domingo, 10 de abril de 2016

"Venite, prandete"

Dominica III Paschæ

Tomás, uno de los doce discípulos, no estaba con ellos cuando vino el Señor. Tampoco estaba al pie de la cruz junto a María la Madre del Señor y el discípulo que Jesús amaba. Todo lo que supo acerca de esas tres horas, lo supo porque la Madre del Señor y el discípulo amado se  lo contaron.
La tarde en que el Señor fue sepultado, aparecieron discípulos secretos, amigos piadosos de Jesús que, a diferencia de Tomás, no dejaron todo para seguirlo por los pobres y fatigosos caminos que el Evangelio emprendía. Eran discípulos más o menos bien establecidos que esa tarde salieron de sus escondites para negociar con Pilatos la entrega del Cuerpo muerto del Señor. Discípulos que esa tarde tenían suficiente mirra, perfumes y mortajas para honrar y dar un sepulcro nuevo a una muerte totalmente nueva. Fueron ellos los primeros en admirar horrorizados las llagas del Señor. Tomás, naturalmente, no estaba con ellos esa tarde. Él formaba parte del grupo de amigos que caminaron unos tres años con el Señor, dejándolo todo, dispuestos a cualquier cosa por él y por su Evangelio, y que, sin embargo, lo abandonaron en esas horas decisivas, en la hora de la cruz. Tomás no estaba cuando Jesús fue amortajado, esa tarde en que las llagas se volvieron la contraseña para los cristianos. Los agujeros de los clavos y la abertura del costado eran misteriosos pasadizos secretos que él no había visto con sus propios ojos. Y sin embargo, había creído todo sin haber visto. Creía que había heridas de clavos y de lanza y que por tres horas la sangre del Señor fluyó a través de ellas.
Me sorprende que Tomás haya querido tocar esos agujeros que jamás había visto para poder creer. Es extraño lo que Tomás pide: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».

De por sí era ya difícil creer que un hombre al que muchos vieron morir, ahora estuviera vivo. Y pensar que vive con llagas abiertas, es algo todavía más difícil. Porque nosotros no podríamos propiamente vivir con una llaga abierta. La vida se nos escaparía por ella… a través del dolor. Viendo las llagas abiertas del que es la Vida, Tomás pudo creer, no sólo que estaba vivo, resucitado, sino que él es verdadero Dios, pues sólo a Dios no se le escapa la vida como a nosotros. Sólo a Dios una llaga no lo corroe. Por eso nosotros comemos sus llagas gloriosas en su cuerpo misterioso, para sellar las nuestras, a través de las cuales se nos va la vida. Sus llagas nutren las nuestras de una gloria que de otro modo no conoceríamos jamás. La miseria de nuestras heridas se sacia de la riqueza de su gloria.
Bueno, algo parecido le sucedió también a Pedro. Los discípulos fueron a pescar con él. Y se embarcaron en una noche en que no pescaron nada. Hasta que apareció el Señor; pero ellos no lo reconocieron. Luego de que los instruyó sobre dónde debían pescar, echaron la red y luego ya no podían jalarla por ser tantos los pescados. El discípulo amado reconoció al Señor y se lo dijo a Pedro: «Es el Señor». Y el apóstol Pedro se arrojó al agua. Mientras tanto, Jesús preparaba el almuerzo. Tal vez Pedro y Juan recordaron aquel día en que Pedro estaba muy angustiado por una fiebre que tenía en cama a su suegra. Y llegó Jesús, y no había nada de desayunar, y el pobre Pedro que ni sabía calentar pan ni  asar pescados. Todo lo quemaba con su ímpetu. Entonces Jesús, que quería desayunar–como nota un poeta–, tomó de la mano a la suegra de Pedro, la levantó, y la fiebre desapareció, y ella se puso a preparar el almuerzo como todos los días. Y allí estaba Jesús ahora, recuerdo resucitado, como una vieja fotografía que poco a poco nos devuelve un pasado que ya casi no reconocemos. Con el aroma de pescado y pan, una marejada de recuerdos de las pequeñas cosas de cada día resucitaba en la playa del corazón de Pedro, y entre la brisa de sus olas resplandecían tres llagas majestuosas, radiantes. Eran las llagas que el señor le mostró a Pedro. No las del cuerpo, sino las del alma. «Pedro, ¿me amas más que éstos?» «Pedro, ¿me amas?» «Pedro, ¿te caigo bien?» Y cada pregunta era un agujero abierto, vestigios de tanto amor que faltó, y en ellos metió el Apóstol su dedo, el dedo de su pobre «Sí, Señor, me caes bien». Con un pobre «Tú sabes que me caes bien, tú bien sabes que te quiero», Pedro trataba de llenar los enormes huecos que las negaciones dejaron en el alma del Señor. «Señor, tú lo sabes todo, sabes que no te amo más que éstos, mis hermanos, sabes que ni yo mismo sé si te amo; pero tú lo sabes todo, y bien sabes que te quiero».
Y esas llagas del alma de Cristo están también revestidas de gloria. Y también nos nutren. Son el comedero de la Iglesia: «Apacienta mis corderos»; «Pastorea mis ovejas»; «Apacienta mis ovejas»: «Pastorea mi Iglesia en mis llagas. Porque quien se nutre de mis llagas, las llagas de mi alma, curará con ellas las de la suya, y un día, al final, se manifestarán gloriosas y resplandecientes como las mías en el corazón resucitado de la Iglesia».