viernes, 22 de diciembre de 2006

O rex gentium


O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti.

«Que me bese con los besos de su boca». Así comienza el más bello cántico de Salomón. Es el grito sapientísimo del universo entero que anhela el beso de Dios. Si el mundo por un instante dejara sus distracciones banales, sus deseos distorsionados, sus amores imposibles, insensatos, resonaría solamente este canto: «Que me bese con los besos de su boca».
Con razón la Sabiduría eterna dice: «Yo salí de la boca del Altísimo». ¿Qué significa? Fíjate bien, significa que el Padre se ama con Amor purísimo. Y porque se conoce y se ama perfectamente, en su seno es concebido y engendrado el Verbo eterno como la única Palabra del Padre, que está ante él eternamente. El Verbo consustancial al Padre es entonces el beso con que eternamente el Padre comunica su Amor. Permítanme decirlo con un ejemplo insensato: el Padre tiene ante sí su Verbo como un ruiseñor tiene ante sí su propio canto. Aun cuando el ruiseñor no canta, su canto está presente a él mismo, en lo íntimo de sí, y por eso puede vestirlo de timbres y armonía cuando la primavera llega, sin necesidad de aprenderlo o inventarlo de nuevo. De modo análogo, el Verbo eterno de Dios está ante el Padre. Y aun cuando el Verbo eterno se manifiesta a los hombres y les habla ya sea como Maestro interior, ya sea en las Escrituras, ya sea como un hombre entre los hombres, este único Verbo que habla en eterno silencio no se inmuta ni abandona el seno de la Majestad Omnipotente.
La Palabra eterna sale de la boca del Altísimo, como un esposo de su tálamo nupcial. Por eso la naturaleza humana aclama, suplica, gime, anhela: «Que me bese con los besos de su boca». Porque en el beso mismo que sale de la boca de Dios, al tocar nuestra tierra, toda la naturaleza humana es asumida, es llevada consigo por Dios mismo. Por eso dice la amada en el Cantar: «¡Llévame pronto contigo, llévame, oh Rey, a tus habitaciones! Lo llama rey porque es digno de un rey morir por su pueblo. Y le dice: «Llévame pronto contigo», porque él es el camino que conduce a Dios invisible. Y porque con la encarnación, Dios no fue llevado por la naturaleza humana agrietada por las luchas y las discordias, como una antorcha lleva el fuego; sino que toda la resquebrajada naturaleza humana fue llevada por y a Dios. Dios cargó con nosotros. De mucho habría servido que el Hijo de Dios tomara la carne de un pequeñito que tiembla y llora, y condujera al hombre a encontrarse consigo mismo. Pero para Dios sería demasiado poco. El Hijo eterno del Padre asumió la naturaleza humana para conducirnos a Dios. Por eso él fue conducido a nuestra muerte. Porque nuestra naturaleza cambia, pasa, y Dios, siempre más grande, la recorre como un caminito. El que es el Camino recorre nuestras pisadas. Muere nuestra muerte para que vivamos su vida, como el sol cuando recorre la superficie de la tierra y lo vemos morir detrás de los montes, después de haber llenado de color, madurez y vida todas las cosas. Pero no cambia ni se altera, del mismo modo como el canto del ruiseñor es siempre el mismo, y el ruiseñor ama y conoce fielmente su canto cuando está en silencio y cuando está cantando.
Así, pues, el universo entero añora el toque del beso divino, la armonía del Ruiseñor eterno. Por eso con razón la Iglesia en este día lo aclama: «O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti». Como la piedra angular asocia en armonía perfecta a un muro principal otro que va en diferente dirección, así el Deseado de los pueblos asocia a la naturaleza divina la humilde naturaleza humana, como cuando tras haber reunido el barro, el soplo divino se hizo vida del alma, que es vida del cuerpo y que lo unifica. En ese instante en que la boca del Altísimo tocó nuestro barro formado, el beso divino habitó en el corazón del hombre, como Maestro y guía interior, para que conserváramos su presencia como el perfume del Amado. Y cuando el barro del hombre comenzó a tener grietas, el beso divino no escapó, pero el corazón del hombre dejó de escuchar el eco de su voz. Entonces el Verbo eterno quiso vibrar, vestirse de armonías y de voces, porque el Ruiseñor es siempre fiel a su canto.
Como cuando queremos hacer una teja, mezclamos tierra y agua, y luego que el agua se va, queda firme la teja, y siempre que el rocío la empapa desprende un aroma único, como si se alegrara agradecida por el agua que le dio su origen, así nosotros, exhalemos el buen olor de las virtudes de Cristo, Verbo eterno que un día sopló en nuestra tierra y nos llamó a la vida, y en la cruz expiró sobre nuestro barro para darnos su misma vida divina.
Que en este día, como la Madre de Dios, cantemos un canto siempre nuevo. Que corramos con el corazón dilatado hacia Dios, detrás de sus perfumes, y seamos para el Rey de los pueblos una morada humilde, donde él habite, siempre más íntimo, como íntima es la piedra angular, y como intimísimo es el soplo divino que habita en el hombre. Que él nos conduzca a sus habitaciones, donde él, Piedra angular, es el fundamento de todas las cosas, donde él es la armonía y el descanso que pone en paz a Dios y a los hombres.

