sábado, 11 de abril de 2020

"Scio enim quod Iesum, qui crucifixus est, quæritis"

In vigilia paschalis

Cuando Dios hizo a los primeros padres no les concedió poder verlo. Dios les hablaba y ellos escucharon su voz. La mano divina tocaba todo lo que tocaba la mano humana. La voz de Dios les habló al oído y su palabra llegaba a sus corazones. Pero nuestra mirada aún aguardaba ver la mirada divina: «A Dios nadie lo ha visto jamás». Luego vino el pecado y el hombre oyó los pasos de Dios al atardecer, tuvo  miedo y se escondió. Desde esa tarde el mundo buscó el silencio porque el silencio es lo más parecido a la voz de Dios. Lo encontraba en el viento impetuoso de la cima de las altas montañas, en el canto de los árboles y de sus pájaros, en la fricción nocturna de alas de grillos y mariposas. El viejo silencio de Dios estaba allí, hablando en las voces de sus criaturas.
«En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas». Peo también la voz de los profetas se ahogaba entre el vocerío y las piedras del mundo. Luego vino Dios al mundo. Y treinta años de su vida terrena estuvieron dedicados a la vida monástica. En el taller del que obra maravillas, por treinta años resonó el martillo, la garlopa, la sierra. Y con ellos habló Dios al mundo. Le habló del misterioso árbol que renunciaba a tocar las cuerdas del viento y cantar con él para convertirse en la cuna donde duerme y se arrulla al niño que mendiga leche y silencio. Le habló al mundo del árbol misterioso que cayó por tierra para convertirse en una barca desde la que Dios proveía al hambre de sus hijos y calmaba la tormenta con que a unos pobres pescadores se les acababa el mundo. Las herramientas de Dios monje produjeron la música que acompañó treinta años de plegarias. «Cristo, en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas a aquel que podía librarlo de la muerte y fue escuchado por su actitud reverente». Luego salió del claustro y caminó como hombre entre los hombres por tres años. Por los tres años del ministerio de su vida pública, el Señor había llevado vida oculta de oración y trabajo otros treinta. Así nos enseñaba que la vida cristiana es siempre una vida que Dios aparta. A veces nos aparta como estrellas lejanas en la soledad del firmamento. Otra veces nos esconde en un silencio no de abejas, ni de trigales o de alamedas, sino en el receso de un patio de escuela o en el tráfico casi inerte de las horas pico. Y también en ese silencio ruidoso habla Dios.
Todavía estaba oscuro, María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro. Apenas habían pasado unas cuarenta horas, tres días mordisqueados. Y el silencio de Dios rodó la roca del sepulcro. La roca que nos impide ver a Dios hecho hermano nuestro había sido rodada. Esa roca que nos impide ver a nuestra hermana abrazada en su muerte por la compasión de Dios. Y el ruido era silencio. Era un ruido de esos con que Dios acostumbra hablar. Como el ruido del viento, del grillo, del martillo, del temblor.
Fíjate bien, el ángel dijo a las mujeres: «Sé que buscan a Jesús, el crucificado. No está aquí, ha resucitado». La sombra de la cruz permanece haciendo un ruido silencioso detrás del crucificado. Y nuestros cirios de la pascua llevan también su signo. La cruz no se aparta de la luz de la pascua, porque tampoco desaparece del misterio del mundo. Con toda verdad una Maestra enseña: «salvar al mundo no es darle la felicidad, es darle el sentido de su pena y, en medio de ella, un gozo que nada ni nadie le puede arrebatar». Nuestro gozo va más allá de haber escuchado a Dios en sus obras y en las nuestras. Nuestro gozo es haber visto a Dios con nuestros ojos. Y es que la cruz es una antorcha encendida que muestra a Dios sumergiéndose en la noche de nuestra muerte. Y es la cruz un cirio encendido que nos permite vernos a nosotros mismos sumergidos en la luz de Dios, en su claridad de la vida divina, con y a pesar de todo. María Magdalena y la otra María abrazadas a los pies del Señor nos recuerdan que él abrazó primero nuestros pies en la noche de su pasión. Y nuestros pasos lo arrastraron a la muerte mientras los lavaba con su amor. Ahora ellas, abrazadas a los suyos. son enviadas a los hermanos para que todos juntos, conociendo a Dios visiblemente seamos arrastrados al amor de lo invisible.
«Oh, Jesucristo, que has destruido la muerte con tu muerte, otorgando la vida a los que estaban en la tumba, acepta esta pequeña ofrenda de oración como dulce fragancia espiritual, y a todos los que estamos en las tumbas de la desesperanza, concédenos la vida eterna para que podamos cantarte: “Aleluya”». 

viernes, 10 de abril de 2020

"Hodie mecum eris in paradiso"

