domingo, 23 de octubre de 2016

"Descendit hic iustificatus in domum suam ab illo"

Dominica XXX per annum

Hace poco, el Papa Francisco nos ha instruido acerca del misterio petrino: «Pedro—ha dicho el Santo Padre—recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato con la sensatez maciza y trabajada del pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es  la sensatez del que, cuando se entusiasma con eso de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecía que Pablo se sentía que él había sido el peor antes de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil. Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Es el más golpeado. Lo corrige constantemente, hasta aquel último  “A ti qué te importa, tú sígueme a mí”. La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor. Pedro no quiere terminar su vida diciendo: “Yo ya aprendí la lección”, sino diciendo: “Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo”. Por encima de todo, los pies que lavó el Señor, esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su amigo y Señor».
Suele pasar que cuando un ave tiene un ojo enfermo y tú la quieres curar, la cosa se vuelve una cuestión de contorsionista. Las aves son expertas en disimular su malestar. Y si tienen un ojo enfermo y lo quieres mirar para ayudarle, será muy difícil porque siempre que cambies de posición, el ave también lo hará. Girará completamente su cabeza para mirarte perfectamente con el ojo sano.
Alguna vez vi a unos niños que jugaban con una gallina. La mecían en sus brazos con la cabeza hacia delante, y la gallina mantenía inmóvil el cuello, aunque su cuerpo regordete oscilaba de un lado a otro al ritmo de una canción infantil. Es que las gallinas saben que su ancestral secreto para evitar el vértigo está en mantener fijo el cuello y en que se puede balancear todo menos la mirada.
Un perrito sabe que su mirada conquista corazones si es de abajo hacia arriba. Si logra atrapar tu mirada en la suya, ya eres suyo. Pero si el perro está arriba, prefiere atrapar tus nervios cuando su mirada choca con la tuya. A veces he llegado a creer que los perros te consideran un potencial adversario cuando estás debajo de ellos y no tanto cuando estás arriba. Tal vez porque intuyen que pronto harás algo para no estar abajo.
He visto peces y aves que tienen ojos falsos. Un truco para que el depredador se sepa advertido o para que la presa se sienta obligada a moverse, intimidada por una presunta mirada inflexible e inexpresiva.
Y nosotros estamos tan acostumbrados a intercambiar miradas, que sabemos el valor de cada una mucho más que de cualquier moneda. Mirarnos a los ojos nos da confianza, seguridad. Nos muestra lo que realmente sentimos. Y cuando alguien desvía la mirada, sentimos que no podemos ayudarle, que no hay mucho que hacer por ella o por él.
Un publicano lloraba y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Y su gesto nos inquieta. Sin embargo, como Pedro, había comprendido algo: después de haber sido tocados por la mirada misericordiosa de Dios y su perdón, el cielo de nuestros ojos está en los pies que su compasión lavó. La casa de nuestra justificación se edifica en esa roca sanada, y hay que bajar para habitar en ella, «porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

domingo, 2 de octubre de 2016

"Adauge nobis fidem!"

