domingo, 22 de enero de 2017

"Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum"

Dominica III per annum

Ayer alguien me contó que en una ocasión un monje recibió la grata visita de algunos viejos amigos de una conocida Orden religiosa, cuyo nombre omitiremos, por razones obvias. Con el debido permiso del abad, se reunieron en el locutorio del monasterio y comenzaron a platicar acerca de sus hazañas espirituales y temporales. Como suele suceder en muchos monasterios, el monjecito traía el corazón y el hígado convulsionados a causa de una serie de obediencias casi imposibles que su abad le había impuesto, por lo que curioso y quejumbroso les preguntó: «¿Ustedes tienen también problemas con el voto de obediencia?» Uno de ellos le respondió: «No, para nada, ¿cómo crees? Eso es ya cosa del pasado». El monjecito ya entrando en intimidad les comentó: «Nosotros todavía no lo hemos superado. Es que el abad siempre dice que es el voto más perfecto, y por eso el que más le agrada al Señor». Pero inmediatamente el otro religioso interrumpió con arrogancia y soltura: «Bueno, será el que más le agrada a él. Mira, nosotros somos muy democráticos, y no por eso dejamos de lado la majestad solemne del que manda. Fíjate. Antes de mandarnos algo, el superior nos reúne y nos escucha a todos, y cuando descubre qué es lo que queremos hacer, solemnemente nos lo manda—de hecho ahora mismo venimos de una reunión con el superior y nos ha mandado venir a instruir a los monjes retrógradas sobre las más modernas prácticas del pluralismo eclesial…»
El monjecito pensó entonces en su corazón: «¡Caramba! De esto se tiene que enterar el abad». Se asomó entonces por la ventana del locutorio, fingiendo que tomaba un poco de aire fresco para aliviar su apesadumbrado corazón y buscó con la mirada a alguien que pudiera ir discretamente a llamar al abad para presentarle a sus paradigmáticos amigos. Pero pronto sus pensamientos se paralizaron cuando distinguió en el pasillo del claustro a su exigente abad reprendiendo severamente a un joven monje. Se trataba del más despistado de los monjes, uno de esos jóvenes que nadie sabe bien qué quieren ni qué buscan, que suelen ser buenísimos cuando son buenos, pero cuando no, pues tienden a ir de mal en peor, y que francamente sin la ayuda y los empujones de la comunidad, todavía estarían pensando que su lugar en el cosmos no se los merece. Todo eso le vino a la mente en un instante y en ese mismo instante se preguntó en voz alta: «Bueno, si en la Orden de mis amigos todos hacen lo que quieren hacer, todos hacen lo que les viene en gana, ¿qué harán con los religiosos que no saben ni qué quieren hacer?» A lo que los religiosos respondieron: «Es muy simple, los hacemos superiores». El pobre monjecito ya nada más exclamó: «¡Recórcholis!» Es curioso, muchas veces el precio de la comodidad de hacer lo que cada uno quiere hacer es que quien manda no sepa qué hacer. Pero la Iglesia no es así.
Las palabras de Jesús: «Síganme y los haré pescadores de hombres» siempre me ha parecido una expresión rara, incluso de mal gusto. Además, por surrealistas podrían inspirar una buena imagen para una campaña ambientalista. Imagina una red de pescadores repleta de seres humanos, aplastándose unos contra los otros, tal vez sumergiéndose en el agua en vez de salir de ella, o no sé. Ser pescadores de hombres no suena nada fácil, porque supongo que cada hombre pescado querrá volver a la anchura y profundidad de su mar.
De un tiempo a la fecha he estudiado y observado muy bien cuanto sucede en el mar, en los arrecifes. Cada vez me convenzo más de que las leyes en el fondo del mar son muy crueles. Casi todo acaba por convertirse en alimento, vivo o muerto. Pero los peces aman su mar y en él sienten algo muy parecido a la libertad y a la felicidad. Entonces, sacarlos en una red para convertirlos en alimento parece una tiranía inadmisible.
Cuando Juan fue a dar a la cárcel, arrestado, apareció Jesús en el camino del mar, al otro lado del Jordán y predicó: «Conviértanse». ¿Pero, en qué? Pues en lo mismo que Juan. Juan era un pez de río atrapado en las redes de la cárcel de un tirano. Y ahora Jesús predica la misma conversión: «los haré pescadores de hombres». El evangelista al contar la hazaña no pudo dejar de recordar la profecía de Isaías: «se llenará de gloria el camino del mar, más allá del Jordán […] Porque tú quebrantaste su pesado yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano». Era una profecía de libertad; pero Juan acababa de ser arrestado, Jesús habla de una pesca de hombres, y por cualquier cosa, sus discípulos alistaban las redes.
Es que la Iglesia es una red que hay que remendar porque el pataleo y los manotazos que dan sus pescados los hombres mientras se convierten en alimento la rompen. Y así Dios cura las dolencias de los hombres a través del dolor. A través de la incomodidad de la obediencia y de la vida común, Dios cura la desobediencia y la soberbia. Porque precisamente la incomodidad de estar todos en la misma red es el precio de saber a dónde vamos y en qué queremos convertirnos. Porque el hombre que masticó su propia belleza al morder el fruto del pecado, sólo puede volver a la belleza de su libertad beata convirtiéndose él mismo en alimento, atrapado en las redes de la obediencia, de soportarse mutuamente, hasta la conversión en las lentas, ardientes y dolorosas brazas del amor.

