domingo, 29 de marzo de 2015

"Acceperunt ramos palmarum et processerunt obviam ei"


29 marzo 2015
Dominica in palmis

Muchos árboles ofrecen sus frutos generosamente para que se nutran de ellos los demás vivientes. Pero muchos de ellos, si nadie les corta sus frutos, los guardan por mucho tiempo. Cuando esto sucede, el árbol reúne casi todas sus fuerzas para mantenerlos en buen estado, salvándolos de la corrupción y la podredumbre. Los frutos se conservan así por mucho tiempo; pero el árbol que los guarda se avejenta. Como todas sus fuerzas las concentra en conservar sus frutos, nada invierte en echar brotes nuevos y renovar sus hojas. Luego hasta se olvida de florecer. En esos casos, el buen horticultor deberá podar el árbol, cortar todos los frutos, y abonarlo, para que el árbol envejecido se renueve al recibir nueva luz y alimento.
Algo así era nuestra humanidad bajo el signo del pecado. Envenenada de muerte porque Adán mordió la desobediencia, todos sus frutos habrían de acabar en la corrupción de la muerte. Y todas las fuerzas de nuestra humanidad ninguna otra cosa buscaron más que conservar esos pobres frutos. Y mientras nuestra humanidad buscaba ansiosa hacer durar sus frutos, ella misma envejecía.
Fíjate bien. Hoy el Señor ha venido a podar nuestra humanidad. Quiere arrancarnos los frutos de desobediencia que conservamos en la loca carrera por perdurar a pesar de la muerte. El Señor poda nuestras ramas envejecidas y abre nuestros brazos a la nueva luz de sus divinos misterios. Por eso hoy agitamos ramos mientras Cristo pasa sobre ellos como sol victorioso que nos llena de luz y alimento nuevos. Niños hebreos y una muchedumbre gozosa aclamaron en este día con ramos de olivo y con palmas al Señor. Esos niños eran ya la primavera eterna que Cristo trajo a su Iglesia. Eran los brotes nuevos para las fiestas nuevas, las fiestas de la gracia.
Fíjate bien, en estos días, en que la Iglesia atraviesa la gran tribulación y en que tantos cristianos son inmolados por el odio a la fe, no podemos olvidar que ellos como nosotros formamos el cuerpo de Cristo: «Mas aquel amorosísimo conocimiento, que desde el primer momento de su encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino—enseña la Iglesia—, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana, porque, en virtud de aquella visión beatífica de que disfrutó, apenas recibido en el seno de la madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico. ¡Oh admirable dignación de la piedad divina para con nosotros! ¡Oh inapreciable orden de la caridad infinita! En el pesebre, en la cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo ve ante sus ojos y tiene a sí unidos a todos los miembros de la Iglesia con mucha más claridad y mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí mismo».
La sangre de los mártires son brotes de vida nueva para la Iglesia. Por ello, la suerte de los mártires no puede ser ajena a nosotros, como tampoco lo fue para Cristo, pues en verdad él tuvo una inmensa solidaridad con los miembros de su cuerpo místico, cuando sin herida aparente derramó sangre en Getsemaní, padeciendo en anticipo cuanto habrían de padecer sus mártires y todos sus fieles. Y así, él era ya en Getsemaní apedreado en Esteban, crucificado en Pedro, decapitado en Pablo, quemado en Lorenzo, odiado en cada uno de sus hermanos, frutos nuevos de su Pasión, testigos de su sangre y de su amor. Porque «éste es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de pies y manos en Isaac, el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido en José, expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero, perseguido en David y deshonrado en los profetas. Éste es el que se encarnó en la Virgen, fue colgado del madero y fue sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo». Antes, pues, de ser clavado con clavos, él ya estaba unido a nosotros por el amor, crucificado en la cruz de nuestra carne por su misericordiosa encarnación.