sábado, 19 de abril de 2014

Surrexit Dominus vere. Alleluia, alleluia.

Sabbato sancto

Sin duda los delfines son cetáceos misteriosos. Su célebre inteligencia nos entusiasma. Son fuertes mamíferos que habitan en su mayoría en aguas saladas, y acostumbran mantenerse siempre cerca de la tierra firme. Suelen nadar en grupo y ayudarse mutuamente para encontrar alimento y proteger a sus crías. Cuando los delfines nacen, reciben de su madre leche a chorros, y los miembros de la manada los rodean de modo que ellos juegan en el centro del grupo, y así tonifican sus cuerpos para la vida en el mar.
Son los delfines amigos de los hombres. Muchas historias de marineros cuentan de embarcaciones en peligro de naufragio que fueron guiadas por delfines hasta encontrar tierra firme, salvándoles la vida. Y así, los delfines son imagen de Cristo, buen amigo del hombre, que nos guía a través del mar de este mundo a un puerto seguro, a la tierra firme de la vida resucitada.
Y también son figura de nosotros los cristianos. Una antigua leyenda cuenta que un dios viajaba en una embarcación vestido de majestad y esplendor. Un grupo de piratas vio su nave y, pensando que se trataba de un noble príncipe, quisieron atacarla para despojarlo de sus riquezas y venderlo como esclavo. Asaltaron la nave y sometieron al príncipe. Pero cuando ya se alegraban de su botín, el príncipe se transformó en un león rugiente que rompió las ataduras que lo tenían subyugado. Los piratas aterrorizados se arrojaron al mar, y suplicaron al dios por su vida. Entonces tuvo compasión de ellos y los convirtió en delfines, ordenándoles que en adelante su vida entera estuviera consagrada a ayudar a los hombres que se encontraran en medio de los peligros del mar.
Fíjate bien, el Señor Jesús, Dios verdadero, se entregó a sí mismo en nuestras manos para ser clavado en la cruz, y después de haber atravesado la muerte, como león victorioso se ha levantado del abismo, ha roto las cadenas de nuestra esclavitud, nos ha sumergido en las aguas del bautismo y nos ha transformado en creaturas nuevas. Los nuevos cristianos, como jóvenes delfines, son alimentados con la leche de la fe, la esperanza y el amor, mientras se fortalecen para la navegación cristiana. Y así la Iglesia es una sabia familia de delfines. Hemos sido perdonados por Cristo, a nuestra vez hemos de hacernos como él, amigos del hombre para socorrer a todos los que están en la tribulación. 

viernes, 18 de abril de 2014

"Ecce mater tua"

Feria VI in Parasceve

Cuando Jesús tenía doce años, fue presentado en el Templo del Señor. Los jóvenes israelitas comenzaban a cumplir a esa edad las prescripciones de la Ley y por eso Jesús emprendió también ese peregrinaje. Subió con sus padres al templo santo de Jerusalén. Al regresar, entre el gentío de las caravanas, María pensó que su muchachito iba con José, y así prosiguió tranquila, orando en el secreto de su corazón, pensando en Jesús a quien esperaba muy pronto volver a ver. Una dolorosa sorpresa traspasó su alma cuando, al ver a José, no vio con él a su Hijo.
Es curioso, muchas de las más delicadas hortalizas crecen a ras de suelo, y junto a ellas pasan algunas sabandijas ponzoñosas, y sin embargo, no se contagian del veneno porque en su bondad no cabe afinidad con veneno alguno. Así era la Madre de Dios. María no guardaba ningún veneno en su corazón. Si Jesús no estaba con ella, confiaba ciertamente en que estaría con el Señor San José. Es que la Virgen supo siempre encontrar a Dios en su amado esposo. Sabía que Dios estaba con él, y no tenía celos ni envidias del amor que el  joven Jesús tenía por él. Pero fue grande su dolor al no ver a Jesús con José.
Dios es un viñador que limpia los sarmientos para que den más fruto. Pero María ya había dado el fruto más excelente. ¿Qué necesidad había de dolor? Sin embargo, quiso Dios hacerla experimentar el dolor de perder a Dios, el dolor de no poder estrecharlo entre sus brazos. Quiso hacerla probar tan grande dolor para aumentar el brillo de los méritos de su amor. El dolor de María no era por el peso del pecado—ella que había sido concebida sin pecado—; su dolor era por la gloria del amor.
Esta tarde, en que ha muerto Jesús, nos mira la Madre de Dios. Nos mira buscando a Jesús en nuestra caravana y nos pregunta por él. Quiere encontrar en nosotros a Jesús, ella que, sin ningún veneno que nublara su vista, siempre ha visto a Dios en nuestras vidas. Pero Jesús esta tarde no está con nosotros. Lo hemos perdido. Y su pérdida resume todos los momentos de nuestra vida en que nos hemos sentido lejos de Dios. Jesús ha muerto en esta tarde y nuestro corazón llora por él, como se llora por el Hijo único, como se llora por el amigo del corazón, como se llora por el amor del alma. Y nuestro llanto es llanto de asesinos. Él murió por nosotros. Murió porque su amor no soportó nuestras lejanías, esas distancias infinitas que llamamos pecados.
La Virgen Madre lo busca entre nosotros y, sin veneno alguno, se compadece de nuestras miradas despiadadas, de nuestras crueles manos que taladran vidas, de nuestros pasos que caminan sin Dios, de nuestros corazones que matan. Dinos, Señora, dónde hemos de encontrar al amor.
Un Doctor eminentísimo, un gran amigo del alma, enseña con toda verdad que las penas y las aflicciones en sí mismas ciertamente no pueden ser amadas. Pero vistas en la voluntad divina se hacen infinitamente amables. Es como cuando un médico nos presenta remedios y medicamentos amargos y nosotros sentimos mucho disgusto, pero si nos los da una mano querida los recibimos con confianza, pues el amor mitiga la amargura y la aspereza de la vida. ¿Cómo habría podido la Virgen Madre contemplar a su Hijo amado muerto en una cruz, sin enloquecer de terror ante toda la maldad de que el corazón del hombre puede ser capaz? ¿Cómo habría podido sentir compasión de nosotros que extraviamos en la muerte al Hijo que ella con tanto amor dio al mundo? ¿Cómo habría soportado tanta pena si no fuera porque su corazón recibía todo de la mano de Dios y de su amada voluntad? En verdad, nunca hubo tanto dolor porque nunca hubo tanto amor, pues que es gloria del amor adornarse de dolor y el amor crece cuando el dolor lo ensancha.
Virgen Madre del amor enséñanos a mirar la amada mano de Dios en nuestras penas, y a mirar a Jesús en nuestros hermanos para no perderlo jamás por el pecado. Y si el pecado nos hace perderlo y olvidarlo, acompáñanos en el camino de regreso al templo santo de Dios, que es la Iglesia, para que allí lo encontremos viviente, eternamente sabio, ocupado de las cosas de Dios Padre, ocupado en las cosas del perdón, ocupado en la ciencia del amor.

