viernes, 4 de octubre de 2013

In festo Sancti Francisci


Francisco inició su aventura con la vida cuando era muy joven, apenas un muchachito. Sus padres habían gastado sus fuerzas por asegurarle un futuro. Quisieron poner los cimientos para que el chiquillo un día pudiera conquistarse un buen nombre. Pero Francisco sabía muy poco de la vida. La ocasión se dio cuando había que ir a la batalla. Sus padres le dieron todo lo necesario, un modesto equipaje, algo de protección. Y esperaban que el joven volviera cargado de hazañas, y tal vez hasta alcanzara un título de nobleza. Así el joven Francisco se enroló para la guerra.
En la noche de Espoleto, la vigilia de la batalla, Francisco no duerme. Una extraña fiebre invade su cuerpo y lo hace languidecer. No extraña ni a su padre ni a su madre. Pero extraña el calor de su hogar y de su manera de vivir. Y su cuerpo se inventa el calor. Arde de fiebre. Y de cobardía. Francisco tiene miedo.  No imagina su piel impecable marcada por las cicatrices de sus hazañas.
Volvió a casa, derrotado y sin haber entrado siquiera en la batalla. Las voces susurran que Francisco es un cobarde. Que tuvo miedo. Que no pudo. ¡Valiente el hijo de Pedro Bernardone! Francisco apenas oye las chismosas voces; pero el veredicto implacable de su conciencia le grita en el alma que es un cobarde.
Paseando por los caminos, por pura casualidad, Francisco ve pasar a un leproso. Y la repugnancia le eriza la piel. Pero pronto descubre que tiene ante sí la ocasión de acallar las voces. Salta del caballo, que con tantos sudores le compraron sus padres, y armado de valor y fortaleza, besa al leproso. Se venció a sí mismo, venció los rumores, y la curiosa hazaña se contó entre carcajadas callejeras.
Poco sabía Francisco acerca de la vida. Había de recibir como herencia la pequeña empresa de su padre, su modesto negocio de telas francesas, a las que debía su nombre. Pero Francisco no acepta la dura ley de la vida que demuestra que entre camaradas, entre amigos, entre hermanos, se despilfarra y se derrocha el patrimonio, mientras que de padres a hijos se hereda. Francisco no acepta su herencia. Lleno de furor comienza a repartir las telas del negocio de su padre entre mendigos y menesterosos. Ya no quería tener un padre, pues sabía que tarde o temprano él mismo tendría que convertirse en padre.
Muchos años pasaron. Francisco va al Alvernia, el monte santo. El Alvernia era un frasco de alabastro que contiene un perfume, el perfume de la fe, que no es de ricos ni de pobres, sino de quien va a morir a sí mismo. El Alvernia guarda el perfume de confianza de flores que se abren sin que jamás los hombres las hayan visto. El aroma del Alvernia es un bálsamo secreto que mana de árboles misteriosos que ungen manos, pies y el  alma de quien va a morir.
Doce días antes de la solemne fiesta del Arcángel San Miguel, Francisco siente que una misteriosa fiebre lo invade. Quiere experimentar en su carne y en su alma las profundas heridas del más noble soldado que el mundo ha conocido. Quiere experimentar en su carne y en su alma el tremendo dolor del más glorioso certamen que jamás se haya cantado sobre la tierra. Y Francisco implora, gime, suplica, arde, hasta que aparece el ilustre soldado. Lo envuelve la fiebre de su amor que lo hace arder como un serafín. La misma fiebre que le dio eterna victoria. Allí está el más valiente soldado: es un leproso.
El serafín se acerca y besa las manos, los pies y el corazón de Francisco, dejando impresas en ellos sus llagas eternas, las más negras, las más rojas, las más luminosas porque son las llagas de la lepra de Dios, la lepra del hombre, la lepra de la Iglesia. ¿Puede la venenosa herida de la muerte germinar en fiebre de vida?, ¿puede la hiel convertirse en el vino mejor?, ¿el pecado en amor?, ¿el dolor en redención? ¿la lepra en insignia de la gloria? En esas llagas eternas todo es posible, todo se transfigura y se transforma, todo encuentra su razón de ser, todo se reencuentra: la fragilidad y la fuerza, la muerte y la vida, la pasión y la victoria, la casualidad y la gracia, la reprobación y la predestinación, la fiebre del hombre y el ardor de Dios.
De detrás de su roca salta el hermano León mientras Francisco se desvanece, como un fantasma de sí mismo, icono radiante de Cristo crucificado. «¡Padre Francisco! Ya no puedo seguir llamándote hermano...»
Que Dios nos conceda morir a nosotros mismos, para llevar en nosotros las llagas de Cristo, la eterna lepra de la Iglesia que transfigura nuestra aventura con la vida. Bienaventurado Padre Francisco, ruega a Cristo por nosotros.