martes, 25 de diciembre de 2007

In Nativitate Domini


Ad primam Missam. In nocte

Un edicto de César Augusto ordenaba un censo de todo el imperio. El tirano contaba sus súbditos y los inscribía en su libro. Pero, dice San Efrén: «En los días de ese rey, que inscribió a los hombres en su libro, el Señor bajó del cielo para inscribir a los hombres en el libro de la vida. Él fue inscrito e inscribió. Nos inscribió en el cielo y fue inscrito en la tierra».
Mira pues con atención el misterio. En el Cantar de los cantares está escrito: «Salgan a contemplar, hijas de Sión, a Salomón, el rey, con la diadema con que le coronó su madre el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón». Así, pues, salgamos a contemplar al Consejero admirable, al Príncipe de la paz, a nuestro Salomón. Pues el Dios poderoso entra en el mundo para que tú salgas de la mundanería. A esto se refiere la Escritura cuando dice que María envolvió al divino Niño «en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada». Fíjate que llama posada al mundo, y Aquél, a quien el cielo no puede contener, no encontró lugar para sí en lo mundano.
La Virgen Madre lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre. Su Madre Santísima lo amortajó con pañales. Es ésta la diadema con que la Virgen Madre coronó a nuestro Rey el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón. La humilde María hizo entrar en un vestido de mortales a Aquél que ni el cielo ni la tierra pueden contener. Y lo puso en un pesebre, en el comedero de los rebaños, donde se arroja la paja para el ganado. Porque el pequeño ahora es casi nada, es paja. Aquel que no encontró lugar en la posada del mundo, reposó en un comedero en Belén, que significa «Casa del pan». Porque Belén es la casa de Aquel que un día dirá: «Yo soy el pan de la vida». Ahora el Dios chiquito es paja, pero no cabe en el mundo. Cabe sólo en un pesebre, en una apretada mortaja de pañales. «Salgan a contemplar, hijas de Sión, a Salomón, el rey, con la diadema con que le coronó su madre el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón». Porque éstas son las bodas del Cordero, y su esposa se ha embellecido, como se embellece la tierra reseca cuando la suave lluvia de primavera la fecunda, como se embellecen los campos, cuando el sol les contagia su brillo.
Mira qué misterio. Dios con nosotros reposa en un pesebre en el día del gozo de su corazón. Día tremendo, en que Dios tiembla de frío. En el día del gozo de su corazón, Dios entra en el corazón del mundo, sin tomar nada mundano. Ni siquiera recibió su humanidad de hombre alguno, pero «de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia». Que el impío no blasfeme más contra la gracia. Mira bien, para que creas. Porque el hombre sin la gracia nada puede. Y este niño, paja dorada del pesebre humilde, es el bastón de la oscura vejez del mundo. Carga tú, buen Salomón, con el peso del mundo, porque el imperio reposa en tus preciosos hombros, Dios poderoso.
Ay, dulce Niño, suma luz, qué cosas diré de ti. Si en mi mente no hay más que tinieblas. Pero tú honras las tinieblas habitándolas. Tú resplandeces en medio de nuestras noches. Y sin esta noche santísima, el mundo no tendría esperanza. La humanidad entera descansa segura en esta noche, a la sombra de la vida, porque esta noche iluminada es la promesa mutua de Dios con nosotros y de nosotros en Dios. Gracias, Cristo, por tu nacimiento inefable. Gracias, Cristo, por hacer de nuestra noche tu gran día, el día del gozo de tu corazón.

