domingo, 27 de noviembre de 2016

"...si sciret pater familias qua hora fur venturus esset, vigilaret utique et non sineret perfodi domum suam"

Dominica I adventus

Se cuenta que hubo un hermoso monasterio construido al pie de una montaña alta y escarpada. Por las ventanas de las celdas de los ermitaños que allí moraban se podía apreciar el espectáculo de rocas magníficas amontonadas para dar cuerpo a la montaña. Un día un huésped parlanchín pasó por el monasterio, curioseando en todo e inquiriendo acerca de cuanto veía a su paso. Mientras uno de los ermitaños contemplaba atento la montaña, el huésped vagabundo buscaba la ocasión de romper el hielo y trabar conversación con él. «Qué enormes son las rocas en la cima de la montaña». El ermitaño frunció la frente. Era un comentario tan obvio que no le pareció motivo suficiente para desgajar el silencio. Pero el forastero insistió: «¿Y nunca rueda alguna de esas rocas desde la cima de la montaña?» A lo que el monje respondió con un asentimiento. Y el peregrino preguntó: «No es que quiera parecer inquisitivo, pero ¿y qué hacen entonces los monjes en esos casos?» A lo que el ermitaño sonriendo respondió: «Procuramos vivir en gracia de Dios». Al otro día el huésped curioso se marchó. Era curioso, pero prudente. En verdad, cuando se vive en un monasterio así de hermoso, no queda más que procurar vivir en gracia de Dios.
«Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre… Cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se los llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada».
Al oír estas palabras del Señor, me vienen a la mente las palabras con que el Maestro Agustín explicó este pasaje: «Yo considero que llamó molino a este mundo, porque da vueltas como en una rueda del tiempo, que tritura a los que lo aman. Hay quienes no se apartan de las actividades del mundo, y sin embargo en ellas unos obran bien y otros mal; algunos en ellas se ganan amigos con las injustas riquezas, y serán recibidos por ellos en las moradas eternas. A ellos se les dirá: “Tuve hambre y me dieron de comer”. Otros descuidan esto; a ellos se les dirá: “Tuve hambre y no me dieron de comer”. Por eso, como de los que están metidos en los negocios y quehaceres de este mundo, unos se preocupan de ayudar a los necesitados, y otros lo descuidan, sucederá lo mismo que a las dos del molino: “una será tomada y la otra rechazada”».
Ahora bien, el Señor no ha querido ocultarnos el misterio de la suerte final de buenos y malos.  Pero no nos la ha dado a conocer para que nos complazcamos en ella. Sino como preparación para la lucha. Con toda verdad advierte San Agustín: «A cualquier profesión que te dediques, prepárate a soportar a los falsos; porque si no te prepararas, te encontrarás con lo que no esperabas, y te desanimarás o te disgustarás».
El Señor nos ha indicado cómo hemos de esperar su venida: «como un padre de familia que no sabe a qué hora va a venir el ladrón. Si lo supiera, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa». Porque si entra en la casa puede hacer daño a su mujer o a alguno de sus hijos. ¿Y quién quiere que eso suceda? No creo que alguien sensato tenga un su casa un hijo que pueda ser herido en caso de que el ladrón venga en la noche.
Hace poco escuché de un monje un pasaje de la vida de San Sabas. El santo monje tenía un discípulo muy vanidoso. Entre sus motivos de orgullo estaba el hecho de que sabía cocinar muy bien. De todos los huéspedes que llegaban al eremitorio esperaba siempre una felicitación por su destreza en la cocina. Un día San Sabas iba pasando por la celda del hermano y vio de pronto que una mano salía por la ventana y vaciaba una cacerola de habas. Es que el hermano era tan vanidoso que no soportaba que la comida tuviera alguna falla. Y si algo no era de su agrado, lo tiraba por la ventana. Dolido San Sabas, recogió las habas que el hermano había tirado. Las puso al sol para secarlas y las guardó con amor. Un día las sacó, las puso a cocer con especias y hierbas finas, e invitó a su discípulo a comer. Sorprendido el joven monje le dijo al anciano: «Padre, nunca había probado nada igual». Y el monje anciano le respondió: «Son las habas que tú tiraste».
Dios no ha dado a su Iglesia el permiso de desperdiciar nada. No hay vidas perdidas. No hay historias de las que Dios no pueda hacer algo mejor. Pero la Iglesia debe velar y estar preparada para que ocurra el milagro, para que la gracia transforme las habas rancias de nuestras vidas y haga de nuestras pobres migajas un único pan de eucaristía.
Hace algunas décadas apareció en el cine una película muy interesante. La historia se desarrolla en 1943. Romek, un niño judío polaco de doce años, cuyos padres fueron asesinados, es perseguido por el odio en la Segunda Guerra. El chiquillo va a parar a una aldea polaca donde un granjero lo acoge como si fuera un pariente lejano. Un sacerdote se encarga de instruirlo en los rudimentos de la fe cristiana. El chico oye al sacerdote predicar duramente sobre la salvación y la perdición, pero nada le convence. Hasta que un vecino lo delata y parece que la vida se le acaba. En un momento el sacerdote arregla las hostias para la Misa y, para calmar la tensión del momento, le ofrece los recortes al niño. El pequeño los mira con incertidumbre y se niega a comerlos. El sacerdote entonces le aclara que no están consagrados, son sólo recortes. Y el niño le pregunta: «¿Es que algunos somos sólo recortes que no estamos benditos ni consagrados por Dios?» Pero el sacerdote responde con la profunda serenidad de la fe: «Todos estamos benditos, porque todos somos migajas». Entonces el pequeño Romek toma los recortes y los parte con sus manos, recordando tantas vidas cortadas, imitando sin saberlo, el gesto eterno de Dios que por nosotros se hizo migaja. ¡Ven ya, Señor Jesús!

