domingo, 7 de junio de 2015

"Quæ est mater mea et fratres mei?"


Dominica X per annum

Con frecuencia los polluelos de las aves nacen todos más o menos al mismo tiempo. Pero también suele pasar que uno nace un día y al día siguiente nace otro, y luego, pasado otro día, nacerá otro, y al otro día, el último. Y si consideras que en los primeros días de nacido cada polluelo llega incluso a duplicar su tamaño de un día para otro, bueno, cuando nazca el último, el primero será monstruosamente mucho más grande que él, corriendo el riesgo terrible de que el más pequeño muera aplastado o que al momento en que los padres vengan a ofrecer comida, simplemente el más grande logre estirar más el pescuezo para acosar a los padres y recibir el alimento. Algunos pájaros se esfuerzan por ser muy igualitarios, de modo que se las ingenian para llegar al polluelo más pequeño, atravesando los gritos de asedio de los mayores, y así lo alimentan y poco a poco emparejan el tamaño de las crías.
Entre las rapaces, en cambio, sucede a menudo que la madre tiene un predilecto, que escoge sin que nosotros comprendamos exactamente por qué. Y si escasea el alimento, la madre no dudará en sacrificar a los otros para alimentar al predilecto. Lo cierto es que, a la hora en que el aguilucho se convierta en un ave fuerte, se marchará del nido sin decepcionar por ello a la madre ni causarle dolor. Es más, muchas aves ahuyentan a picotazos a las mismas crías por las que pusieron en peligro sus vidas, precisamente cuando ya son capaces de conservar la vida y volar.
Nosotros los humanos también conocemos la predilección. No somos igualitarios en el afecto. Un vínculo especial nos une a nuestros parientes, y esperamos de ellos mucho más que de otras personas. Algunos amigos ocupan un lugar muy especial del corazón. Y nuestro corazón se ensancha en la medida en que ellos lo pueblan. Somos más afectuosos con unas personas que con otras. No somos igualitarios en el afecto, no podemos serlo.
Con toda verdad un célebre predicador enseña que cuando mostramos nuestro cariño a las personas, «queremos que estén a la altura del ideal que tenemos de ellas; queremos que desarrollen las buenas cualidades que hemos descubierto en ellas; queremos que aprecien las mismas cosas, las mismas personas, que nosotros. Y si forma parte de nuestro trabajo diario influir en otras personas, casi inevitablemente nos hacemos más afectuosos con unas que con otras. El maestro tiene sus alumnos favoritos; la madre incluso descubre que tiene favoritos entre sus propios hijos, aunque tiene mucho cuidado de que nadie se dé cuenta de ello. Lo más común en el mundo es ser afectuoso con alguien, y por esta razón intentar influir en él en la buena dirección; ilusionarnos con ello, hacer planes al respecto. Y en la medida en que te haces viejo y te queda menos vida propia por vivir, eres más propenso que nunca a vivir en las vidas de otras personas: el padre en el hijo, el maestro en su alumno inteligente, el sacerdote en las almas prometentes, y así sucesivamente».
Alguien me dijo una vez: «¿Sabes qué pasa cuando un tonto se rasura la barba? Bueno, vas al lavabo y miras el espejo lleno de venditas». Es chistoso, pero en realidad es algo que nos sucede a todos. Al enfrentarnos con la dificultad de curar nuestras propias heridas, ponemos la venda en el espejo. Y nos resulta más fácil arreglar la vida de los demás, vivir la vida de los demás… sobre todo cuando hay menos remedio a los achaques de la nuestra. Todo eso es muy obvio, pero precisamente por eso fácilmente nos decepcionan las personas que queremos.
Ciertamente, enseña un predicador, el Señor Jesús experimentó también esa decepción; pero no a la manera como nosotros la experimentamos, como algo que no esperábamos, algo que no sabíamos que ocurriría. En su ciencia perfectísima el Señor sabía que sería traicionado y sabía quiénes no creerían en él. Sin embargo, quiso probar el sentimiento tan nuestro de la decepción cuando sus parientes no creyeron en él, precisamente ellos que deberían sentirse más orgullosos de él. Y seguramente entre aquellos de quienes dijo: «Éstos son mi madre y mis hermanos», se encontraban muchos que no estarían con él en la cruz. Esos mismos serían un reino, una familia dividida por el miedo, el abandono, la traición. Es que en este sentimiento de decepción está toda la historia de nuestra humanidad y de la Iglesia. Desde Adán hasta nosotros. Pienso en esto cuando leo muchos de los ataques a la Iglesia por los que no creen. Hay un sentimiento rencoroso, oscuro, hasta morboso, por el hecho de que también la Iglesia decepciona. Es verdad, no siempre cumplimos la voluntad de Dios. Y sin embargo, una cierta ternura afectuosa me viene al pensar que también los que reprochan a la Iglesia su decepción, también ellos han decepcionado una y otra vez el afecto de los suyos. También han mentido o se han dejado arrastrar por mitos que no han comprobado con sus ojos, también han fallado y han traicionado sus principios, también han sido intolerantes con quienes no piensan como ellos: también han pecado. Dios santificó el sentimiento de decepción al haberlo atravesado todo entero, bebiendo su cáliz. Y lo hizo porque sabe muy bien que no podemos dejar de decepcionar: algo de nosotros puede ser mejor pero rara vez cambia del todo. Lo hizo también porque sabía que nuestro afecto no puede dejar de decepcionarse, porque tus padres y hermanos dejan de creer en ti, o el hijo predilecto emprende malos pasos, el amigo del corazón se aparta, o el aspirante a discípulo deja el arado y mira hacia atrás. No podemos dejar de decepcionarnos. Y sin embargo nuestro afecto desilusionado tiene aún mucho que enseñar, como el afecto decepcionado de Cristo todavía hoy nos enseña a amar y creer en nuestra humanidad.
Eso nos diferencia de los demonios. Ellos no se dividen por la decepción, pues nunca esperan nada bueno de los suyos. Su amistad y unidad siempre encuentra lo que busca: hacer peor al otro y por eso no esperan nada bueno ni de los hombres ni de los mismos demonios. Nunca se decepcionan. Que no sea así entre nosotros. Esperemos lo mejor de los demás, aunque nos decepcionen. Demos siempre lo mejor de nosotros, aunque siempre decepcionemos.