
Cuando Dios entró en el mundo, cuando tomó nuestra naturaleza humana, quiso entrar como un bebé, pequeño, lleno de ternura. Quiso ser esperado nueve meses, en los corazones limpios de María y de José. Y la luz risueña de la gloria, Jesucristo, nació como ternura.
Es curioso, algunas aves establecen su nido en troncos huecos de los árboles, y al nacer sus polluelos, los acomodan mirando hacia el fondo, sin permitirles asomarse al exterior. Lo hacen para evitar que caigan en la tentación de volar antes de tener plumas fuertes en las alas. La única que se asoma al exterior es la madre. Si algún intruso se acerca al nido, la madre vigilante grita con todas sus fuerzas, y los polluelos se atemorizan, escondiéndose lo mejor que pueden en el fondo del nido.
Sólo cuando las alas de los polluelos se han cubierto de plumas largas y resistentes, la madre los incita a asomarse. Las pequeñas cabecitas de los polluelos avanzan juntas hacia la entrada del nido, temerosas de la luz, abiertos los ojos de pura curiosidad. Entonces la madre salta a cada una de las ramas cercanas, se posa en todo lo que está cerca, por raro que parezca. Vuela, y la luz del sol juega con sus plumas a inventar el color. Vuela, y sus alas luminosas abanican el aire que el sol calienta. Y los chiquitines miran absortos el espectáculo. Así les demuestra la madre, con su propia vida, que el mundo no es malo. Que se puede confiar en él; que se puede salir del nido y entrar en el mundo, jugando a volar.
Cuando un niño nace, la sonrisa materna lo acoge, le da la bienvenida, le asegura que el mundo no es malo. El cálido y fuerte abrazo paterno le hace sentirse seguro, sabe que no hay nada que temer, que se puede confiar en la vida, porque la vida es bella. Así nos enamoramos por vez primera de la vida y nos entregamos a esta aventura de alto riesgo.
Pero, fíjate bien, cuando nació Nuestro Señor Jesucristo, cuando Dios se hizo hombre, sucedió algo totalmente distinto. El niño Jesús recibió sonrisas, miradas, caricias, recibió la confianza del amor humano; pero no como prueba de la bondad del mundo. Eso ya lo sabía. Desde siempre, él que es la Sabiduría del Padre supo que el mundo es bueno. Él, que había creado cielo y tierra; él, autor de la vida; él, que había visto todo lo creado y vio que era bueno; él, que gobierna todo con firmeza y suavidad, no vino para que le mostráramos la bondad del mundo.
Él entró en el mundo para mostrarnos que Dios es ternura, y que se puede acariciar y amar. Entró como niño para mostrarnos con su llanto la bondad de Dios, que se compadece de nosotros. Con su risa nos mostró que Dios no es malo, y que se puede confiar en él. Con sus juegos, nos enseñó que Dios gobierna el universo y respeta todas sus leyes. Con su ternura nos pidió que lo esperáramos, con la misma firmeza alegre con que se aguarda a un hijo.
Vino una vez como niño, y nos dijo que vendrá de nuevo sobre las nubes con gran poder y gloria. Y así como los pájaros saltan entre las ramas de los árboles, avanzan en alas de viento, y cantan a la luz para mostrar a sus crías que el mundo es grandioso y bueno, así Cristo ha de venir sobre las nubes para mostrarnos que la vida celestial que Dios tiene preparada para los que lo aman es la mejor de todas. Cristo sobre las nubes nos enseña a enamorarnos a primera vista de la vida del cielo.
Y nosotros sabemos esperar con ternura a la ternura; pero no sabemos cómo esperar la majestad y el poder verdadero. No lo sabemos. La majestad y el poder verdadero son cosas que no vemos en nuestra vida, nosotros, acostumbrados a tantas pesadeces, violencias, ridiculeces y poderes falsos de dinero, soberbia y ambición. Nosotros no sabemos lo que es la majestad ni el poder verdadero, y por eso no sabemos cómo preparar su venida. Aguardemos entonces a Dios con ternura, pues la ternura es lo más parecido a la majestad y al poder verdadero. Sólo así, con ternura en nuestras vidas, prepararemos la venida del Señor con gran majestad y poder. Por eso el Señor nos manda fijarnos en la ternura de los brotes de la higuera, pues la ternura es el comienzo de la vida«Fíjense en el ejemplo de la higuera: cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, saben que el verano está cerca; pues lo mismo ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el Hijo del hombre ya está cerca, a la puerta».

viernes, 2 de noviembre de 2012

Lælia anceps: orquídea lirio de muertos

Lælia anceps es una orquídea epífita que se adhiere firmemente a los troncos de los árboles. Es una orquídea fuerte y resistente. Al finalizar el otoño se abren tres o cuatro flores en la punta de su larga vara floral, que exhalan un muy delicado aroma semejante al de la miel.



domingo, 28 de octubre de 2012

"Rabboni, ut videam"