jueves, 21 de diciembre de 2006

O Oriens

O Oriens, splendor lucis æternæ et sol iustitiæ: veni et illumina sedentes in tenebris et umbra mortis

Una monja cisterciense escribió acerca de una de sus visiones: «Vi y veo a las tres Personas en su eterna excelsitud, antes que la Virgen concibiera al Hijo de Dios; los ángeles bienaventurados contemplaban a cada una de estas Personas en su unidad, con sus nombres, y cómo estas tres Personas son un solo Dios verdadero. Pero aunque estos ángeles poseen una gran agudeza, no pudieron prever todos los misterios de la futura encarnación, porque no vieron la carne, la sangre, el rostro, ni el nombre glorioso de Jesús. Estas cosas estaban admirablemente ocultas a sus ojos en el pecho del Padre eterno […] Sólo Gabriel nos trajo del cielo el nombre de Jesús con el saludo divino. No se le concedió traer consigo huesos, ni carne ni sangre a la Virgen siempre incontaminada». Y en esto tiene razón. Porque los ángeles, contemplando el hoy eterno de las tres Personas descansan en su eterna majestad, y adoran la misteriosa verdad del Dios único. Ellos conocen el Nombre de Dios, santo y fuerte. Y conocen la gloria de cada una de las tres Personas, gloria que viene del Padre eterno y que colma enteramente al Hijo como un cáliz lleno hasta los bordes. Del amor eterno del Padre y del Hijo, procede como un abrazo suavísimo la gloria del Espíritu Santo. Fíjate bien, este misterio permanece oculto a los ojos de los hombres, pero los ángeles lo conocen en su claridad matinal, porque de esta gloria hermosa nace su propio brillo, de ella reciben su suprema razón, su belleza y armonía. La gloria de Dios es su trabajo, su servicio, su ministerio. Porque ellos sirven a Dios, no como se sirve a los tiranos de la tierra, sino que lo sirven, por así decirlo, dejándose amar por él, dejándose clarificar por él, sumergiéndose en su eternidad luminosa.
Ellos se sumergen en el misterio divino sin herirlo nunca. Se visten con los vestidos de Dios, jugando a ser reyes. Son agudos y conquistan eternamente el cielo sin que el cielo sufra dolores. Se apoderan del misterio divino y cuanto más lo conocen más lo adoran. Todos ellos son luz, y cada uno suma su virtud al cielo, pero su luz viene de Dios.
Ellos contemplan también y veneran el paso de Dios por el mundo. Ven sus huellas grabadas en los corazones de los hombres. Y a veces tienen que ingeniárselas para hacernos ver las pisadas de Dios en nuestras vidas. Y es que a menudo Dios pisa en nuestros corazones como quien pisa los racimos de las uvas. Entonces todo se llena de color, y los ángeles se alegran por el vino nuevo con que Dios ha salpicado su túnica. Pero nosotros sólo vemos uvas marchitas.
Los ángeles del cielo conocen al Hijo eterno de Dios como Sol que nace eternamente del seno del Padre e ilumina el cielo de los cielos; pero no conocieron a este Sol vestido de la noche del mundo. Ellos, que nunca probaron el caer de la noche sobre sus vidas, que no conocieron lo que es buscar enmedio de las tinieblas, se conmovieron hondamente cuando el Verbo eterno del Padre, la voz del Pastor bueno, hizo resonar por la tarde del mundo, de oriente a poniente, su grito desgarrador: «Adán, ¿dónde estás?» Desde entonces, el Sol de la vida, comenzó a vestirse de noche, para visitar a los hombres. Su traje tenía tantos hoyitos que su luz se filtraba a través de ellos como un firmamento de estrellas. Pero ellos en su ceguera no podían verlo. A veces intuyeron su paso en la profunda negra noche; a veces sintieron su calor. Tantas veces vieron sus espaldas cuando ya se marchaba, dejando a su paso la promesa matinal que lo ángeles adoran, su manto de estrellas.
Los ángeles suelen vestirse con los vestidos de Dios. Les gusta jugar a ser como él. Y Dios se complace en verlos vestidos de su gloria. A veces él mismo les pone su corona y ríe como un anciano rey cuando su pequeño hijo se prueba la corona. A esto se refiere la Escritura cuando dice: «Los cielos narran la gloria de Dios». Y los maestros llaman a este juego locución iluminativa, porque los ángeles cantan la gloria de Dios no sólo con voces, sino también con la luz de Dios que los reviste. Pero Dios les escondió en su pecho el vestido de su Hijo. Porque cuando Adán cayó en la desnudez, Dios hizo dos vestidos, uno para Adán y otro para su Hijo. Y escondió el de su Hijo en su pecho, para serle fiel al hombre, lo guardó como promesa.
Bien sabía Dios que este vestido no era como sus demás vestidos. Este vestido no soporta la luz de los ángeles, la luz lo devora. En este vestido los ángeles no pueden sumergirse absortos en el misterio sin crear un gran dolor. Por eso lo guardó en su pecho, porque ya había sentido un dolor inmenso cuando Adán cayó en la desnudez de la muerte, cuando lo vio marcharse, confundido al atardecer, cuando se apagaba la luz de la vida. Ver desgarrado el otro vestido sería un dolor demasiado grande para el cielo.
El Verbo eterno, el buen Pastor de las ovejas de su Padre, quiso venir a buscar la oveja perdida. Entonces se vistió con el vestido que Dios había escondido en su pecho. Tomó carne en el seno virginal de María, para mostrar a los hombres su noble origen y como Sol de justicia se alzó enmedio de las tinieblas de la noche y recorrió el mundo, de oriente a poniente, con la luz de su resurrección, devolviendo la vida al mundo.
Este Sol cubierto con la opaca piel de los hijos de Adán, asombró a los ángeles: «Ningún amor hay más grande que dar la vida por sus amigos… Adán, amigo, por ti me hice hijo tuyo. Yo, que incendio la excelsa razón de querubines y serafines, por ti me hice fuego crucificado. Yo, que visto de luz y doy color a los ángeles, por ti escondí mi gloria en la negrura de la noche. Por ti escondí tu carne en la luz de mi amor y la cargué luego en mis espaldas como un manto precioso, más blanco que la nieve, por ti, mi oveja caída en el abismo el sábado de mi descanso». Y conmovidos profundamente los ángeles juzgan: «Verdaderamente fue amigo de Adán… miren cuánto lo amaba». Por eso, acércate al altar a recibir al Sol que viene. Porque su amor es tan grande que quiso dejar su carne en testamento de vida eterna y como recuerdo perenne de que un día se hizo hijo tuyo. Acércate al Dios que viene y confiésalo verdadero amigo del alma.
«O Oriens, splendor lucis aeternae et sol iustitiae: veni et illumina sedentes in tenebris et umbra mortis». «Nosotros te pedimos, oh Bueno, que nazcas siempre, que tú florezcas en nuestro desierto, que tomes carne en ésta tu Iglesia. Regresa, pues, al final de los tiempos, y todo el reino te cantará la gloria, que te han dado el Padre y el Espíritu, antes de que tuviera inicio el mundo».