 Feria V in Parasceve

Varios animales estiman mucho nuestra compañía. Otros son muy ingeniosos para esconderse o escapar apenas vistos. Conocemos el caso de un conejito de una dulce monjita.  Al inicio fue puesto en una hermosa jaula. Parecía feliz. Corría y saltaba en ella y se dejaba acariciar por todos. Luego fue creció un poquito y fue puesto en un corral en el patio y, digamos así, conoció entonces el mundo exterior. Luego lo soltaron a que jugara en el jardín y pues comenzó a disfrutar largas horas tirado de panza sobre la hierba verde, mordisqueando plantitas, rascando en la tierra y revolcándose en el polvo hasta dejar gris su blanco pelaje. Entonces comenzó a huir de cualquier caricia o cosquilla. Y por las tardes era muy difícil atraparlo para cobijarlo en un lugar seguro. Prefería su vasto jardín y esconderse donde sólo él sabía. Y a veces sucede así con nuestras almas, preferimos nuestro polvo y nuestros escondites cuando Dios viene a buscarnos. Pero no todos los conejitos son iguales. La dulce monjita tuvo algunos que también aprendieron a correr por el jardín pero volvían siempre al atardecer o cuando su dulce amiga les invitaba a gustar una zanahoria.
Mira bien que esta tarde Dios está en medio del jardín del mundo. Encima de su cabeza está escrito: «Jesús el nazareno, rey de los judíos». Dicen los Maestros que es llamado nazareno porque Nazaret significa «Ciudad de flores». Es que en él germina y florece el amor. Otros dicen que Nazaret significa fortaleza, refugio, escondite. Y él es llamado nazareno porque en la cruz nos invita a gustar sus nuevos brotes, el aroma de la virtud de sus llagas, y a escondernos con él en el amor.
Esta tarde nos llama a quedarnos junto a él: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Un ladrón lleva en su espalda la cruz de una vida violenta, injusta, brutal, pecaminosa. Y sin embargo, cuando quiso gustar la dulzura del perdón, invocó al Señor y fue acariciado en la cruz con la promesa de estar con Cristo en el paraíso, libre ya de los peligros de la noche del mundo.
En nuestras tierras existe un pájaro de plumas pardas. Se nutre de semillas, algunos frutos y pequeños insectos que plagan los cultivos. De esos frutos toma un color rojo encendido que adorna su frente, su pecho y su espalda. Algunos de esos pájaros de humilde plumaje fueron capturados y llevados a frías tierras lejanas. Los habitantes de esas tierras eran duros y de corazones tristes. Así que los pusieron en jaulas, colgando de los árboles junto a las ventanas de sus casas. Allí nuestros pájaros no tenían la alegría de gustar frescos frutos que mantuvieran su color rojo encendido. Y sus plumas adquirieron un seco tono amarillo. Pero seguían cantando. Así sanaban el corazón frío y triste de aquellos hombres y ésa era la alegría que les hacía cantar más a pesar de ver palidecido su color. Y así sucedió con Cristo en la cruz. Colgado en el árbol de la cruz, en la jaula de nuestra humanidad, Cristo palidece cuando su abandono en la muerte pone fin a sus dolores, frutos frescos de su pasión. Y mientras palidece sumergiéndose en el sueño de la muerte, Cristo canta. La cruz es su púlpito, su aula, su anfiteatro. Canta con la fuerza de un amor que sana los corazones. Canta su victoria, la conquista de almas frías y enfermas. Canta diciendo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y las almas limpias, las almas lavadas con el llanto de la contrición perfecta se esconden en su amor. Él es nuestra ciudad floreciente, nuestra fortaleza, nuestro escondite.
Así que quien quiera entrar en esta ciudad floreciente, para anidar en Dios, sosténgase firme con los clavos de la cruz. No tengas miedo al rigor de primer clavo que es la firmeza de la fe. Alégrate de perseverar en la serenidad de la esperanza, que es el segundo clavo. Descansa fijo en la obediencia diligente del clavo de la caridad. Porque así como las perlas y las piedras más preciosas se perforan con diamante, así el Señor ha elegido los más nobles clavos para labrar las más hermosas joyas espirituales, nuestros corazones, botín de su tremendo combate, de la victoria de su pasión.