domingo, 20 de noviembre de 2016

"Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum"

In solemnitate DNJC universorum regis

Le sucedió a San Agustín. El santo obispo caminaba por la orilla del mar meditando sobre el misterio de la santa Trinidad. De pronto, su mirada tropezó con un niñito que jugaba con una minúscula concha a meter todo el océano en un pocito cavado en la arena. Como el obispo le preguntara al niño qué era lo que hacía, el niño le respondió que estaba metiendo el mar en el pequeño agujero. Puesto que Agustín desde muy joven solía reírse de la ingenuidad y candidez de los juegos de los más pequeños, el asunto le causó risa. Pero el niño le replicó: «Tampoco tú podrás meter el misterio de la Trinidad en tu cabeza». De todos modos, Agustín terminó y publicó su bien conocido tratado, que entre otras cosas destaca lo bien que cabe la Trinidad en nosotros. A fin de cuentas, solemos llevar tantas cosas dentro de nosotros sin que parezca que estamos muy cargados. Alguien dice que «hay cosas que no caben en maletas, pero se llevan en el corazón». Y es que en el corazón caben muchas cosas. El corazón es como un pocito en la playa. Todo un mar cabe en él.
Fíjate bien, en la última cena, Jesús lavó los pies de sus amigos. Un gesto enamorado, incómodo, extraño. Se trataba sólo de hacer pasar agua de una jarra a una palangana. Y un amor inmenso de un corazón a otro corazón, sin otro medio que un pie. En cada pie, el agua que caía formaba una cruz con el amor que ascendía. Porque esta es la forma del amor.
Y de pronto, el Maestro lavaba dos pies muy amados. Eran unos pies andariegos, heridos de andanzas y ansiedades. Eran los pies de Judas. Eran los pies de un discípulo que alguna vez se había escandalizado por un perfume costoso, derramado en los pies del Maestro. Esta vez ya no dijo nada. Sabía que el Maestro era un frasco de alabastro, y su amistad, un valioso perfume. ¿Y él? Él era el más pobre de los pobres. Un traidor a quien el diablo le había dado por limosna la intención de entregar al Maestro. Judas no dijo nada. No se rebeló ni protestó. Era un rey ungido por el siervo más diligente que el mundo jamás haya conocido. Sólo al llegar a los pies de Pedro el silencio estalló como un frasco que se rompe. «¿Me vas a lavar tú los pies a mí?» A Jesús no le extraña. Muchas veces nuestra rebeldía es un signo de que hemos sido elegidos para la fidelidad. Y así el Maestro lava nuestros pies.
Al otro día, en la cruz, dos ladrones hablaban de sus vidas y de sus muertes como algo que algo que no podían llevar en el corazón, pero que había que meter en las maletas de la justicia, cerrar el velís y marcharse: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho». Jesús no cabía en el estrecho pozo de la justicia en que los dos malhechores entraban perfectamente. Era como querer meter el océano entero en un pocito. Por eso Jesús hizo algo muy grande. Estando en la cruz, inmóvil, fijo, hizo pasar el corazón creyente del ladrón arrepentido al paraíso de su propio corazón. Bastó un «Señor, acuérdate de mí» lleno de fe, para reinar en el corazón de Dios.