sábado, 8 de septiembre de 2007

In Nativitate B.V.Mariæ


Los poetas dicen que Dios tiene tres hijas. La Fe, que es una espléndida esposa fiel, la Caridad, que es una abnegada madre entrañable, y la Esperanza, que es una niña muy pequeñita. La Fe se eleva por los siglos, y la Caridad se extiende por los siglos, pero la pequeña Esperanza es la que todas las mañanas nos da los buenos días. Dicen los poetas que la Fe es un soldado, un capitán que defiende una fortaleza, una ciudad del rey. Y dicen que la Caridad es un médico, una hermanita de los pobres, que cuida a los enfermos, que cura a los heridos, a los pobres del rey. Pero la pequeña Esperanza es la que cada mañana saluda al pobre y al huérfano.
Dicen que en la oscura noche vuela como un fantasmita resplandeciente. Entre sueños todo el mundo la invoca; todos la imploran. Porque la noche a menudo consigue que el hombre renuncie a sí mismo y finalmente se rinda en manos de Dios.
Yo les digo que la Esperanza es una niña hermosa, la más bonita, la más tierna. Que tiene siempre su corazón en la mano de Dios porque allí está su tesoro. En los puños de Dios, rebosantes de estrellas amigas, juega la Esperanza a adivinar los secretos de Dios. Entre las manos de Dios, se complace en sus milagros.
Dicen los poetas que toda vida procede de la ternura. Hasta el guerrero más duro ha sido un niño tierno alimentado con leche, y hasta el mártir más riguroso ha sido un tierno bebé lactante. Porque la ternura es el perfume de la Esperanza, es su promesa. En este día el cielo se alegra porque ha germinado entre las manos de Dios un tierno brote. Y la Esperanza juega, ríe, goza. En este día en que preparamos nuestros corazones para festejar el nacimiento de la Madre de Dios, la Esperanza canta de gozo. Porque ha visto descender de las manos de Dios una estrella matinal sobre la tierra, una estrella resplandeciente de milagros, que anuncia el gran día del verdadero Sol de justicia. Aquella que ha de ser templo del Dios vivo, tabernáculo del Rey del cielo, nace al disiparse la noche del mundo. Aquella que ha de recibir en sus entrañas al verdadero fuego espiritual, nace envuelta del tierno calor materno. Nace pequeña, perfumada de ternura. La mano de Dios se abre para vestir de maravillas la tierra. «Grandes cosas ha hecho por mí el que todo lo puede».
El nacimiento de la Madre de Dios hace bailar de gozo a la Esperanza. Se asoma sobre su cuna y le habla a la pequeña Virgencita de los anhelos de los hombres, de los sueños lastimados de sus corazones. ¡Cómo anhelan saberse hijos de Dios! ¡Cómo buscan un milagro que los ponga a salvo en sus peligros! La Esperanza intercede por nosotros desde el profundo brillo de sus ojos y la pequeña Virgencita nos mira allí, en ellos. Es que la Esperanza lleva en sus ojos el recuerdo de los corazones en que ha peregrinado. Y así, las dos niñas hablan del cielo y de la tierra. La Virgencita lleva en el brillo de sus ojos muchos milagros, la Esperanza lleva nuestros corazones quebrantados. Las dos se miran a los ojos: ojos de cielo y de tierra. La Esperanza llora porque ha llegado al puerto con sus velas rasgadas. María sonríe porque el día se ha abierto.
Tu nacimiento, Santa Madre de Dios, llenó de alegría el mundo entero. Salve, por ti se ilumina la aurora, salve, Virgen gloriosa, ruega a Cristo por nosotros.


domingo, 1 de julio de 2007

"Vulpes foveas habent, et volucres cæli nidos, Filius autem hominis non habet, ubi caput reclinet"