Abre los ojos y contempla a la Virgen Madre, de pie junto a la cruz. Es una jaula vacía porque el canto del amor ha cesado. El jilguero de roja frente se ha dormido, ha escapado el gorrión del amor. Y el discípulo que no se atreverá a entrar en la tumba vacía, entra ahora en el corazón de la Madre: «Allí tienes a tu madre». Ninguna palabra pronunció la Madre contra el honor del Padre. Ninguna contra la vileza de nuestra humanidad. La inocentísima guardó silencio, cobijando todo lo que el Hijo amaba en su corazón. Oh incontaminada, no ensucien mis llantos tu silencio. Oh, hermosa estrella, no opaquen tu luz las brumas de mi noche. Oh, sincerísima, salvación de los prisioneros, madre de los huérfanos, salud de los enfermos, escucha la plegaria de un pecador que te ama entrañablemente y que busca refugio en la soledad de tu corazón.

jueves, 9 de abril de 2020

"Beati qui lugent"

In cœna Domini

Nuestros sueños suelen ser como llegar a casa después de hacer las compras en el mercado. Llegando a casa nos ponemos cómodos, nos alegramos de haber encontrado todo, hacemos planes con lo imprevisto, revisamos las cuentas y los precios, pero sobre todo, ponemos todo en su lugar. Y bueno, los sueños son también para poner todo en su lugar.
A veces soñamos con pájaros, abejas, gatos, ratones, serpientes y tenemos que ordenar la libertad, la abundancia, el mal humor, el miedo y hasta los chismes. Otras veces soñamos el mar, una tormenta, fuertes vientos, y pues hay que ordenar nuestros temores, nuestra tristeza y hasta el ímpetu de nuestros deseos.
Conozco una monjita que dice haber soñado que caminaba en las nubes y al mismo tiempo se veía descansando en la hamaca del jardín y no sabía cómo volver a meterse en su cuerpo. Un amigo cuenta haber soñado que flotaba cerca del techo de su habitación mientras veía su cuerpo en la cama, durmiendo plácidamente. Y sé de personas que sueñan que duermen y no pueden despertar. Tal vez en el fondo sucede porque valoramos más nuestro activismo y nuestras ocupaciones, que acabamos despreciando el descanso. Recuerdo que un monje dormía muy profundamente y soñaba que al amanecer sonaba la campana e iba a la capilla muy devotamente a rezar; luego despertaba y se preguntaba por qué no estaba en la capilla y seguía en su cama y en pijama. Y también allí hay que poner el descanso en su lugar.
Hay sueños que no entendemos. Nos parece que no tienen nada que ver con nosotros. Y hay otros muchos que es obvio que nos pertenecen. También tenemos sueños protectores. A veces anhelamos algo y soñamos que la realidad es como nosotros queremos que sea, y así nos protegemos un poco de la dureza de la vida. Un monje soñaba que estaba en un gran desfile con elefantes, domadores y payasos. Y en realidad sólo se protegía de los ensayos de otro hermano trompetista que no lo dejaba tomar su siesta.
Un amigo soñó que estaba en una gran fiesta, con sus mejores amigos, la música de su época, en un edificio tan bello como la misma música. Sentía el olor de pan horneándose y se imaginaba que si el olor del pan era exquisito, cómo sería cuando sirvieran el plato fuerte. Al despertar el olor del pan seguía allí, había humo en toda la casa y un horno con pan quemado en la cocina.
A veces cuando llegas cansado del trabajo y sabes que has sido invitado a una fiesta, algo te dice en lo secreto: «Ojalá la fiesta se suspenda». A un cierto punto en la vida se te hace incomprensible por qué los vecinos arman fiestas ruidosas si tú lo único que quieres es silencio y largas horas de sueño. A muchos les sucede lo mismo cuando piensan en el más allá. Simplemente quisieran dormir. Que el velo de la muerte sea sólo un abrigo para un sueño eterno.
Sin embargo, un Maestro enseña que cuando nosotros atravesemos el misterio de la muerte, será como despertar de un sueño largo y profundo. Entonces comprenderemos que nuestra vida apenas comienza. Nuestra vida aquí y ahora, comparada con la vida nueva será apenas como un sueño. Pero algo continuará uniendo ese nuestro sueño que llamamos vida con aquella realidad eterna. Será el olor a pan. Como cuando te duermes y sueñas el aroma del pan de una gran fiesta, y al despertar el pan sigue en el horno, así sucederá con la Eucaristía. Al despertar el Señor seguirá allí. Y abriremos nuestros ojos a su luz beatífica y en la Eucaristía estarán todos nuestros buenos sueños y anhelos hechos verdad.
Hoy nos postramos y adoramos a Jesús escondido en el pan que nos despertará de nuestros sueños. Nos postramos porque hoy él descendió a nuestros pies y los lavó, como una madre lava los pies de su hijo para que duerma tranquilo y no ensucie la cama en la que sueña. Hoy nos postramos porque él nos levantará haciéndonos respirar su aroma, él que es el Pan vivo bajado del cielo, el Pan de nuestros sueños elevados a Dios.
Nuestra vida es apenas un sueño. Y como todos los sueños, también esta vida se nos da para poner todo en su lugar. Y así como nos lavamos las manos para llevar el pan a la mesa, así él ha lavado hoy nuestros pies para que corramos a atesorar junto con el Pan del altar todo lo que amamos rectamente. Al despertar de este sueño que llamamos vida, él seguirá allí. Su presencia y su aroma serán como el pastel lleno de ternura de la mamá o de la abuela, y allí estará la mamá y la abuela. Será como el pan de fatigas que papá trae envuelto en honradez, y allí estará el papá. Será como el pan que se gusta con el mejor amigo, y allí estará el mejor amigo. Será como el pan que extendemos por caridad al que tiene miedo, al que llora, al que no tiene nada en las manos. Y allí estará el pobre y el que llora. Beati qui lugent!
Con los pies lavados con su perdón y su amor, corramos para poner en el corazón de Cristo, alacena del cielo, todo aquello que queremos para la fiesta de la vida eterna.