De pequeños todos supimos la triste historia de «un rey de chocolate con nariz de cacahuate, que a pesar de ser tan dulce tenía amargo el corazón. La princesa Caramelo no quería vivir con él, pues al rey, en vez de pelo, le brotaba pura miel. Aquél rey, al ver su suerte, comenzó a llorar tan fuerte, que al llorar tiró el castillo y un merengue lo aplastó». La verdad cuando trato de imaginar el castillo del rey de chocolate con nariz de cacahuate, me da claustrofobia. Bueno, es que en realidad era un rey poco convencional. Nosotros siempre hemos imaginado reyes poderosos con mantos de seda, púrpura y armiño, hermosas coronas y cetros y elegantes zapatillas. Pero un palacio que se desploma con el llanto del rey, eso sí que es una tragedia. El palacio del rey debe ser por eso grande y espacioso. Se me ocurre que sólo cuando el rey de chocolate con nariz de cacahuate desplomó con su llanto el castillo, pudo tener de verdad un palacio digno de un rey, tan amplio que «la princesa Caramelo a su paje Pirulí, lo mandó con el monarca a decir por fin que sí». En verdad, la majestad de los reyes no cabe en maletas; requiere algo más grande: se lleva en el corazón. Por eso Dios ha querido que su corazón sea nuestro castillo y nuestro reino. Y se ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos pequeños y así pequeños entremos en la inmensidad de su corazón y reinemos con él.

domingo, 13 de noviembre de 2016

"Oportet enim primum hæc fieri, sed non statim finis"

Dominica XXXIII per annum

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los Padres reconocieron que en la Escritura había pasajes oscuros y de difícil interpretación. Por lo mismo, la tradición ha construido hermosos edificios de interpretación, ofrendas votivas que cada Maestro espiritual deja a su paso en nuestras manos como una abuela deja en un recetario sus mejores secretos. Y así como la receta de la abuela puede reconstruir con olores y sabores un hogar entero de recuerdos, así la tradición se vuelve un hogar donde los creyentes pueden saberse a salvo en sus dudas. Así, las mejores mentes dejaron algo al servicio de la fe, así, sin derechos reservados, pues sabían que el autor de la fe no eran ellos sino Dios. Con todo, muchas veces la noche anterior a la predicación de un sermón acerca de algún pasaje oscuro la mente del predicador enfrenta guerras y revoluciones, terremotos, cataclismos, epidemias y, sobre todo, hambre. La sensación de no tener cómo explicar el misterio y el hambre espiritual se encuentran con las palabras de Jesús: «Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes».
Bueno, para tratar de explicar lo que dijo el Señor Jesús en su evangelio acerca de guerras, terremotos y disfuncionalidad familiar, se me ocurre decir algo acerca de lo que sucede en el mar. En el mar existen muchas relaciones de mutualismo. Por ejemplo, existe un cangrejo que carga sobre su concha un cierto tipo de anémona. Así la anémona puede viajar y obtener a su paso variadas presas que le sirven de alimento, y el cangrejo queda bien protegido en caso de que algún pulpo malvado se lo quiera comer. Otras anémonas se alían con algunos peces. Así, al ser organismos que no pueden desplazarse fácilmente y que por tener tentáculos urticantes alejan a sus posibles presas, les viene muy bien que un pez tolerante al ardor de sus tentáculos les lleve algo de comer y encuentre en sus esponjosos brazos un abrigo seguro contra posibles depredadores. Lo malo es que si la anémona muere, su proceso de descomposición puede intoxicar todo lo que está cerca, causando la muerte incluso a sus ayudantes que no siempre logran liberarse de su cercanía a tiempo.
Tal vez lo peor de una guerra, de un terremoto, de una epidemia no es sólo que perdemos aquello por lo que invertimos todas nuestras fuerzas, sino que su misma pérdida hace que se nos vengan encima sus despojos, a la manera como el amor a la patria nos destruye en tiempo de guerra, o como cuando un terremoto desploma sobre nosotros la casa que nosotros mismos construimos. Es como cuando un niño cae del árbol tratando de salvar el papalote que él mismo echó a volar sin más combustible que su imaginación de que se trataba de un gran avión aventurero.
Lo doloroso de ser traicionado por los propios padres, hermanos, parientes y amigos, no está sólo en la herida que abre la traición, sino también en que se desplomen sobre nosotros los restos de la confianza, y ya convertidos en escombros nos aplasten el alma. Con todo, el Señor Jesús nos advierte: «Que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin».
En el otoño del mundo, hay una gran lucha que libran todas las cosas por no caer del árbol de la vida que las sujeta. Aunque el marchitarse es el color inconfundible del despojo, la hoja no se rinde apenas el verdor se marcha. Permanece en la rama hasta que el viento la arranca y el peso de su ocre pérdida la hace caer. Dios nos busca en nuestras pérdidas, como un niño que corre tras las hojas marchitas que el viento hace bailar. Nos sigue en todas nuestras guerras, epidemias y terremotos. Muchos son nuestros caminos hacia la ruina: eso tiene que suceder porque es el misterio de nuestra muerte. Y Dios nos acompaña en todos ellos, para eso se hizo hombre: para correr tras nuestra danza agitada por la música del viento del tiempo, que se lleva todo. Dios baila nuestra danza de hojas marchitas, arrancadas del árbol de la vida. Y así para él no somos algo perdido. Sabe dónde estamos, somos suyos. Pero nosotros, en nuestra caída, sólo lo encontramos en los caminos que él ha escogido para manifestarse, para mostrarse a nosotros, pues no ha querido que nosotros lo encontremos a él en todas las tragedias ni en todos nuestros caminos. Aunque Dios camina con nosotros en todas nuestras desgracias, no ha ligado su manifestación a la desgracia en sí misma. No se nos muestra en la desgracia sólo porque es desgracia. Ha querido manifestarse en los caminos que él ha elegido para mostrar que también eso es gracia.