Dominica XII per annum

El Señor Jesús, Verbo de Dios encarnado, pasó su vida terrena haciendo el bien. Él no cometió pecado; ni hubo nada en él que mereciera la muerte. El que es engendrado eternamente en el seno del Padre en una concepción purísima, inmaculada, nació de Madre Virgen, exenta del pecado original. Entonces, Cristo podía no morir. Libre de pecado, era dueño de su vida. «Él era la vida».
Sin embargo, puesto que convenía que saliera del mundo a través de la muerte por nuestra salvación, quiso morir ofreciendo un sacrificio para el perdón de nuestros pecados. Y es que ninguna otra muerte convenía al gran Pastor de las ovejas, al Cordero sin mancha ni defecto, al sumo y eterno Sacerdote.
Así pues, dice la Escritura que el Señor «endureció su rostro para ir a Jerusalén». Y que en Samaria no fue recibido «porque su rostro era el de uno que va a Jerusalén». El rostro de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, se endureció para mostrar que él mismo era el altar del sacrificio para Dios. Y su rostro era el de uno que va a Jerusalén porque él mismo era la víctima de reconciliación. En efecto, Jerusalén significa «Visión de paz», y ¿qué otra paz vería Cristo, sino la paz que reconcilia a los hombres con Dios? Así pues, Cristo era el rostro del hombre que vuelve a Dios.
En el camino alguien le dijo: «Te seguiré a dondequiera que vayas». Pero el Señor respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza». Es curioso, a veces pienso que toda la seguridad de un pájaro no está en su nido, sino en sus alas. Si el peligro se acerca, rápidamente extiende sus alas y levanta el vuelo; si tiene hambre o sed, vuela buscando con qué saciarse; si el calor lo agobia, huye en busca de la sombra. Pero apenas decide construir un nido para criar sus polluelos, entonces se pone en un gran peligro. Sus funciones vitales se alteran. Un sopor febril invade su cuerpo, sus patas se entorpecen. Si el peligro se acerca, no hay forma de huir con todo y polluelos. Hay que luchar y defender el nido, con la vida al más alto riesgo. Si el calor arrecia, sus alas se convierten en sombrilla, con el peligro de perecer de insolación, y si llueve, se despliegan en paraguas para proteger a los pollitos, con el riesgo de acabar ahogado. Toda la seguridad del nido es para los polluelos, no para los pájaros. Tan inseguro es el nido que ningún pájaro sano dudará en abandonarlo apenas los polluelos se vean libres.
Así pues, Cristo pasó entre nosotros, pobre y castísimo, totalmente entregado a las cosas de su Padre del cielo, «como pájaro sin pareja en el tejado». Hasta el día en que, obediente al Padre, quiso construir su nido en el árbol de la cruz. Puso ante sus ojos la paja de las debilidades y maldades de los hombres, y entre sus espinas construyó su nido. Allí nacimos nosotros. Enmedio del gran peligro que corrió el Hijo de Dios fuimos puestos a salvo. Su muerte era necesaria, y debía ocurrir por todos, para pagar la deuda de todos. Y era la muerte asumida con mayor libertad. Fíjate bien en lo que dice el bendito Atanasio: «la muerte que golpea a los hombres les sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al no poder perdurar en el tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les asaltan enfermedades y, privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no es débil, sino el Poder de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto, si se hubiera desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de los hombres, se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad de su naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero, puesto que era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte ocurriera por todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».
La muerte del Mesías entonces, no es la consecuencia inexorable de la debilidad asumida, ni siquiera es una cosa política o la consecuencia funesta de un cierto estilo de vida. Es la manifestación del Poder de Dios y de su amor. Es la libertad suprema del único que pudo morir de amor.
Alguien dice que «morir de amor» es una licencia poética, y que tal cosa no es posible; pero yo les digo, que en Cristo «morir de amor» es la poesía que hace posible el resto, la recreación del mundo y de los hombres. El único momento en que el Hijo de Dios reclinó su cabeza fue en su nido de dolor, cuando murió de amor en la cruz. Allí entregó el Espíritu. Pues así como Cristo es nuestra cabeza, la cabeza de Cristo es el Padre, y una vez que Cristo se durmió en la cruz, nos entregó el Espíritu del Padre, entregó su Cabeza. En Cristo, el rostro de Dios se volvió otra vez hacia los hombres.
Alegrémonos pues de este misterio y digámosle con amor a Dios: «Haznos volver a ti, Señor, y nosotros volveremos».

domingo, 17 de junio de 2007

"Rogabat autem illum quidam de pharisæis, ut manducaret cum illo; et ingressus domum pharisæi discubuit".