domingo, 17 de septiembre de 2006

"et palam verbum loquebatur"


Dominica XXIV per annum

«Todo esto lo dijo con entera claridad», con la claridad del primer día de la creación, cuando todo sale a la luz de la vida. Pero, ¿qué dijo?: «que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho…, que fuera entregado a la muerte y resucitara el tercer día».
«Todo esto lo dijo con entera claridad», con esa claridad matinal que aparta el velo de los misterios. Si te fijas, la Escritura no dice que las palabras de Pedro: «Tú eres el Mesías», hayan sido dichas con entera claridad. Porque son una confesión de fe. Una afirmación verdadera, confiada y certera de un misterio que los ojos no ven. En estas palabras del Apóstol Pedro hay sinceridad y reconocimiento humilde y amistoso; pero no hay claridad porque una profesión de fe es la revelación de un misterio en medio de su luz enceguecedora.
Pedro dice: «Tú eres el Mesías», es decir, el Ungido, el Cristo, pero sus ojos no ven la unción que constituye a Cristo como Mesías, porque sólo el Espíritu de Dios penetra los juicios de Dios. Las palabras de Pedro son solamente el relicario que custodia un misterio que sus ojos no penetran. Estas palabras que custodian el misterio del Amado en su secreto nocturno son como un manto para el misterio de Cristo, porque lo envuelven reverentemente, pero sin distinguirlo del resto de los hombres. Las palabras de Pedro colocan a Cristo en las coordenadas de una vocación que se asoma a la luz de la vida. Como decimos entre nosotros: «tú eres el carpintero, tú eres el comerciante, tú el campesino», así Pedro dice: «tú eres el Mesías». Eso eres tú. Ése es tu lugar entre los hombres.
Ahora bien, este Mesías, el Cristo, es de por sí intocable. Basta recordar las palabras de David acerca de Saúl, el rey suplantado: «No levantaré mi mano contra el ungido del Señor». Este hombre es sagrado, no se toca. Y sin embargo, Cristo manifiesta con claridad meridiana que el Hijo del hombre ha de ser entregado a la muerte y resucitará.
Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Pedro quería devolver a Cristo a las tinieblas del misterio, sus oídos no podían soportar la crudeza desnuda de las palabras de Cristo: «el Hijo del hombre ha de ser entregado a la muerte», el intocable ha de ser puesto en las manos sucias de los pecadores, el más anhelado entre los hijos de los hombres ha de ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas.
Sin saberlo, Pedro estaba ya representando ante los ojos atónitos de los demás discípulos el drama de la pasión de Cristo, el combate entre la luz y las tinieblas, la agonía entre la vida y la muerte, esa lucha que todos los hijos de Adán enfrentamos cada día, en el esfuerzo luminoso que nos pone por encima de la oscuridad y las fatigas de la vida y un día acaba por vencernos. Pedro anhela un Mesías intacto, no golpeado por la crudeza de la vida, no llagado con la fragilidad que consume tarde o temprano a todos los mortales. Pedro quiere un Mesías sereno, que respire tranquilamente su unción bendita. Y sin embargo, el Mesías resuella, porque así lo ha querido, con la misma violencia que todos los hombres. Alcanzado por la venenosa mentira de la serpiente, el antiguo adversario, Pedro quiere evadir el triunfo de la cruz; es un soldado que colocándose delante de su rey para salvarle la vida, sin saberlo le niega la gloria. Pedro no ha comprendido que a estas alturas la cruz es una necesidad. No basta un juicio condescendiente y misericordioso de parte de Dios soberano. Eso nos perdonaría la deuda, pero no podría sanarnos. Para restaurar la relación entre Dios y el hombre es necesario el abandono libre y majestuoso de Dios en las alas de la muerte. Cuando todo está perdido, cuando todo se ha consumado, la muerte expresa mejor que nada el punto ínfimo donde toda relación termina, se interrumpe. Allí, en la cruz, en la ruptura con toda relación Dios se muestra infinitamente potente e infinitamente ofendido. Aprendemos en la cruz a abrazar el amor de Dios y nuestra condición humana tan fragmentaria. En la cruz abrazamos el pasaje salvífico de Dios que se hace víctima, del Hijo que se hace cordero llevado al matadero, del Logos que enmudece, de la Vida que padece la muerte. Es ésta la locura sana y salva de la redención.
«Camina detrás de mí, Satanás—dice Jesús a Pedro—, porque marchando delante de mí, eres para mí un adversario, pero si me sigues serás mi discípulo. Ven tras de mí, adversario, porque no juzgas según Dios, sino según los hombres». El Señor sabía que Pedro hablaba empujado por el diablo, y por eso le dice: «Sígueme, ven tras de mí, a la Pasión, porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres». Y es que el juicio de Dios es insondable, ninguna creatura puede penetrarlo, pero el juicio de los hombres es como una vasija agrietada, que fácilmente el diablo puede saquear. Así, el juicio de Pedro: «Tú eres el Mesías», es su más precioso tesoro, y sin embargo, bien pronto el diablo se le interpone en el camino y lo asalta: «Eso no puede sucederte a ti».
Por eso el Señor, volviendo victorioso del combate, dice a Pedro: «Sígueme. Sígueme hasta la cruz, sígueme a la Pasión, sígueme en la entrega hasta la muerte, allí donde nada puede apagar el amor. Sígueme hasta la gloria, donde el hombre ya no puede ser adversario de Dios. Porque yo soy el Mesías, el hijo de Dios vivo, que ha de ser entregado por ti. Yo soy el que por ti me hice camino para que no seas mi adversario sino mi discípulo».
La cruz brilla entonces como estrella de salvación, como chispa luminosa que aclara las tinieblas del pecado, que hace salir al hombre hacia la tierra prometida, tras el buen olor de los perfumes del Amado; la cruz enciende la luz de la vida que nos invita a correr mientras brilla. Y es también el peso de la vida que se carga en el camino, el viático que da sentido a la lucha. Cristo mismo nos llama a ser semejantes a él. El que por naturaleza ya existía en la forma de Dios, y que se hizo humilde y obediente hasta la muerte y muerte de cruz, nos llama a compartir la gloria que tiene «como Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad».