jueves, 17 de abril de 2014

"Hoc est corpus meum, quod pro vobis tradetur"

Feria V in cœna Domini

Dios está siempre cerca de nosotros. Si por un instante Dios se apartara de nosotros, toda nuestra vida se disolvería en la nada. Dios está muy cerca de todas sus creaturas. Pero ha querido estar cerca de nosotros de maneras más excelentes. Fíjate bien, Cristo entró en el mundo en una noche de paz. El Verbo de Dios, luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, inició su sacerdocio en una larga noche, noche de nueve meses de vida oculta en el claustro virginal de María. Esa noche fue una larga noche de paz, en medio de las persecuciones y trajines humanos. En esa noche santa, muchos corazones se agitaban. El corazón de un tirano dio un vuelco de temor arrogante, mientras los corazones de unos pastores se estremecían de tierna alegría y las mentes de unos magos intuyeron una sabiduría inaudita. La profunda voz de Dios resonó esa noche como el llanto de un recién nacido. Y la noche del mundo se conmovió entrañablemente. Con todo, Cristo entró en el mundo en una noche de paz.
La Virgen Madre había tejido con el hilo de su sangre inmaculada la carne del Hijo de Dios, su primer vestido sacerdotal. Esa carne pequeña, esa casi nada, era la primer hostia del sumo y eterno Sacerdote: «Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes». Y cuando la Virgen Madre le daba un cuerpo que fermentaba como masa del Reino, Cristo sabía muy bien por quiénes iba a dar su vida y quiénes comeríamos de su cuerpo. Con toda verdad enseña el Crisóstomo que «los ladrones que comparten la misma sal no tratan ya como enemigos a aquellos con quienes comen, sino que basta la mesa para transformar sus costumbres y para hacer más mansos que los corderos a esos hombres que normalmente son más crueles que las bestias feroces. Nosotros, en cambio, sentados ante una gran mesa y gustando un alimento divino, nos armamos los unos contra los otros, en vez de unirnos, de tomar todos juntos las armas y arrojarnos contra el diablo». Cristo sabía de nuestros pecados, y sin embargo nuestras maldades no turbaron la paz de su noche amante. Y esa noche entregó su cuerpo en nuestras manos.
Hubo otra gran noche: la noche en que un discípulo se inclinó para escuchar el corazón del Maestro, la noche en que Dios se entregó en nuestras manos, la noche en que el hombre comió por vez primera el Pan de los ángeles. Ésa fue también una noche de paz. En esta noche Judas no duerme; corazones de otros tiranos tiemblan de temor; nuevamente se inquieta el tumulto de la mente de los sabios, tratando de adivinar la sabiduría de Dios que esconde su gloria detrás de su misterio: «Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?». Pero la sabiduría nunca lleva prisa: «lo comprenderás más tarde».
Ahora, antes de entregarse a su Pasión quiso, en otra noche de paz, iniciar su sacerdocio en nosotros. En esta noche santa, el Hijo de Dios miró con amor y eligió a cada uno de quienes habríamos de formar su cuerpo sacerdotal, buenos y malos. Sin perder la paz de su misericordia, Cristo nos eligió y nos hizo sacerdotes con su palabra de amor: «Cada vez que hagan esto, lo harán en memoria mía».
En estas dos noches Cristo pensó en ti y en mí. Piensa tú en él en esta noche, vela con él. Él ha velado siempre por ti, y ha anhelado desde siempre el poder estar más cerca de ti. Desde la noche en que Adán se alejó de la luz de la gracia, Cristo preparaba esta noche, noche en que el hombre vuelve a estar cerca de Dios, noche en que el hombre vuelve a nutrirse de Dios, noche en que el hombre toma la forma de Dios.

En estas dos noches, Cristo nos mostró la forma del amor. Cristo se acurruca, se dobla sobre sí mismo, como un niño en el seno materno. Cristo se pliega y repliega a los pies de sus discípulos para mostrar en su cuerpo entregado la forma del amor. El amor tiene forma de hombre puesto a los pies de sus hermanos. El amor tiene la forma de un Dios que se pone a nuestros pies. Tiene la forma de un niño que está a punto de nacer, porque en esta noche Dios está a punto de nacer y nosotros, que somos su cuerpo, naceremos con él.