Dominica XI per annum

El Señor Jesús entró en la casa de Simón, el fariseo, y se sentó a la mesa. El fariseo lo había invitado a un banquete. Invitar a alguien a comer es de por sí un gesto de simpatía, generosidad y donación. Bien sabemos que no podemos vivir sin algo de alimento; ni vale la pena intentarlo. La vida se nutre de la vida, porque es frágil y se desgasta. Tampoco podemos nutrirnos de una vez por todas. Moriríamos en el intento. Tejemos nuestra vida poco a poco, con hilos cortitos que aseguran que la trama no se rompa. Y el Señor Jesús, como hombre entre los hombres, compartió con nosotros la festiva fragilidad de nuestra vida. Se alegró de las mismas pequeñas cosas que nosotros. Y se dejó invitar a comer. Aceptó que otro sostuviera su vida, por unas horas, cuando iba de camino.
Invitar a los amigos a comer, trabajar para nutrir a los hijos, preparar un platillo especial y escoger el vino más adecuado, amar el decoro de la propia esposa: todo esto es parte de la alegría que nos provoca saber que la vida es frágil y al mismo tiempo valiosa. Son los pequeños hilos que damos a los demás para que puedan seguir tejiendo su vida. Estos pequeños gestos son una confesión de amor y de veneración y que han de repetirse con devoción y entrega, porque son casi sacramentos.
Un fariseo, invitó al Señor Jesús a comer cuando iba de camino. Y el Señor entró en su casa. Un padre de familia bendijo con su cansancio los alimentos de sus hijos. Un sacerdote vio el llanto de un penitente y escuchó su confesión. Un esposo se sentó a la mesa con su esposa a escuchar sus preocupaciones y sus temores. Y el Señor entró en su casa.y se sentó a la mesa. El Señor quiso ser un invitado a la fiesta de nuestras vidas. Como un pájaro acostumbrado a volar en las alturas no desprecia las semillas que caen por tierra, sino que baja majestuoso a buscarlas entre las piedras, así Cristo, el dulce huésped del alma, no despreció nuestros pequeños gozos enmedio de la dureza de la vida.
Cristo se sentó a la mesa, con nosotros. Y allí, el juez de todos, escudriñó los corazones. Una mujer, cuyos pecados son bien conocidos a todos, pero de la que ni sabemos su nombre, se acercó a Jesús. Conocía de perfumes, porque estaba acostumbrada a que el amor se le escapara de entre las manos. No comprendía que el amor sólo puede ser fiel a su esencia si admite como huésped al Espíritu del amor, al Espíritu de Cristo. No había entendido que el corazón humano es como una enredadera que sólo tiene firmeza si se apoya en la rectitud del amor según Dios. Amaba, pero no rectamente. Y no quiso dejar pasar la oportunidad de estar cerca de Jesús. Llevó un perfume, el más puro, de esos perfumes finos que se esfuman rápidamente. Y quiso bañar con él los pies de Jesús. Pero el Señor se le adelantó: «El agua que yo le daré se convertirá en fuente de agua viva que alcanzará para la vida eterna». El Señor Jesús, fuente infinita de la divina misericordia, antes de que ella le bañara sus pies con perfume, le dio a beber la castísima agua viva que lava los pecados de los hombres, le dio el llanto del arrepentimiento. Y la mujer lloró a los pies de Jesús. Sin preocuparse de los demás invitados, ella lloró. Tenía tanta vergüenza y humillación en el alma que ya la vergüenza enmedio de la fiesta contaba poco. Como un árbol frondoso, que eleva sus ramas al cielo y no desprecia las débiles corrientes de agua que refrescan y nutren sus raíces, así Cristo, el dulce huésped del alma no despreció el llanto de la mujer arrepentida enmedio de una gran tarde de fiesta. Y es que el amor también vive del llanto. Ante los pies de Aquel que conoce los corazones, las lágrimas son un perfume purísimo, guardado escondido en el alabastro del corazón.
Pero así como el pájaro acostumbrado a las limpias alturas, baja del cielo a cosechar las semillas de nuestros pequeños gozos entre cantos de júbilo, pero no se queda allí, sino que se las lleva al cielo escondidas en su pecho para nutrir a sus polluelos, así Cristo lleva nuestras buenas obras al cielo para que el Padre las bendiga con su gracia y se transformen en frutos de vida nueva para nosotros y para otros más pequeños.
Y así como el árbol se nutre del agua humilde que corre a sus pies entre la tierra, la toma y la eleva a través de sus ramas para que la luz del sol la bendiga y la convierta en frutos, así Cristo, lleva consigo nuestras lágrimas al cielo. Así, pues, la mujer pecadora nos mostró el único lugar seguro en el mundo para los pecadores: los pies del Señor, que los ángeles adoran, los pies divinos que pisan las negras uvas de nuestras lágrimas y las convierten en vino nuevo que alegra el corazón. Con razón una santa mujer escribió: «Dios me mostró que en el cielo el pecado no será ya una vergüenza para el hombre, sino un motivo de más profunda adoración. Del mismo modo como a cada pecado corresponde una pena, del mismo modo por cada pecado expiado con el llanto el alma recibirá un grado correspondiente de beatitud. Porque Dios es amor; y del mismo modo como los diferentes pecados son castigados con penas diversas según su gravedad, así nos procurarán gozos diversos en el cielo, en proporción a la pena y al dolor que el alma habrá atravesado aquí en la tierra».
Que aprendamos a llorar nuestros pecados a los pies del Señor, para que podamos alegrarnos luego de haberlos llorado.