domingo, 14 de mayo de 2006

"Sicut palmes non potest ferre fructum a semetipso, nisi manserit in vite, sic nec vos, nisi in me manseritis".

Dominica V post Pascha

«¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pernoctemos en las aldeas, madruguemos para ir a las viñas; veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores, si ya han florecido los granados; allí te daré mis amores». Así dice el cántico más bello de Salomón.
Y el verdadero Rey Pacífico dice de sí mismo: «Yo soy la vid y ustedes los sarmientos». Hermanas y hermanos, la vida de la vid es lo más íntimo que hay en los sarmientos. Su vida fluye casi sin que lo notemos. Pero en esa vida secretísima corre toda la frescura, la fuerza, el alimento. Es un torrente de dulzura. Y no nos parece que la vid esté viva si los sarmientos no brotan. Por eso dice el cántico de Salomón: «Veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores». Algo así sucede con la vida divina.
Como la savia vital impregna las fibras más íntimas de la vid, así la vida divina se comunica y difunde en Cristo. Cristo es la vid en la que abunda la vida de Dios. El Hijo Santísimo, que está en el seno del Padre, es al mismo tiempo morada perpetua del Padre. «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí». Como el Hijo está en el Padre, el Padre está en el Hijo. Con razón Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la vid», porque la vida del Padre fluye escondida en Cristo. Lo secreto de su vida divina, lo que nadie puede conocer del Padre, es conocido por el Hijo y él nos lo ha dado a conocer. Cristo nos enseña a gustar y a comprender su propia vida, la vida que nos alimenta. «Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí». Comer a Cristo es aprender a vivir, aprender la vida verdadera. «El que me come vivirá por mí», el que rumia las palabras santísimas para llevarlas al corazón, ése vivirá por Cristo.
Porque, ¿qué otra cosa son, hermanas y hermanos, los sarmientos sino aquellos que reciben la Palabra divina con un corazón sincero y perseveran en ella hasta dar fruto? Ellos permanecen en Cristo como sarmientos que nada pueden hacer sin la vid verdadera. Permanecer en las palabras de Cristo es creer que su vida divina late en nosotros. Como el sarmiento no duda que la vid es de su misma naturaleza y no se arranca de ella, así hemos de creer que Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, al asumir nuestra humanidad nos ha dado su vida divina como lo más afín a nosotros, lo que más nos conviene, aquello de lo que jamás hemos de apartarnos.
El sarmiento recibe en la savia que lo vivifica la entera vida de la vid, pero no puede ver esa vida. Debe creer a ciegas que la vid no cesará de vivificarla. Permanecer en las palabras del Señor es amarnos los unos a los otros porque la misma vida misteriosa que nos ha librado del temor es la vida que anima e inspira también a nuestros hermanos. Permanecer en las palabras del Señor es amar a nuestras hermanas que vemos, a nuestros hijos, al esposo, a la esposa, a los hermanos que vemos trabajar con nosotros para dar fruto. «Veamos si ha brotado la vid, si se han abierto sus flores, si ya han florecido los granados; allí te daré mis amores». Pues los sarmientos que brotan de la vid manifiestan su vida escondida, esa vida que nosotros no vemos, porque a Dios nadie lo ha visto jamás; Dios es huerto cerrado. ¿Cómo, pues, vamos a amar a Dios a quien no vemos, si no amamos a nuestros hermanos a quienes vemos? En ellos podemos decir al Amado: «Allí te daré mis amores».
El viñador poda los sarmientos que dan fruto para que la sombra y la vanidad de las hojas no los alejen de la luz de la verdad. Así madurarán sus frutos y serán ofrecidos como eucaristía, como alegría del corazón, como vida divina que se derrama por todos los hombres. Que nos alimentemos siempre de la fuente de la vida. Que conozcamos el don de Dios. Que nos amemos en la fe y perseveremos hasta dar fruto.