domingo, 15 de enero de 2017

"...sed ut manifestetur Israel, propterea veni ego in aqua baptizans"

Dominica II per annum

Hace poco me acordé de un hipocondriaco que pasaba toda su vida de tratamiento en tratamiento para los síntomas de las enfermedades más improbables que uno se pueda imaginar. Cuando finalmente alguien le recomendó ayuda psicológica, frecuentó por varios meses a un terapeuta y finalmente contó orgulloso a sus amigos: «Ahora sí que he progresado, ¡finalmente estoy enfermo de verdad!» Es que su terapeuta, un poco agobiado por la sensación de impotencia que suelen suscitar los hipocondriacos en las demás personas, le había dicho que su actitud era verdaderamente enfermiza. Y así el hipocondriaco se complacía en confirmar su enfermedad y en hacer sentir a los demás que nada pudieron hacer por él.
Siempre me ha llamado la atención que los que practican supersticiones adivinatorias raramente cuando los consultas te dicen que todo está bien y que tu malestar no es nada de qué preocuparse, sino que simplemente es parte de las incomodidades y del precio de vivir. Normalmente los que juegan a adivinar y venden su juego, apenas dices que algo no va bien en tu vida, sentencian categóricamente que alguien te está haciendo un mal, un trabajo y esas cosas. Tal vez sería más veraz decir: «Usted no tiene nada, la vida es así», como aquel médico que cuando su paciente le dijo: «Doctor, hace días que no como ni duermo, ¿qué tengo?» Y su médico con una lógica aplastante le respondió: «Supongo que hambre y sueño». Pero tal vez tampoco ellos soportan la impotencia de decir que en eso no hay mucho que hacer.
Recuerdo que un amigo médico en una ocasión realizaba una cirugía y accidentalmente se cortó y entró en contacto con la sangre del paciente. No sabía que el paciente tenía una enfermedad contagiosa para la que a la época no había cura y por tanto, el desenlace sería fatal. Así que consultó a sus más arriesgados colegas para hacer todo lo posible por detener la enfermedad. Hicieron un plan, el más sensato que pudieron, y lo pusieron en práctica: vacunas, medicamentos, calmantes para los efectos secundarios, etcétera. Al cabo de algunos meses de muchas incomodidades causadas por el tratamiento, se sometió a nuevos estudios y la presencia de la enfermedad fue negativa. El médico que dirigía el tratamiento, al darlo de alta, le dijo: «Bueno, felicidades, hay una buena noticia: no estás enfermo. Y hay una mala noticia: Tal vez nunca lo estuviste». En todo caso, si hubiera estado infectado, habrían descubierto la cura.

Ver a Jesús ser bautizado por Juan en el Jordán podría resultar tan absurdo como uno que va al médico sin estar enfermo y se somete a su tratamiento sin requerirlo. Y, con todo, Jesús fue a bautizarse donde Juan bautizaba con agua. Suele pasar que cuando nuestro rostro se ensucia y luego lo lavamos, de nuevo nos descubrimos de algún modo, vemos cómo somos realmente, ya sin mugre ni polvo. Lo mismo hacía el bautismo de Juan, era agua que lavaba por el arrepentimiento el rostro de los hombres afeado por el pecado.  Y precisamente por eso cuando Jesús fue lavado, el agua manifestó su verdad, su misterio oculto. Juan lo explica: «he venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel». Así que él no se lavó porque estuviera sucio, pero sí para manifestar su verdad. No fue al médico porque estuviera enfermo, sino para darse a conocer como la salud y remedio de cuantos vivían la mortandad nefasta del pecado. No fue al sacerdote para ser purificado, sino para manifestarse como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo por su sangre derramada. En él reposa el Espíritu y por eso su bautismo es para nosotros la medicina que no sólo nos lava, sino que nos hace participar de su salud que no se agota.

domingo, 8 de enero de 2017

"Ubi est, qui natus est, rex Iudæorum?"