domingo, 23 de octubre de 2016

"Descendit hic iustificatus in domum suam ab illo"

Dominica XXX per annum

Hace poco, el Papa Francisco nos ha instruido acerca del misterio petrino: «Pedro—ha dicho el Santo Padre—recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato con la sensatez maciza y trabajada del pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es  la sensatez del que, cuando se entusiasma con eso de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecía que Pablo se sentía que él había sido el peor antes de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Es el más golpeado. Lo corrige constantemente, hasta aquel último  “A ti qué te importa, tú sígueme a mí”. La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor. Pedro no quiere terminar su vida diciendo: “Yo ya aprendí la lección”, sino diciendo: “Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo”. Por encima de todo, los pies que lavó el Señor, esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su amigo y Señor».
Suele pasar que cuando un ave tiene un ojo enfermo y tú la quieres curar, la cosa se vuelve una cuestión de contorsionista. Las aves son expertas en disimular su malestar. Y si tienen un ojo enfermo y lo quieres mirar para ayudarle, será muy difícil porque siempre que cambies de posición, el ave también lo hará. Girará completamente su cabeza para mirarte perfectamente con el ojo sano.
Alguna vez vi a unos niños que jugaban con una gallina. La mecían en sus brazos con la cabeza hacia delante, y la gallina mantenía inmóvil el cuello, aunque su cuerpo regordete oscilaba de un lado a otro al ritmo de una canción infantil. Es que las gallinas saben que su ancestral secreto para evitar el vértigo está en mantener fijo el cuello y en que se puede balancear todo menos la mirada.
Un perrito sabe que su mirada conquista corazones si es de abajo hacia arriba. Si logra atrapar tu mirada en la suya, ya eres suyo. Pero si el perro está arriba, prefiere atrapar tus nervios cuando su mirada choca con la tuya. A veces he llegado a creer que los perros te consideran un potencial adversario cuando estás debajo de ellos y no tanto cuando estás arriba. Tal vez porque intuyen que pronto harás algo para no estar abajo.
He visto peces y aves que tienen ojos falsos. Un truco para que el depredador se sepa advertido o para que la presa se sienta obligada a moverse, intimidada por una presunta mirada inflexible e inexpresiva.
Y nosotros estamos tan acostumbrados a intercambiar miradas, que sabemos el valor de cada una mucho más que de cualquier moneda. Mirarnos a los ojos nos da confianza, seguridad. Nos muestra lo que realmente sentimos. Y cuando alguien desvía la mirada, sentimos que no podemos ayudarle, que no hay mucho que hacer por ella o por él.
Un publicano lloraba y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Y su gesto nos inquieta. Sin embargo, como Pedro, había comprendido algo: después de haber sido tocados por la mirada misericordiosa de Dios y su perdón, el cielo de nuestros ojos está en los pies que su compasión lavó. La casa de nuestra justificación se edifica en esa roca sanada, y hay que bajar para habitar en ella, «porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

domingo, 2 de octubre de 2016

"Adauge nobis fidem!"