Dominica XXX per annum

Cuando nacemos, tenemos los ojos cerrados. Nuestros párpados guardan celosamente los débiles ojos para protegerlos de la luz. Lentamente los ojos se acostumbran y comienzan a ver confiados la grandeza del mundo. Ver es una de esas pequeñas acciones elementales de la vida. Ver nos hace más grandes. Ver es correr con el alma. Abres los ojos y tu alma corre como un niño pequeño que se suelta de las manos de sus padres y se apresura a arrojarse sobre el campo grandioso del mundo. Nacemos sin ver la luz porque Dios no ha querido privarnos del gozo de verla por primera vez. Y Dios ha querido que una y otra vez seamos ciegos para tener una y otra vez el gozo de volver a ver.
Cuando nos acercamos a nuestro prójimo, todo inicia con ceguera, mendigando ayuda, apostados a un lado del camino. Sabemos casi nada de los demás. Lentamente nuestros ojos se abren a la luz que brilla en los ojos del prójimo y que nos llama a buscar el interior del corazón, con todas sus posibilidades y oportunidades. Entonces el amor es ya posible, pues a través de la mirada entramos en el camino, buscando la fuente de lo mejor que hay en cada hombre.
Las vidas de los hombres serían menos difíciles si cada uno pudiera ver lo que hay en el corazón de su prójimo. Un monje se hace sabio a través de la soledad, del silencio, de la contemplación de la verdad y sus misterios. Pero comienza a ver más cuando ama, pues amar es mirar por dentro. Una madre mira todo lo que hacen sus hijos, pero comienza a amar cuando mira por dentro, cuando intuye sus necesidades, preocupaciones y dolores, sus ilusiones y esperanzas. Un padre de familia sabe todo lo que debe proveer, conquistar, alcanzar, pero sólo cuando ama sabe verdaderamente qué necesitan su esposa y sus hijos.
Algo así sucede también con el conocimiento de Dios. Nosotros no hemos visto su rostro; más bien, lo primero que tenemos ante nuestros ojos es una gran ceguera. Por eso es comprensible que muchos nos pregunten ¿qué será de Dios, pues no lo vemos? Dios ha querido que en el tiempo presente nuestros ojos no lo vean para no privarnos del gozo de irlo encontrando entre las sombras del mundo. Nosotros no hemos visto a Dios, y sin embargo su rostro está en el anhelo del alma como una luz que nos anima a buscarlo, pero a buscarlo dentro de él, pues como el corazón del hombre, también Dios es un abismo de interioridad. Sólo cuando se entra en el corazón del prójimo y sólo cuando se entra en el corazón de Dios, podemos decir que hemos dejado de ser ciegos. Eso es el amor. Que Dios nos conceda abrir nuestros ojos hacia el interior del prójimo y hacia el interior de Dios, así seremos capaces de amar, pues amar es mirar por dentro.

viernes, 5 de octubre de 2012

"Bonitatem et disciplinam et scientiam doce me", 6: San David Uribe


«Una de las mayores preocupaciones del Excmo. Señor Obispo Campos y Ángeles, luego que tomó posesión de la Diócesis de Chilapa, fue su Seminario, al que encontró con serias deficiencias en todos los órdenes. Tuvo el encomiable acierto de traer a los Padres Eudistas para que hicieran del Seminario un centro de formación de sabios, santos y, por ende, celosos ministros del Señor.
Los Padres franceses no defraudaron las esperanzas del Prelado. El Obispo les dio luz verde para que utilizaran cuanto recurso estuviera a su alcance. Eran relativamente pocos para tan ardua tarea y solicitaron la ayuda del alumno de Teología David Uribe para que, sin descuidar sus estudios, ayudara en la disciplina y en las clases.
El joven Uribe había alcanzado una madurez excepcional, un gran sentido del deber, y Dios le había dado una capacidad intelectual fuera de lo común. Así pudo, en un tiempo relativamente corto, mejorar considerablemente la disciplina del Seminario con energía y suavidad. Sus clases eran amenas y profundas. Sabía despertar en los estudiantes la afición al latín y a la literatura. El estudio del latín es, cuando menos, una verdadera gimnasia intelectual.
El ejercicio del magisterio fue para David una formidable preparación para el ejercicio de la predicación. Sabría más tarde exponer la verdad uniendo felizmente la elocuencia y la profundidad de la doctrina.
El siguiente hecho nos revela cómo sabía David llevar la disciplina: un seminarista causaba serios desórdenes y nadie podía hacer nada para que abandonara su actitud. Se acercó David y le dijo, mirándolo fijamente: “¿Qué le pasa, Don, qué le pasa?” Y eso bastó.
Es justo destacar que, a pesar de ayudar en la disciplina y en el magisterio, David no interrumpió sus estudios de Teología; siguió obteniendo los primeros lugares en los exámenes, y en muchas ocasiones fue escogido para presentar examen público».

Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.