domingo, 18 de agosto de 2019

"Ignem veni mittere in terram et quid volo? Si iam accensus esset!"

Dominica XX per annum
Hubo una vez un dragón gigantesco con dos cabezas. Era una de esas magníficas quimeras de la antigüedad. De las fauces de sus dos terribles cabezas salían llamaradas fulminantes de fuego abrasador que flagelaban todo lo que estuviera a su alcance siempre que sus ojos se inyectaban de rabia. Pero no siempre fue así. Nuestro terrible dragón alguna vez fue bueno. Nació de un huevo abandonado a su suerte sobre un nido construido en una cumbre rocosa. Y sólo tenía una cabeza. Cuando rompió el cascarón no hubo nadie que lo acariciara y mucho menos alguien que le enseñara a ser malvado. Estaba libre. Así nacen los dragones. Y conforme sus patitas cobraban fuerzas y desplegaba sus alas, comenzó a alistarse para la aventura de la vida. Empezó por arrastrarse como una lagartija pero conforme pasaban sus días y su panza crecía, comenzó a erguirse para caminar sólo en dos patas. Luego aprendió a volar.
Era un dragón muy feliz. Se alimentaba de amaneceres y cenaba luz de estrellas, todo saludable y delicioso. Creció nuestro dragón de amaneceres y atardeceres hasta que un buen día tuvo un hijo. Bueno, un huevo salió de su panza y pues lo acomodó en un nido elevado y allí lo abandonó, como suelen hacer los dragones.
Pero algo no le permitía marcharse del todo y cada día volvió para echar un vistazo al huevo. Un buen día, un gruñido sordo quebrantó el cascarón y un hermoso dragón pequeñito salió de él. Y nuestro gran dragón cuidaba de él, cosa muy rara porque los dragones no necesitan nunca quien los cuide.
Una tarde, nuestro dragón pensaba en todo aquello que el pequeño dragón hacía. Lo había escuchado hablar de sus sueños. Quería ser amigo de los humanos, defender castillos, jugar con los niños, proteger princesas, ser aliado de príncipes y caballeros.
Entonces nuestro gran dragón pensaba que sí el pequeño continuaba con esas ideas, la especie se extinguiría, que se necesitaba mucha malicia con los humanos. Y, mientras cavilaba, comenzó a sentir que su cabeza flotaba a punto de estallar. Sentía un odio que hacía arder sus pensamientos y fue entonces, cuando sus pensamientos se hacían cenizas y resurgían otros aún más candentes, que cayó en la cuenta que le había crecido otra cabeza. Una nueva cabeza que le hacía ver peores todas las cosas.
Avergonzado, no quiso que nadie lo viera y escapó. Huyendo por la foresta, tropezó con un grupo de leñadores que al verlo se echaron a correr abandonando sus hachas. Nuestro dragón se preguntaba entonces por qué los humanos huían de él y entonces un chispazo se encendió entre sus dos cabezas. Salió fuego de sus fauces que acabó por fundir las hachas de los leñadores. Y así marchó por el bosque, iracundo e incendiario.
Pasó mucho tiempo. Y un buen día por el bosque oyó ruidos tremendos. Se alistó para combatir con su fuego, pero pronto descubrió entre los árboles al joven buen dragón. Llevaba consigo arados y otras herramientas humanas. Nuestro dragón conmovido tallaba su cuello, bueno, sus cuellos en el pecho del joven dragón como un gatito se talla a los pies de su dueño. Y finalmente le preguntó qué era toda esa herramienta. A lo que el joven dragón le respondió: «Son cosas que he recogido de incendios que tú has provocado. El hierro candente suelda y, pues al menos puedo hacer herramientas para trabajar la tierra y reconstruir casas y ciudades. Sabes, el fuego tiende a unir y hay que aprovecharlo. Los elementos más nobles se funden o se sueldan entre sí bajo su fuerza».
Fíjate bien. Todos sabemos lo dolorosas que resultan las divisiones en nosotros mismos y entre los nuestros. También sabemos que lo que las genera en nosotros pocas veces es la fidelidad al evangelio o el amor a Jesucristo. Muchas veces nuestras divisiones son como otra cabeza que nos crece cuando nuestros pensamientos se incendian por la ira, la desconfianza, el rencor, la envidia. Peleamos las mismas causas que nuestros adversarios sólo que lo hacemos desde nuestra segunda cabeza, la que incendia todo con su violencia. Muchas veces lo que nos divide es el reflejo de nosotros mismos, la sombra de nuestras ambiciones, la proyección de nuestro egoísmo, nuestra propia intolerancia hacia la frustración o el rigor de nuestra tibieza porque los extremos a fuerza de estar separados se juntan.
El Señor Jesús sabía que su paz habría de ser arrasada por nuestro fuego. «Él es nuestra paz». Y en la cruz nuestra paz ardió bautizada por el fuego de nuestro odio, de nuestra violencia, de nuestras torturas, de nuestras luchas peleadas desde varios frentes, desde nuestra segunda cabeza. «He venido a prender fuego en el mundo y cuánto deseo que esté ya ardiendo. Tengo que recibir un bautismo y cómo me angustio mientras llega».
Justamente por eso, porque los extremos a fuerza de estar separados se juntan, es posible sanar la violencia con la paz, forjar herramientas donde arde el fuego. Sólo por eso el fuego puede rescatarnos. Su magia vuelve a soldar lo que nuestra violencia arrasa. Y así es Cristo. Sólo él, nuestro buen dragón, amigo de nuestra humanidad, hizo del incendio de la cruz una fragua para alcanzarnos el arado que nos hace dignos de ser sus discípulos. Sólo él pudo forjar en la cruz las herramientas de paciencia y abandono, de amor y de perdón que nos permiten edificar una morada en el cielo. No abandones esas herramientas porque son vasos sagrados del altar que nos salva de nuestra segunda cabeza.