Dominica XXVII per annum

Todo comenzó con una titulación en enfermería. Bueno, en realidad todo había comenzado mucho antes, pero por lo pronto comencemos desde allí. El día de su titulación, Sor Monjita no era más que una humilde discípula de Cristo, consagrada a Dios por los votos. Había abrazado con poca devoción y mucha ingenuidad la vida religiosa, y sabía casi nada de lo que Dios esperaba de ella. Era una pregunta que prefería dejar para después. Pero por esa extraña compasión que a menudo despiertan los despistados en el corazón de la Iglesia, había logrado avanzar y ahora acababa de recibir su título de enfermería. Tonta no era; despistada sí.
Iba de regreso de la Universidad al convento, cuando de repente unos fuertes gritos y alaridos la sacaron por la salida de emergencia de sus cavilaciones. Una mujer gritaba, y la ola de los curiosos la secundaban. Tendida en el suelo y con una prominente señal de embarazo, la mujer anunciaba a todos a gritos el prodigio. Y como nuestra monjita era más argüendera que enfermera—al menos tenía mucha más experiencia en eso—también comenzó a gritar: «¡Rápido, una ambulancia, llamen a un médico, una enfermera!» Este último grito llegó al fondo de su alma como moneda en alcancía de teléfono. Y le hizo anunciar a sí misma y al universo entero: «¡Yo soy enfermera!»
Bueno, no nos perdamos en los detalles. Al fin y al cabo todos sabemos muy bien lo que es venir al mundo. Todos lo hemos hecho ya alguna vez. En fin, el hermoso bebé nació. Y la orgullosa mamá se derretía de alegría como un helado bajo el sol, mientras la líquida y pegajosa dulzura agradecida fue a parar a las manos de nuestra monjita. Aquella feliz mamá era una mujer muy rica y poderosa, altruista, empeñada en el activismo por las mejores causas. Y su farándula le ayudaba en eso. Así que pronto se hicieron amigas la activista y su heroína. Juntas se propusieron salvar a la humanidad de los partos imprevistos, y comenzaron a soñar con crear una cadena de hospitales que tuvieran una sucursal cada dos cuadras… algo así como esas tiendas de golosinas y bebidas que aparecen por todas partes, más frecuentes que semáforos… por si se ofrece.
El primer obstáculo a vender era la madre priora. Esa mujer necia que nomás no entiende razones. ¿Cómo le iba a dar permiso a una de sus monjitas de involucrarse en un proyecto tan heroico, si nunca había confiado del todo en ella? Nunca había apreciado sus cualidades y por eso permanecían enterradas como un tesoro secreto en una isla desierta. ¿Cómo iba a entender que lo de nuestra monjita, lo suyo, lo suyo, eran los partos de emergencia? Al cabo la priora nunca iba a estar en una de esas, ¿cómo podría valorarla?
Así que nuestra monjita decidió abandonar el convento, crear un nuevo instituto e iniciar el proyecto totalmente innovador al lado de su nueva amiga. Juntas iban a conquistar el mundo. Para ahorrar tiempo, compraron una primer clínica, ya armada y equipada. «Esto urge y no hay tiempo que perder. Es una emergencia». Pronto llegaron los primeros pacientes, pero eran vecinos que venían a preguntar cosas sin importancia, sobre vacunas, resfriados, y muchas cosas de las que ninguna de las dos tenía idea. «¿Cómo le explico, señor, que ésta es una clínica para partos de emergencia?»
Bueno, pronto quedó claro. Hasta que comenzaron a llegar las primeras pacientes.  Exceptuando el caso de alguna que se fue sin pagar, otra que se quejó de muy mal trato, otra que decidió abandonar a su bebé, la clínica fue todo un éxito. No podían abrir todas las sucursales que soñaron, pero la clínica marchaba sobre ruedas. Y hasta algunas chicas se acercaron como voluntarias dispuestas a sumarse a los esfuerzos de nuestra monjita.
Pasaron los años. Un día nuestra monjita se levantó como siempre, a las cinco de la mañana, de muy mal humor. Rezó decepcionada y molesta porque algunas de sus hermanas no vinieron a rezar. Pensó que de todos modos hubiera estado irritada si todas hubieran venido. Había algunas a las que prefería no ver. Desayunó pensando en lo mal que sabían los jugos y desayunos saludables que preparaba su otra colega y mejor fue a una de las dos tiendas de la esquina a comprar unas golosinas y una bebida gaseosa con cafeína y más que azucarada, para despertar. Tenía un montón de partos que atender y se preguntaba si la gente no se cansaba de tener hijos. En su escritorio le esperaba una carta del obispo regañándola por alguna historia de maltrato. Y una demanda de alguna empleada despedida injustamente. En el corazón le guardaba rencor a muchas personas a quienes había ayudado y que de pronto se había venido en contra suya. Muchos a quienes les dio seguridades, trabajo, alegría, no le toleraron sus errores, su nerviosismo, sus neurosis que con la edad se le vinieron también encima. Tampoco entendía por qué se había echado encima la responsabilidad de tantas vidas, al punto de que si algo fallaba seria su ruina. Tenía que ser perfecta, pero muy pocos la apoyaban en ese camino. Lo que comenzó haciendo por un sueño se transformó en una pesadilla tan pesada que por eso se llamaba pesadilla. No entendía por qué el amor se había vuelto como sus guantes de látex. Algo que había que desechar después de cada consulta y se sintió traicionada por ella misma, por la vida. Entonces lloró. Lloró como aquel primer niño que vio nacer. Como aquella madre feliz y satisfecha, como aquella otra que perdió a su hijo, como tantas personas habían llorado con ella.
Fue a la Iglesia y escuchó el Evangelio que leía un joven sacerdote entusiasmado: «Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: “arráncate de raíz y plántate en el mar”, y los obedecería». ¿Qué tiene que ver un grano de mostaza con un árbol frondoso? ¿Y para qué sirve un árbol frondoso arrancado de raíz y plantado en el mar? Qué tontería, morirá sin que nadie pueda cortar sus frutos. Pero el joven sacerdote que leía lo decía con tal entusiasmo, que le pareció que daría su vida entera por tener una fe así de grandota… como el grano de mostaza. De pronto le pareció que el sacerdote envejecía mientras leía: «¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: “Entra enseguida y ponte a comer”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame de comer y disponte a servirme, para que yo coma y beba; después comerás y beberás tú”? ¿Tendrá acaso que mostrarse agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación?»

La idea le pareció terrible, pero tuvo que reconocer que ésta era su propia vida. Y que hay dos tipos de fe. El primero es el de la fe pequeña: si tuvieras fe tan pequeña como un grano de mostaza, podrías, con la fuerza de tu sueño, arrancar un árbol frondoso y plantarlo en el mar, donde morirá y se corromperá, porque en el mar de los sueños hay olas suaves, informes e informales, pero allí un árbol no dura mucho plantado. Entendió que labrar la tierra o pastorear rebaños es algo muy real, tan real como la tierra que nos recibe con durezas y fatigas. Y por eso hay otra fe, mucho más grande, tan grande como un grano de mostaza. Es la fe que Dios nos da cuando le pedimos «Auméntanos la fe». Es la fe que labra la tierra y siembra el grano de mostaza, y una vez que se convierte el arbusto recoge la semilla y convierte el tallo en bastón para pastorear. Y usa la semilla para sazonar la comida del amo que está de regreso. Esa fe está más cerca de la pesadilla que del sueño. No es la fe espectacular que todos aplauden, sino la fe humilde, la de siervos inútiles. En esa fe por la que el mundo no nos ofrece nada en recompensa, en esa fe que nadie nos agradece, pero sin la cual el mundo moriría de hambre, en esa fe está escondido Dios. Cuando somos siervos inútiles que no hacemos más que lo que teníamos que hacer, entonces, es posible que entre las cosas de cada día, hayamos hecho algo increíble por ser algo más grande que los sueños, es posible que hayamos hecho algo imposible de no ser creído por ser tan real… y es posible que hayamos hecho algo meritorio por haberlo hecho simplemente por amor.