Dominica XXVII per annum

Todo comenzó con una titulación en enfermería. Bueno, en realidad todo había comenzado mucho antes, pero por lo pronto comencemos desde allí. El día de su titulación, Sor Monjita no era más que una humilde discípula de Cristo, consagrada a Dios por los votos. Había abrazado con poca devoción y mucha ingenuidad la vida religiosa, y sabía casi nada de lo que Dios esperaba de ella. Era una pregunta que prefería dejar para después. Pero por esa extraña compasión que a menudo despiertan los despistados en el corazón de la Iglesia, había logrado avanzar y ahora acababa de recibir su título de enfermería. Tonta no era; despistada sí.
Iba de regreso de la Universidad al convento, cuando de repente unos fuertes gritos y alaridos la sacaron por la salida de emergencia de sus cavilaciones. Una mujer gritaba, y la ola de los curiosos la secundaban. Tendida en el suelo y con una prominente señal de embarazo, la mujer anunciaba a todos a gritos el prodigio. Y como nuestra monjita era más argüendera que enfermera—al menos tenía mucha más experiencia en eso—también comenzó a gritar: «¡Rápido, una ambulancia, llamen a un médico, una enfermera!» Este último grito llegó al fondo de su alma como moneda en alcancía de teléfono. Y le hizo anunciar a sí misma y al universo entero: «¡Yo soy enfermera!»
Bueno, no nos perdamos en los detalles. Al fin y al cabo todos sabemos muy bien lo que es venir al mundo. Todos lo hemos hecho ya alguna vez. En fin, el hermoso bebé nació. Y la orgullosa mamá se derretía de alegría como un helado bajo el sol, mientras la líquida y pegajosa dulzura agradecida fue a parar a las manos de nuestra monjita. Aquella feliz mamá era una mujer muy rica y poderosa, altruista, empeñada en el activismo por las mejores causas. Y su farándula le ayudaba en eso. Así que pronto se hicieron amigas la activista y su heroína. Juntas se propusieron salvar a la humanidad de los partos imprevistos, y comenzaron a soñar con crear una cadena de hospitales que tuvieran una sucursal cada dos cuadras… algo así como esas tiendas de golosinas y bebidas que aparecen por todas partes, más frecuentes que semáforos… por si se ofrece.
El primer obstáculo a vender era la madre priora. Esa mujer necia que nomás no entiende razones. ¿Cómo le iba a dar permiso a una de sus monjitas de involucrarse en un proyecto tan heroico, si nunca había confiado del todo en ella? Nunca había apreciado sus cualidades y por eso permanecían enterradas como un tesoro secreto en una isla desierta. ¿Cómo iba a entender que lo de nuestra monjita, lo suyo, lo suyo, eran los partos de emergencia? Al cabo la priora nunca iba a estar en una de esas, ¿cómo podría valorarla?
Así que nuestra monjita decidió abandonar el convento, crear un nuevo instituto e iniciar el proyecto totalmente innovador al lado de su nueva amiga. Juntas iban a conquistar el mundo. Para ahorrar tiempo, compraron una primer clínica, ya armada y equipada. «Esto urge y no hay tiempo que perder. Es una emergencia». Pronto llegaron los primeros pacientes, pero eran vecinos que venían a preguntar cosas sin importancia, sobre vacunas, resfriados, y muchas cosas de las que ninguna de las dos tenía idea. «¿Cómo le explico, señor, que ésta es una clínica para partos de emergencia?»
Bueno, pronto quedó claro. Hasta que comenzaron a llegar las primeras pacientes.  Exceptuando el caso de alguna que se fue sin pagar, otra que se quejó de muy mal trato, otra que decidió abandonar a su bebé, la clínica fue todo un éxito. No podían abrir todas las sucursales que soñaron, pero la clínica marchaba sobre ruedas. Y hasta algunas chicas se acercaron como voluntarias dispuestas a sumarse a los esfuerzos de nuestra monjita.
Pasaron los años. Un día nuestra monjita se levantó como siempre, a las cinco de la mañana, de muy mal humor. Rezó decepcionada y molesta porque algunas de sus hermanas no vinieron a rezar. Pensó que de todos modos hubiera estado irritada si todas hubieran venido. Había algunas a las que prefería no ver. Desayunó pensando en lo mal que sabían los jugos y desayunos saludables que preparaba su otra colega y mejor fue a una de las dos tiendas de la esquina a comprar unas golosinas y una bebida gaseosa con cafeína y más que azucarada, para despertar. Tenía un montón de partos que atender y se preguntaba si la gente no se cansaba de tener hijos. En su escritorio le esperaba una carta del obispo regañándola por alguna historia de maltrato. Y una demanda de alguna empleada despedida injustamente. En el corazón le guardaba rencor a muchas personas a quienes había ayudado y que de pronto se había venido en contra suya. Muchos a quienes les dio seguridades, trabajo, alegría, no le toleraron sus errores, su nerviosismo, sus neurosis que con la edad se le vinieron también encima. Tampoco entendía por qué se había echado encima la responsabilidad de tantas vidas, al punto de que si algo fallaba seria su ruina. Tenía que ser perfecta, pero muy pocos la apoyaban en ese camino. Lo que comenzó haciendo por un sueño se transformó en una pesadilla tan pesada que por eso se llamaba pesadilla. No entendía por qué el amor se había vuelto como sus guantes de látex. Algo que había que desechar después de cada consulta y se sintió traicionada por ella misma, por la vida. Entonces lloró. Lloró como aquel primer niño que vio nacer. Como aquella madre feliz y satisfecha, como aquella otra que perdió a su hijo, como tantas personas habían llorado con ella.
Fue a la Iglesia y escuchó el Evangelio que leía un joven sacerdote entusiasmado: «Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: “arráncate de raíz y plántate en el mar”, y los obedecería». ¿Qué tiene que ver un grano de mostaza con un árbol frondoso? ¿Y para qué sirve un árbol frondoso arrancado de raíz y plantado en el mar? Qué tontería, morirá sin que nadie pueda cortar sus frutos. Pero el joven sacerdote que leía lo decía con tal entusiasmo, que le pareció que daría su vida entera por tener una fe así de grandota… como el grano de mostaza. De pronto le pareció que el sacerdote envejecía mientras leía: «¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: “Entra enseguida y ponte a comer”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú”? ¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación?»

