martes, 18 de agosto de 2015

Diaethria clymena


«El caminante que bebe un trago de vino para avivar el espíritu y refrescar la boca, aunque por esto se detenga un poco, no interrumpe el viaje, antes bien cobra fuerzas con qué llegar más pronto y descansado, y si se detiene es para caminar mejor». A. Saudreau


domingo, 2 de agosto de 2015

"Et ecce angeli accesserunt et ministrabant ei"


In solemnitate BVM Reginae Angelorum

Si entraras en una habitación oscura de un viejo castillo abandonado, lo primero que necesitarás es un poco de luz. Si luego recuerdas que tienes una cajita de cerillos, seguramente la buscarás en tus bolsillos para encender uno cuanto antes. Si entonces descubres que sólo tienes un cerillo, el que acabas de encender, tu vista se apresurará a buscar una vela donde puedas alojar y alimentar el pequeño fuego que tienes entre las puntas de los dedos. Mirarás el suelo, por si acaso hay algo que te pueda hacer tropezar y caer. En fin, si enciendes un cerillo en una habitación tenebrosa, te ocupas de explorar lo que hay a tu alrededor. Creo que difícilmente te quedarías contemplando la luz que estalla despeinada cuando el fósforo se enciende y luego se ordena vertical para ascender al cielo. Tal vez si te quedas contemplando la solemne presencia de la luz y su decidido avance, fríamente azul, hacia tus dedos, francamente pierdes tu tiempo y tu único cerillo.
Algo así sucede en la vida espiritual. Cuando Dios enciende su luz en nuestro interior, lo primero que hay que hacer es mirarnos por dentro, buscar una lámpara donde alojar el pequeño fuego que se ha encendido y, entre nuestras sombras que lo invaden todo, hay que habitar con nosotros mismos. Cuando Dios enciende su luz en nuestro interior, distinguimos en la penumbra algo de lo que puede hacernos tropezar y caer, la presencia amenazadora de lo que suele hacernos daño, y finalmente esa batalla constante que hacen las sombras a la luz. Y si la luz se apaga, todas nuestras seguridades de nuevo nos abandonan. Vamos, hasta nuestra sombra nos abandona cuando la luz se apaga. ¡Necesitamos tanto la luz! Sobretodo la luz interior que Dios enciende. Hasta para ver nuestras sombras la necesitamos. Pero una vez encendida no tenemos tiempo para ella. No tenemos tiempo para mirarla. Nuestros ojos apenas la toleran. La miras fijamente unos instantes y te queda un recuerdo alucinante, extraño, que te obliga a cerrar la mirada y a esperar a que tus ojos la olviden. No tenemos tiempo para la luz. Ni tiempo ni mirada. Más bien nosotros miramos lo que la luz ilumina y en eso se va nuestro tiempo.
También sucede algo así con los ángeles. Decimos que los ángeles son luz. Y en verdad lo son, pero nosotros no tenemos más que tiempo que se nos escapa, y no tenemos mirada para esa luz. Vemos lo que ellos iluminan, pero no los vemos a ellos. Ellos templan la claridad de su gloria para  estar con nosotros.
Es curioso, Jesús fue al desierto, empujado por el Espíritu. Pero allí en el desierto no estaba solo. Quien quiera ir al desierto a buscar a Jesús, bien pronto se dará cuenta que allí Jesús no está a solas. El diablo está allí con él y con él platica como la luz platica con las sombras en un castillo nocturno. Dice la Escritura que allí en el desierto el diablo tentó a Jesús. La prueba era la llaga abierta de su hambre, pero Cristo la venció, abriendo sus llagas a la sed que le hizo manar sangre y agua. La prueba era arrojarse desde el templo al vacío de la idolatría, pero él fue más allá y descendió hasta el abismo de nuestra muerte. La prueba era un monte tan elevado que hacía mirar todos los reinos de la tierra, pero él subió más alto, subió hasta la cruz, que abre la mirada al reino de los cielos. Y cuando Cristo lo hubo vencido, se retiró el diablo, y los ángeles se acercaron y le servían.
Un Maestro enseña que así da a entender el Evangelio que «el escenario del combate estaba rodeado de ángeles. Pero ninguno se acercó hasta que Cristo no hubo vencido. Porque ciertamente el Señor no necesita ayuda alguna, él que es la ayuda de todos». Se acercaron cuando hubo vencido, y le sirvieron no en él sino en nosotros.
El diablo sabe muy bien que no hubo ángeles en la arena en que lucharon vida y muerte. Sabe que Dios combatió en la soledad más avara. Y aunque los ángeles rodearon la arena del combate, ninguno de ellos se acercó a ayudarlo. Ahora los ángeles están siempre donde Dios combate, donde Cristo combate. Están con cada cristiano que combate. Y no pudiendo alejar a los ángeles, los demonios quieren alejar a los cristianos. Con toda verdad un Maestro enseña que ésta es su consigna: «Que no haya cristianos». Cada mañana en nuestro coro, en nuestra iglesia, resuena el grito de batalla de Satanás: «Que no haya cristianos». Y tras las espaldas atormentadas de los cristianos perseguidos suena la salvaje furia de Satanás: «Que no haya cristianos». En las calles, en las plazas, en los hogares, en las celdas de los conventos resuena su árido alarido «Que no haya cristianos». Y ansioso de resecar la sangre el diablo secretea: «Que no nazcan los cristianos».
Hoy en la fiesta de la Virgen hay muchos ángeles en este lugar, porque donde está María siempre hay ángeles. Que haya muchos cristianos que vengan a este lugar a encontrar a los ángeles que aquí les sirven porque Dios quiso ser servido aquí.