domingo, 7 de mayo de 2006

"Ego sum pastor bonus"

Dominica IV post Pascha

Hace algunos meses conocimos a una familia. Una tarde estuvimos platicando y a un cierto punto la mamá nos contó una anécdota de su hijo cuando era niño. El pequeño tenía un bonito par de conejos. Jugó con ellos, los cuidó, los amó. Pero después de algunos meses, la casa estaba llena de conejos. Los conejitos salían por doquier. Y el niño los conocía a todos. Él fue el primero que los vio salir del nido, dar sus primeros brincos, y modizquear por vez primera la fruta y las verduras. Cuando eran más de veinte, la mamá temió que los conejos conquistaran el mundo y propuso a su hijo deshacerse de algunos.
Esa idea no había pasado siquiera por la mente del chiquillo. Pero ante la insistencia amenazadora de sus papás y de la cocinera tuvo que hacer con sus crayolas un letrero que decía: «Se venden conejos». Los papás le habían pedido que colocara el letrero en la puerta de la casa, y así lo hizo: muy obediente puso el letrero en la puerta de la casa… pero por dentro. ¿Por qué habría de vender sus conejos a un extraño? El buen pastor entra y sale por la puerta. Es uno de casa.
Obligado por sus papás a poner el letrero fuera de la casa, el niño comenzó a recibir muchos clientes. Pero la pregunta condicional era: «¿Y se puede saber para qué quiere Usted un conejo?». Y si la respuesta tenía que ver con la cocina, el niño se negaba a vender sus conejos. «El buen pastor da la vida por sus ovejas», no la quita.
Si así están las cosas, entonces ninguno de nosotros podría ser un buen pastor. ¿Qué haríamos con tantas ovejas? ¿Cómo podríamos conocerlas, amarlas y cuidarlas a todas, así, sin nada a cambio? Podríamos dar la vida por unas cuantas, pero ¿y las demás? ¿No será que, en fondo, nosotros somos ovejas y nos acompañamos unos a otros, pero uno solo es el Pastor verdadero?
Veamos, en el sacrificio santísimo de la cruz, Dios condujo a una muerte a su Hijo Único, al Amado. Como un pastor, el Padre condujo al Hijo a la entrega suprema de su vida. Y con este sacrificio nos abrió un camino, abrió la Puerta. En la cruz, el Hijo Santísimo de Dios, el Cordero sin mancha ni defecto, fue traspasado, herido por nuestros pecados. Entonces se manifestó como Puerta abierta.
Con razón, Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la puerta», y también: «Yo soy el camino». Porque nadie va al Padre sino por el Hijo. Y nadie viene al Hijo si el Padre no lo llama. Es decir, nadie puede llegar ante el Padre si no entra por la Puerta santísima, que es Jesucristo, pero para pasar por la Puerta santísima hay que escuchar la llamada del Padre que se dirige a nosotros a través de la Puerta.
La Escritura dice que al sumergirse en la muerte, Jesús dio un fuerte grito y entregó el Espíritu. El gemido amoroso, el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, el amor increado con que el Padre ama al Hijo, atravesó la Puerta Santísima que es Jesucristo y ungió con su soplo a nuestra humanidad mortal. Este Espíritu divino se hizo entonces la vida de la Iglesia. «El buen Pastor da la vida por sus ovejas».
El Cordero que se dejó conducir por el Padre hasta la muerte es también el buen Pastor que conoce a sus ovejas, conoce sus fatigas porque él mismo ha aprendido por el sufrimiento a obedecer, ha atravesado las dificultades de dejarse guiar. Así, es el primero de muchos hermanos, el Cordero que redimió a las ovejas y es el Pastor que las llama por su nombre. Cristo es verdadero Cordero y verdadero Pastor porque posee en sí la vida. Por su propia naturaleza puede entregarla y volverla a tomar, porque vive desde la eternidad y es imagen perfectísima del Padre, que nunca muere. Nosotros podemos entregar la vida, pero no podemos volver a tomarla porque no existimos desde siempre. Hemos recibido la vida, y la recuperamos sólo si Dios lo quiere.
Pero podemos donar la vida. Cada uno que se entrega a su trabajo, a su servicio, que da su vida, su tiempo, sus esfuerzos por conocer y amar a sus hijos, a su esposa, a su esposo, a sus hermanos, imita en esto al buen Pastor. Cada uno que invierte sus fatigas para que sea posible la vida, sigue así al Pastor Bueno. Que podamos correr tras los pasos del Buen Pastor para que él nos conduzca por los senderos de la vida.