La idea le pareció terrible, pero tuvo que reconocer que ésta era su propia vida. Y que hay dos tipos de fe. El primero es el de la fe pequeña: si tuvieras fe tan pequeña como un grano de mostaza, podrías, con la fuerza de tu sueño, arrancar un árbol frondoso y plantarlo en el mar, donde morirá y se corromperá, porque en el mar de los sueños hay olas suaves, informes e informales, pero allí un árbol no dura mucho plantado. Entendió que labrar la tierra o pastorear rebaños es algo muy real, tan real como la tierra que nos recibe con durezas y fatigas. Y por eso hay otra fe, mucho más grande, tan grande como un grano de mostaza. Es la fe que Dios nos da cuando le pedimos «Auméntanos la fe». Es la fe que labra la tierra y siembra el grano de mostaza, y una vez que se convierte el arbusto recoge la semilla y convierte el tallo en bastón para pastorear. Y usa la semilla para sazonar la comida del amo que está de regreso. Esa fe está más cerca de la pesadilla que del sueño. No es la fe espectacular que todos aplauden, sino la fe humilde, la de siervos inútiles. En esa fe por la que el mundo no nos ofrece nada en recompensa, en esa fe que nadie nos agradece, pero sin la cual el mundo moriría de hambre, en esa fe está escondido Dios. Cuando somos siervos inútiles que no hacemos más que lo que teníamos que hacer, entonces, es posible que entre las cosas de cada día, hayamos hecho algo increíble por ser algo más grande que los sueños, es posible que hayamos hecho algo imposible de no ser creído por ser tan real… y es posible que hayamos hecho algo meritorio por haberlo hecho simplemente por amor.

domingo, 18 de septiembre de 2016

"Facite vobis amicos de mammona iniquitatis"