domingo, 27 de mayo de 2007

Dominica Pentecostes


Sabemos bien que Dios es amor. Y el Espíritu Santo es el Amor del Amor. Y puesto que el Padre y el Hijo se aman mutuamente es preciso que el Espíritu Santo proceda de los dos y sea común a ambos. Sabemos que Dios es espíritu, y nada de su perfección es material. Y es santo, porque su divina bondad es purísima. El Padre es Espíritu y el Hijo es Espíritu; el Padre es santo y el Hijo es santo. Fíjate bien, el Espíritu de Dios es de tal manera común al Padre y al Hijo, que incluso tiene por nombre propio el nombre que el Padre y el Hijo tienen en común. Pero todo este misterio se oculta a nuestros ojos, y apenas si logramos gustarlo con la luz de nuestras mentes.
En el día santísimo de Pentecostés, el Espíritu del Señor descendió sobre su Iglesia. El Espíritu Santo, el soplo divino, que ora en secreto con gemidos indecibles, se hizo escuchar para manifestar su presencia entre nosotros y en favor de nosotros. La Escritura dice que repentinamente «se oyó un gran ruido, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban». Esta casa es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, donde resuena unánime el canto nuevo, el himno de los redimidos, como en una flauta cuando el aliento del músico mueve todas sus armonías y crea la música siempre nueva. El Espíritu Santo es el soplo que hace sonar la flauta, que es la Iglesia, porque el Espíritu ora en nosotros.
Además, dice la Escritura que «aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos». Estas lenguas de fuego hicieron visible la presencia orante del Espíritu, porque así como el fuego arde en una continua ascensión al cielo, así el Espíritu continuamente ora en nosotros y lleva consigo nuestras plegarias al corazón del Padre. Estas lenguas de un mismo fuego se distribuyeron y se posaron sobre cada uno porque la oración es siempre el acto más solitario del hombre. Comienza como monólogo del alma consigo misma y luego se descubre como parte del continuo monólogo del Espíritu de Dios con Dios mismo. Cualquier diálogo en la oración no es más que eco de la misma voz orante del Espíritu. Por eso cada liturgia nuestra es un encuentro de solitarios reunidos en el Espíritu de Dios. Y hemos de venerar nuestras soledades juntas en el silencio y el recogimiento porque el Espíritu de Dios ora en nosotros. ¿Pero qué pide? ¿Qué nos enseña a pedir? Fíjate bien, hoy hemos escuchado las palabras evangélicas: «Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar». Es decir, la remisión de los pecados se da sólo en el Espíritu Santo. Este Santo Espíritu expulsa todo lo que es nocivo, y sin él reina entre los hombres el espíritu del pecado y la discordia, que hiere todo, corrompe todo, dispersa todo. El Espíritu del perdón habita en la unidad de la Iglesia. Por eso sólo en ella se da la remisión de los pecados. Así como no podemos trabajar la tierra sin la lluvia que baja del cielo, así es la remisión de los pecados. Sólo podemos sembrar la vida espiritual en la fecunda tierra de la Iglesia, bendecida por la temprana lluvia de la misericordia, que es el don del Espíritu Santo recibido en el bautismo.
Por eso, el Señor Jesús dejó en manos de sus Apóstoles el ministerio visible del Espíritu Santo invisible, para que todos los que nacen del agua y del Espíritu por el bautismo, puedan volver continuamente a las fuentes de la salvación. Pues así como un recién nacido ha recibido todo de su madre, y sin embargo continúa nutriendose de su leche y deleitándose en su amor, así también quien ha renacido en el Espíritu ha recibido toda la vida espiritual y sin embargo debe continuar buscando las cosas del cielo, nutriéndose con el don del Espíritu Santo, pidiendo el perdón de sus pecados.
Es curioso, San Agustín poco después de su conversión y de su ordenación sacerdotal, enseñaba con gran entusiasmo que el bautizado podía llegar a ser perfecto si vivía continuamente según el mensaje de Cristo, dado en el Sermón de la montaña como ley novísima. El camino de las bienaventuranzas era para Agustín una peregrinación sublime al monte santo de la palabra de Dios. Sin embargo, unos veinte años después, el Santo Doctor escribió: «Mientras tanto, he comprendido que uno sólo es el verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno sólo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, todos nosotros, incluso los Apóstoles, debemos orar cada día: "perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"».
Es ésta la oración del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, aunque el Espíritu nos hace nacer en él a través de las aguas del bautismo, necesitamos volver continuamente a la fuente del perdón. Es más, el mismo Espíritu nos conduce a la penitencia. Corramos pues con el corazón dilatado, a las fuentes de la salvación y recibamos continuamente el Espíritu Santo para el perdón de nuestros pecados.