domingo, 23 de abril de 2006

Dominica in albis


Queridos amigos y amigas:
Hemos escuchado las palabras de Jesús: «Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree». Jesús, la luz risueña de la gloria, visita a sus discípulos cuando atardece y la luz de la resurrección es ya un recuerdo. La luz divina que permitió a nuestros débiles ojos ver la gloria de Jesucristo es la misma luz que nos hizo ver los ángeles en el día de pascua y comprender el misterio de Jesucristo. Pero esta luz tiene un atardecer. Cuando se retira esa luz admirable, y todo lo cubren las sombras, también la duda nos asalta. En esa noche Jesús visitó a sus amigos.
Los discípulos vieron a través de la carne de Jesús a Dios mismo. En sus heridas lo reconocieron. La Escritura dice que Tomás fue con Jesús cuando resucitó a Lázaro. Los ojos de Tomás vieron el regreso a la vida de Lázaro. Y sin embargo, el discípulo se atrevió a hacer una apuesta: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
¡Qué extraño eres, Tomás! El discípulo no quiere solamente oír que Dios vive. Quiere meter sus dedos y su mano en la carne traspasada. ¿Por qué? Porque sólo la carne traspasada testimonia el amor llevado hasta el extremo de Dios que quiso sumergir su inmortalidad divina en la mortalidad de nuestra carne. Si Dios se hubiera levantado de la tumba sin ninguna huella de su pasión, su amor no sería razonable, no lo podríamos entender. Tampoco su fidelidad. La gloria de la carne de Cristo radica en haber sido traspasada, triturada, herida.
En las llagas de Cristo hay un testimonio de su dolor, de su amor hasta el extremo, de su fidelidad al hombre, de su belleza destruida. En las llagas de Cristo la gloria de Dios se desfigura y se transfigura.
El hombre que toca las heridas de Cristo encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la puerta estrecha por la que Cristo nos llama a entrar. Las llagas de Cristo, escuela del dolor y del amor hasta el extremo, son el inicio de la fe. Contemplamos en las llagas de Cristo el ardor divino en la carne del hombre, su presencia incómoda, terrible. Entonces nacemos a través de las llagas de Cristo y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de Dios.
Pero hay que atravesar esa puerta, hay que ir más allá de la chispa luminosa de las llagas de Cristo para contemplar algo que nuestros ojos ya no pueden ver, el testimonio que da de Jesucristo el Espíritu de la verdad. Es entonces que nace la fe, por el testimonio fecundo del Espíritu Santo.
«Dichosos los que creen sin haber visto». Por eso dice el amado en el cántico más bello de Salomón. «Levántate, amada mía, paloma mía, que te escondes en las grietas de la roca, en altos y escabrosos escondites». Le dice «levántate» porque entrar en el corazón misericordioso de Cristo exige la elevación de la fe. Y llama «altos y escabrosos escondites» a las llagas preciosas de Cristo donde el discípulo amoroso entra para habitar. Porque Cristo es la roca espiritual, de la que mana el agua viva. Allí los ojos del hombre no pueden ver, pero allí se abren los ojos de la fe porque en esa exquisita intimidad de la misericordia divina el discípulo es visto. Por eso allí dice el Señor al discípulo amado: «Déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz. ¡Es tan agradable el verte! ¡Es tan dulce el escucharte!».
Que la luz de las llagas de Cristo despierte nuestros ojos de la fe y nos haga gustar del agua viva que brota de la misericordia divina. Así sea.
Sermón pronunciado en la primer Misa

