domingo, 12 de octubre de 2014

“'Amice, quomodo huc intrasti, non habens vestem nuptialem?'. At ille obmutuit".


Dominica XXVIII per annum

Hace poco hablaba a nuestros novicios acerca del sentido de nuestro hábito monástico. En primer lugar, nuestro hábito es una modesta ermita que sirve para el recogimiento y la separación del mundo. Es una clausura que impide que nuestros pasos se extravíen por caminos erróneos. Es un claustro que peregrina con nosotros a donde quiera que vayamos. El hábito de los monjes es un don que se recibe. No se compra en ningún negocio del mundo. Su estilo anacrónico, fuera de época, más que a una moda nos une a los Padres que nos precedieron, nos hace hermanos herederos de una tradición que recorre los tiempos cristianos.
El hábito es también un signo de Cristo, en quien está oculta toda nuestra vida, pues cuando él pasó por nuestra vida y nos vio—los últimos de sus hermanos—desnudos de su gracia, se compadeció y nos vistió de su divinidad bendita. Cristo es nuestro vestido. Él es nuestra vida y nuestra gloria, como dice el Apóstol: «Ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vida de ustedes, se manifieste, también ustedes serán manifestados con él en la gloria».
Pero hay otras razones para amar el hábito monástico. Un monje que usa el hábito no tiene ya que preocuparse por lo que ha de vestir. Busca más bien el Reino de Dios y su justicia. Recuerdo que alguna vez he visto el cambio de caracol de un cangrejo ermitaño. Los ermitaños, como es bien sabido, son cangrejos un poco particulares. Cambian de exoesqueleto como los demás cangrejos, pero utilizan un caracol vacío para cubrir su blando vientre. Por ello, cuando llega el tiempo en que han crecido, se vuelven muy vulnerables, y encontrar la concha adecuada resulta cuestión de vida o muerte. Incluso, como los ermitaños en realidad viven en colonias, muchas veces tienen que pelear con otros cangrejos por la misma concha. Y bien, cuando finalmente encuentra la concha que le ha de servir de ermita, el cangrejo se muda rápidamente y recomienza la vida. Luego irá a las bodas.
Fíjate bien, normalmente cuando se asiste a una boda hay muchos detalles que cuidar. Y entre los muchos detalles hay que responder a la pregunta que surge implacable: «¿Qué me pongo?» Cada invitado debe cuidar con esmero su mejor aspecto. La elegancia y la distinción son normas naturales a la hora de elegir qué ponerse. Pero es siempre un alivio ponerse a pensar que no podemos ir mejor vestidos, con más formalidad y pureza que los novios. Esto es ya una ayuda para no tomarnos demasiado en serio. «El siervo no es más que su patrón». Ahora bien, seguramente más de uno de nosotros se esmeró mucho en elegir su ropa esta mañana. Si después de todo descubriera que entre los presentes alguien viene vestido exactamente igual probablemente se sentiría incómodo. En una boda real nadie querría ir vestido igual que otro invitado. Pero lo que tienen en común los vestidos de los invitados es que todos deben tener al humildad de no ser tan majestuosos como el vestido de los novios. Es que el vestido de los invitados a bodas es la humildad. Pues bien, hoy escuchamos una parábola acerca de un hombre que entró a una boda sin llevar el vestido de bodas. Y nos espanta la severa inspección del protocolo y la etiqueta. Al menos ha de tranquilizarnos el saber que no tenía que ir mejor vestido que nadie. Sólo necesitaba un traje de fiesta. Igual que el que prefirió su campo y no fue a las bodas, igual que aquel que no quiso ir por atender sus negocios, igual que los que se echaron encima de los criados y los mataron, el hombre que no tenía traje de bodas no tenía humildad. Su silencio mudo era arrogancia y orgullo. La arrogancia con que se mata a los niños en el seno materno, pequeños criados de Dios que no hacen otra servidumbre que venir a invitarnos a las bodas de Dios. El orgullo con que se prefiere un campo mundano sembrado de venenos. La arrogancia de negocios insaciablemente sucios.
Por eso el Apóstol San Pablo nos instruye acerca de la humildad con que hemos de vestirnos para las bodas de la caridad: «Yo sé lo que es vivir en pobreza y también lo que es tener de sobra. Estoy acostumbrado a todo: lo mismo a comer bien que a pasar hambre; lo mismo a la abundancia que a la escasez. Todo lo puedo unido a aquel que me da fuerza». Así pues, sabiéndonos hijos de Dios, vistamos humildemente la infinita riqueza de su amor.