domingo, 5 de abril de 2020

"Et statim invenietis asinam alligatam et pullum cum ea; solvite et adducite mihi"

Dominica palmarum

En el sermón de la montaña el Señor afirmó: «Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra». Allí se promete la posesión de la tierra a los sufridos y a los mansos, a los humildes y sencillos. Y esa tierra prometida a los sufridos, no es otra sino nuestra carne, la tierra de la que fuimos formados. Nuestros cuerpos ahora humildes, vulnerables, sufridos, serán transformados en la feliz resurrección y se verán revestidos de una gloriosa inmortalidad. Nuestra carne, revestida así de inmortalidad, en nada será contraria ya al espíritu, antes bien, vivirá siempre en unidad perfecta y en consentimiento pleno con el querer del alma.
Esta tierra, pues, la poseerán los sufridos con una paz perfecta. De esta tierra bienamada que hemos de recibir como recompensa por nuestras fatigas y sufrimientos, el Señor nos dejó entrever su misterio en su santa Pasión. Con razón el amado en  el Cantar de los cantares susurra a su amada: «Ya han brotado flores en el campo, ha llegado el tiempo de cantar, y el arrullo de la tórtola se oye en nuestra tierra». Porque el cuerpo de Jesús es el campo de nuestra humanidad, en el que brotan flores, las flores de sus llagas, las flores de su amor. Y las almas creyentes han de acercarse a sus llagas como las abejas se acercan a las flores, para obtener de ellas toda la dulzura secreta, escondida, la miel de la esperanza que hace respirar de nuevo, aliviada, a nuestra humanidad.
Fíjate bien, hoy el Señor entra en la Ciudad Santa, la Ciudad de David y Salomón, la ciudad de los profetas. Ha elegido un borrico junto con su madre para entrar en ella: «Vayan a la aldea de enfrente, encontrarán allí una borrica atada con su pollino, desátenlos y tráiganmelos». Los ha elegido para mostrar nuestro misterio: la borrica representa nuestra humanidad acostumbrada a las fatigas y trabajos, pero el pollino representa la vida nueva que el Señor nos trae.
Fueron entonces los discípulos y los trajeron como les había mandado Jesús, les echaron encima sus mantos y el Señor montó en ellos. Eligió una borrica y su pollino porque los asnos suelen ser humildes. No tienen la arrogancia de algunos caballos, ni son útiles para la guerra, pero humildemente trabajan la tierra y cargan con cualquier fatiga que se les imponga. Y así era el misterio del Señor, como dice Isaías profeta: «eran nuestras dolencias las que él llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban. Nosotros lo creíamos azotado por Dios, castigado y humillado. Y eran nuestras faltas por las que él era destruido; nuestros pecados, por los que era aplastado. Él soportó el castigo que nos trae la paz, por sus llagas hemos sido curados».
El Señor conquistó los corazones de su Ciudad Santa con la humildad, paciencia, dulzura y mansedumbre de una borrica y su pollino. Y así como la borrica protege y nutre a su pollino, así el Señor ordenó a sus Apóstoles desatar la borrica y el pollino diciéndoles: «Desátenlos y tráiganmelos. Y si alguien les dice algo, díganle que el Señor los necesita y pronto los devolverá», indicando la obediencia y docilidad que han de tener nuestras almas cuando por la corrección seamos desatados del yugo del pecado por los sucesores de los Apóstoles y alimentados por sus enseñanzas seamos conducidos a Dios. El Señor necesita almas así dispuestas por la mansedumbre, la humildad y la obediencia. Son esas almas la borrica y el pollino con que conquistará los corazones del mundo, los corazones fatigados y sedientos que el Señor llama a la fuente de su compasión.
«Ya han brotado flores en el campo, ha llegado el tiempo de cantar». Despojémonos pues de nuestros vestidos de orgullo, impaciencia y vanagloria. Al ponerlos a los pies de la mansedumbre y la humildad de Cristo que pasa, se convertirán en flores de conversión para sanar al mundo.