sábado, 22 de abril de 2006

Sabbato in albis



Queridos amigos:
Un día, Abraham, nuestro padre en la fe, llevó al monte santo a su hijo, el único, el amado. El pequeño Isaac vio la mano temblorosa de su padre alzarse contra él. Y oyó dos veces la voz del ángel del Señor que hablaba a su padre en su favor. Un poco más adelante, la Escritura dice que Isaac volvía de un lugar llamado «El que vive me ve». Éste es el nombre de Dios. Pero es un lugar porque en el Dios que vive y que ve, vive también Isaac y lo ve.
Un maestro dice que Isaac vio a Dios cuando el ángel del Señor detuvo la mano de Abraham que iba a sacrificarlo. Por eso al final de los días del patriarca, la luz de un gran misterio había apagado sus ojos carnales. Isaac vio con sus ojos el día del Señor. Vio el sacrificio de uno más inocente que él. Y al final de sus días estaba ciego, pero iluminado con el recuerdo de la divina presencia que lo había salvado.
Jacob, el patriarca hijo de Isaac, vio en sueños a Aquel que se llama «Escalera». «Yo estoy contigo; voy a cuidarte por donde quiera que vayas… No voy a abandonarte sin cumplir lo que te he prometido».
Más tarde, Jacob en medio de la noche del espíritu, en la más avara soledad, luchó contra Aquel que se llama «¿Por qué me preguntas mi Nombre?». Cuando el patriarca entendió dijo: «He visto a Dios cara a cara, y sin embargo estoy todavía vivo». Pero Jacob quedó cojo. Antes de que brillara el lucero matinal, Jacob fue golpeado en el tendón de la cadera. Quedó cojo y toda su descendencia recordó este misterio.
Moisés, el hombre de Dios, el profeta, al final de sus días fue llevado por Dios al monte santo. Allí vio la tierra prometida, pero Aquel que hablaba con Moisés cara a cara no le permitió entrar en ella. Los pies de Moisés, que habían pisado tierra sagrada el día en que Dios le dijo su Nombre desde el ardor de la zarza, ahora no podían proseguir el camino. Nunca hubo en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor hablara cara a cara.
Elías fue un profeta de fuego. ¡Qué grande eres Elías! Después de ofrecer el sacrificio al Dios vivo fue perseguido por sus enemigos y lleno de terror huyó de la presencia divina. El Dios de la vida y la resurrección levantó con el soplo de su gloria al profeta que marchaba hacia la muerte. Por eso Elías fue llevado en un carro de fuego. Porque el Espíritu que unge con su soplo, toma para sí lo que consagra.
Todos estos hombres santos dieron testimonio con su vida y en su carne de que Dios es siempre más grande que el hombre. Testimoniaron que la elección divina le cuesta al hombre la vida entera; que la vocación es gracia hermosa que se conquista a muy caro precio.
Sin embargo, amados hijos e hijas, me llama la atención un hombre más. Aarón, elegido para ser padre del sacerdocio de Israel. «El Señor le dijo a Aarón: Tú no tendrás tierra ni propiedades en Israel como los demás israelitas. Yo seré tu propiedad y tu herencia en Israel». ¿Puede un hombre tener a Dios como posesión? Sí que puede…, si Dios lo quiere.
El Señor Jesucristo, la noche santísima en que instituyó el ministerio sacerdotal quiso mostrar que por el sacerdocio Dios se hace siervo del hombre, se pone a sus pies, los lava y los seca. El mismo Dios omnipotente que secó el mar con el soplo de su gloria para que los israelitas pasaran sin mojarse los pies, es el mismo Dios que lavó y secó los pies de sus amigos para que enmedio de los peligros de la vida caminaran en su paz.
El mismo Dios misericordioso que manifestó su poder creador haciendo que cayera pan del cielo con gustos exquisitos, confió a sus amigos en una noche la memoria de su misterio. Cristo, pan Ázimo y verdadero descendió a las manos de sus amigos para ser triturado y compartido y para que de su vida recibamos la vida.
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.
Mi gratitud se dirige ahora al Excelentísimo Florencio, que gentilmente me ha conferido el Sacro Orden del Presbiterado. A él mi reconocimiento y filial obediencia. Agradezco también al prior Conrado, que tan pacientemente y con su vida me enseñó a amar las Escrituras. Mi gratitud también a mis padres que tanto dieron de su vida para que yo viviera. Agradezco también a todos ustedes, familiares y amigos, que se unen a la alegría de este día santísimo. A todos los que han compartido el camino de esta vida con su amistad y su presencia. A todos ustedes, gracias.

miércoles, 12 de abril de 2006

"Accepit Iesus panem"