Dominica XXV per annum

En una ocasión, el Santo Padre Francisco dijo a propósito de la astucia cínica del administrador en la parábola que hemos escuchado: «La costumbre del soborno es una costumbre mundana y fuertemente pecaminosa. ¡Es una costumbre que no viene de Dios: Dios nos ha mandado llevar el pan a casa con nuestro trabajo honesto! Pero este administrador daba de comer a sus hijos pan sucio. Y sus hijos, quizá educados en colegios caros, tal vez crecidos en ambientes cultos, habían recibido de su padre suciedad como alimento, porque su papá, llevando pan sucio a casa, había perdido la dignidad. Esto es un pecado grave. […] Es un pecado tan grave porque va contra la dignidad, aquella dignidad con la somos ungidos cuando trabajamos […] La corrupción es esto: no ganar el pan con dignidad». En esa ocasión dijo también el Papa: «Tal vez hoy nos hará bien rezar por tantos niños y jóvenes que reciben de sus padres pan sucio. También ellos tienen hambre. Tienen hambre de dignidad».

Las palabras del Santo Padre me trajeron entonces a la mente una fábula que aprendí de un poeta: una araña se encontró con un gusano de seda. Entonces comenzaron, como dos refinadas amigas a hablar de alta costura. La charla fue muy amena y comenzaba a dar paso a la amistad. Hasta que tocaron un tema muy delicado. El gusano de seda comenzó a hablar de su honestidad. Cada vez que se fabricaba una casa con un largo y fino hilo de seda, era porque estaba a punto de hacerse más pequeño. Y la última vez que salía del capullo, abandonaba la casa batiendo alas de libertad y moría de amor, ya sin comer, sin tomar nada del mundo, sin más preocupación que dejar nuevos hijos que siguieran su buen ejemplo. Los hombres, esos seres astutos e inteligentes apreciaron tanto tanta nobleza que con sus pequeñas casas de virtud se hicieron vestidos.
Bueno, la araña podía presumir maestría en el arte de hacer ruedas de hilos finísimos, formas que las mujeres más delicadas imitaban, reconociendo su belleza, para adornar sus casas. Pero en lo que casi no podía alegar nada era a favor de su moralidad. La araña era, digamos, como suele decir un amigo, «de moral distraída», y por lo mismo, sus telas no eran precisamente casas de virtud.
La araña no tenía la humildad de hacerse más pequeña cada que terminaba el tejido. Al contrario, si caía un moscardón gigante, la araña crecía y crecía… sobre todo de su barriguita, pues sus brazos de tejedora implacable se mantenían siempre muy delgaditos y muy en forma. A veces era tanto su peso, que la tela se reventaba y había que tejerla de nuevo. Pero eso no importaba. Su trabajo era una trampa de la que pocos salían vivos. No tenía mucho que decir en materia de moral. Así que se las ingenió para enredar a su amigo el gusano: «Sabes, amigo gusanito, me encanta cómo tejes y lo noble que eres; pero qué malicia tan grande te cargas… Yo como quiera, simplemente hago trampitas piadosas a los bichos inmundos de la sociedad de sabandijas. Pero tú, tú sí me la ganas».
El gusano sorprendido no sabía de qué le hablaba, pero no le parecía novedoso el comentario. Sabía que superaba en todo a la araña. «¿Te has fijado amigo cuántas buenas mujeres han caído seducidas por tus telas? Nada más ayer que me paseaba por una sedería donde no me dejan fácilmente entrar, vi a un hombre dejar sin comer a sus trabajadores por comprar tus telas para hacerse una camisa. No sí. Tú sí que sabes cómo. Y otro más, seducido por la frialdad de tus telas se le enfrió el corazón y el cerebro y se fue a buscar cobijo tras un vestido de seda que envolvía un corazón caluroso. Tú sí sabes. Por no hablar de aquellas personas que con tus hilos sedosos hacen sutiles telarañas que llaman encajes, muselinas, tules y velillos, mucho más peligrosas y engañadoras que las mías. Tú sí sabes, amigo». En fin, así pasó la araña un largo rato dando vueltas alrededor del gusano, apuntándole con su dedo y reprochándole su maldad desmesurada, hasta que, ya bien enredado, se lo comió.
Pero Dios que es bueno, vio al gusano que perecía y quiso que con su seda los novios vistieran de dignidad su amor, los niños embellecieran sus pasos, los piadosos adornaran la casa de Dios y los dolientes recubrieran con ella los cuerpos heridos por la muerte. Eso jamás se haría con telaraña porque es una tela que no tiene nada de amor. Dios no desprecia nada que se haga por virtud y verdadero amor. «Con el dinero, tan lleno de injusticias, háganse amigos que los reciban en el cielo».