In epiphania Domini

El seis de enero siempre me pareció uno de los días más bonitos del año. Con el tiempo me di cuenta que la Iglesia había establecido este día para celebrar la manifestación del Señor a los Magos contando doce noches desde la Navidad: así, el buen Dios, fiel a sus promesas regaló una noche bendita a cada una de las tribus de Israel y después de la duodécima se manifestó a todas las naciones. Sin embargo, desde hace algunos años es costumbre de algunas Iglesias celebrar la Epifanía, la manifestación del Señor, el domingo más próximo al seis de enero. La verdad este cambio no me gusta, más allá de los motivos teológicos y pastorales, por una mera cuestión sentimental. Y, ultimadamente, estética: el seis de enero es uno de los día más bonitos de todo el año.
En mis tiempos no se usaban globos para hablarles a los Reyes. Nosotros fuimos tres hermanos. La noche del cinco de enero, después de cenar, papá nos llamaba a los tres y se sentaba enfrente de una mesita, se ponía sus lentes y tomaba muy serio un viejo cuaderno de notas. Papá no era un hombre de letras. Las pocas veces que lo veíamos ponerse sus lentes y tomar un bolígrafo era para firmar nuestras boletas de calificaciones, orgulloso de tener hijos bien listos. Pero a la hora de escribir las cartitas a los Reyes Magos tomaba un severo aire de notario o de escribano público que nos hacía comprender que eso de escribir a Reyes era una cosa muy seria. Y más si eran tres. Escribía con una caligrafía amarrada, bonita. Y mientras, mamá sugería para mi hermana una muñeca que abriera y cerrara sus ojitos, un tráiler para mi hermano o un patito con ruedas para mí. Era tan buena para describir juguetes y la manera de jugarlos que siempre nos convencía de que lo que ella sugería era lo mejor y lo más divertido del mundo. Luego, ya puesto todo por escrito, papá arrancaba irreverente la hoja de su cuaderno y nos la entregaba a cada uno, como un recibo o un vale por toda la felicidad. Entonces doblábamos la cartita y la poníamos dentro de uno de nuestros zapatos.
La cosa de los zapatos siempre me pareció humillante. ¿Por qué un zapato y no un gorrito, por ejemplo? Debo decir que los Reyes nunca me pidieron que me portara bien o que estudiara más o que fuera el mejor, eso se los tengo que agradecer. Sólo pedían eso, un zapato. Y como todavía eran los meses fríos del invierno de mi tierra, no podíamos levantarnos de la cama sin zapatos. No teníamos más que un par de zapatos, comprados con el trabajo duro de mis padres, y nuestros zapatos eran viejitos, curvos, arrugados y raspados, ¿para qué querían los Reyes un zapato así? Y mero lo pedían el día en que más lo necesitaba.
Por orden de edad dejábamos la cartita en el zapato bajo la rama que cubría el Nacimiento y papá nos cargaba uno por uno para llevarnos a la cama, para no ir descalzos. Y al otro día, al despertar, nuestros zapatos ya estaban al pie de la cama, listos para ponérnoslos. Era la prueba de que el milagro se había cumplido. Los poníamos a toda prisa, y corríamos sin atar los cabetes.
Nunca vi a los Reyes. Es más nunca quise verlos. Hasta hoy sigo creyendo que las personas suelen ser invisibles cuando son más buenas. Pero ellos sí veían mi zapato, raspado y andariego. Conservo la idea de que el Niño Jesús por nosotros se hizo camino, y que nadie va al Padre si no es por él. Porque él es nuestro otro zapato, el zapato raspado que lleva la cartita de nuestros juegos, de nuestros sueños y de nuestros tropiezos. Gracias a ese zapato humilde era posible la inocencia y los regalos.
Con el tiempo aprendí a escribir y un día se me ocurrió algo genial. Escribí una carta secreta a los Reyes. No diré aquí lo que pedí porque era física y metafísicamente imposible. Lo recuerdo con risa y vergüenza. Tenía tanta confianza en los Reyes que sabía que ellos podían concederme cualquier cosa. Al fin Magos. Como imaginarán Ustedes, el operativo no funcionó. Sólo recuerdo que al otro día escuché a mamá y a papá hablar de inocencia. Y no entendí de quién hablaban. Tal vez hoy yo mismo lo llamaría ingenuidad.  Y sin embargo aún hoy sigo pidiendo cosas imposibles. Y sé que algún día se realizarán. Por ahora recorramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Corramos el camino de nuestra vida poniendo los ojos en Jesús autor y consumador de nuestra fe, poniendo, en fin, nuestros mejores deseos en Jesús, nuestro otro zapato.