Feria IV Majoris Hebdomadae

Al atardecer del primer día de la fiesta de los Ázimos, Jesús quiso celebrar la Pascua con sus discípulos. Dice la Escritura que los discípulos le preguntaron: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?» Sin embargo, una vez que estaban a la mesa Cristo les manifiesta su misterio. Es él quien ha preparado el banquete. «Tomó pan», dice la Escritura, y en este gesto se resume toda la misericordia divina. Porque Cristo «tomó pan» cuando asumió nuestra naturaleza. El verdadero Pan Ázimo, el Pan del primer día de la fiesta, el Pan que no conocía la corrupción, al hacerse hijo de Adán fue para él flor de harina, triturada, carne de cordero asada al fuego e hierba que sabe de amargura. Él mismo ha preparado el banquete.
Este Pan es la misericordia divina, porque «¿acaso alguno de ustedes sería capaz de darle a su hijo una piedra cuando le pide pan?» Fíjate bien. Aquél que es la Roca se entrega como pan, se da como vida que nutre a la vida. Aquél que es la piedra de la Ley se da como pan que restaura nuestras fuerzas. Aquél que es la palabra sembrada en el corazón pedregoso del hombre, es pan de vida para el camino. «Tomen y coman, esto es mi cuerpo».
El Señor, el Pan vivo bajado del cielo, ha de recibir un bautismo de sangre, ha de sumergirse en la muerte de su carne, en su sangre derramada, dada como alimento de vida eterna. Judas, dice Mateo, a precio de sangre vendió como esclavo a su Maestro y se arrojó él mismo a la muerte. «El que moja su pan en el mismo plato que yo, ése va a entregarme». Judas ha mojado su pan, su propio pan, en el mismo plato que Jesús. Junto con el Pan de la vida, Judas entregó su propia alma a la muerte.
Judas puso precio a su Maestro, el precio de la esclavitud y de la sangre inocente derramada. ¡Oh admirable comercio! «¿Acaso alguno de ustedes sería capaz de darle a su hijo una piedra cuando le pide pan?» La cruz se hace la balanza que establece la justicia entre Dios y los hombres. El pan vivo es pesado en la balanza, pesado como una piedra. Porque sólo Dios entrega la Roca de la que brota el agua viva, sólo Dios entrega en el pan vivo la piedra angular que restaura las grietas del hombre formado de barro.
Que recibamos en nuestra casa a Cristo que ha preparado su Pascua. Que él sea nuestra Roca espiritual y nuestro Pan de la misericordia. Amén.

martes, 11 de abril de 2006

"Hoc nauta vires colligit, pontique mitescunt freta. Hoc ipsa petra Ecclesiæ, canente, culpam diluit".



Feria III Majoris Hebdomadae

En la antigüedad los marineros decían que cuando en el mar escasea el alimento, los pelícanos se abren el pecho para que sus polluelos puedan alimentarse con su carne y su sangre. En la cena mística, Juan el Teólogo, el discípulo que Jesús tanto amaba, se acercó al pecho de Jesús, nuestro divino Pelícano, como canta el Poeta. Jesús le abrió lo secreto de su corazón y el Teólogo pudo contemplar las verdades del corazón que la razón no entiende.
Jesús, la Sapiencia que brota de los labios del Altísimo, al nacer en nuestra carne mortal fue amado y venerado por sus padres. Posiblemente el primer beso que Jesús sintió fue la devota adoración de los labios virginales de José. Así, con un beso, el Hijo de Dios se entregaba en manos de los hombres por vez primera.
En la noche de la cena mística, el Hijo de Dios se da como alimento. Pero el misterio que el Teólogo contempla es el dolor profundo del Maestro. El Cristo entrega un bocado a Judas, entrega en las manos sucias la vida que sostiene a la vida. La Escritura dice que entonces entró Satanás en él. La noche del espíritu se abate sobre el mundo. Judas ha de llevar a término lo que ya ha comenzado.
Ahora bien, aunque los discípulos quisieron saber quién sería el traidor, una vez que Judas ha sido delatado ninguno entiende de qué se trata. Sólo Jesús y Judas lo entienden. «Lo que tienes que hacer, hazlo pronto». Así, el Hijo de Dios se entrega en manos de Judas, le permite que cumpla con él lo que ya ha decidido. Era de noche.
Distinto es el camino de Pedro. Ante las palabras del Señor «Adonde yo voy ustedes no pueden ir», no comprende la extrema soledad que Jesús debe atravesar. «Adonde yo voy, no me puedes seguir ahora; me seguirás más tarde». Pedro no puede entender por qué el Hijo de Dios no le entrega la misma potestad que ha dado a Judas de hacer pronto lo que tiene que hacer. «Me seguirás más tarde». El príncipe de los Apóstoles todavía tiene que aguardar la aurora, cuando el gallo cante, para que atravesada la noche del espíritu, pueda ver con claridad su pecado.
Judas no podía aguardar. Movido por Satanás, entregó al Hijo de Dios con un beso, tal vez el último beso que el Cristo recibió en su último pasaje terreno. El beso de uno que no se alimentará ya de la vid verdadera. Con un beso, con el toque fugaz de sus labios, Judas veneró por última vez el misterio de Cristo. Pero la desesperación lo condujo al abismo.
«Incluso mi amigo, de quien me fiaba, y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme». Todo parece conducirlo a una muerte, análoga al destino de Cristo. Qué noche tan oscura, en que el Cristo y el traidor se dirigen a la misma muerte.
Un doctor eminentísimo dice que cuando un barco navega en alta mar y cae enmedio de una terrible tormenta en la mitad de la noche, a un cierto punto el buen marinero debe renunciar a sus propios esfuerzos. Debe dejar el barco a la deriva y encomendarse a Dios. Si el marinero desesperado piensa que la tormenta no terminará jamás y fuerza el timón del barco más de lo que resiste, el barco no podrá conducirse al amanecer.
Algo así pasó con Judas. Envuelto en la noche del mundo, arrastrado por las olas del maligno, Judas no quiso esperar el canto del gallo para ver con claridad el propio pecado. Era de noche. Judas no pudo esperar la aurora, la hora santísima que disipa las tinieblas del pecado. De esta hora santa el bienaventurado Ambrosio canta: «En esta hora el marinero recobra fuerzas, y el puerto estrella las olas. En esta hora la Piedra de la Iglesia cantando lava su culpa».
Que no desesperemos nunca de la misericordia de Dios. Así sea.