domingo, 24 de mayo de 2015

"Sicut misit me Pater, et ego mitto vos"


Cuando Dios modeló al hombre del barro de la tierra, hizo su cabeza redonda para asemejarla al cielo. Y puso en su cabeza cuatro sentidos y el quinto sentido lo repartió en todo su cuerpo. Así, su cabeza sería de un modo especialísimo una morada de Dios, un pequeño firmamento de astros encargados de ver, oír, gustar y oler.  Este firmamento sería imagen de la morada eterna del Padre y del Hijo. Pero el resto de su cuerpo habría de ser una imagen de la morada del Espíritu Santo. Por eso cuando Cristo modeló su Iglesia no la creó de barro ni de costilla humana. La modeló de sangre y agua, y sopló sobre ella su Espíritu Santo para que fuera su cuerpo místico.
Fíjate bien, el alma humana está toda entera en el cuerpo, y toda entera en cada una de sus partes. Y no puedes decir que tu alma está más en tus ojos que en tus pies. De un modo semejante está Dios todo entero en todo el mundo, y todo entero en cada parte del mundo, de modo semejante Y también así como está Jesucristo todo entero en la hostia y en cada una de sus partículas, así está el Espíritu Santo en cada uno de los miembros de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Con toda verdad el Apóstol enseña que en la Iglesia «Hay diferentes dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diferentes servicios, pero el Señor es el mismo. Hay diferentes actividades, pero Dios , que hace todo en todos, es el mismo». Porque así como en un cuerpo ninguno de los miembros tiene el alma en mayor o menor medida, tampoco ninguno de los miembros del cuerpo de Cristo posee el Espíritu Santo en mayor o menor medida. «En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque así como cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos ellos, a pesar de ser muchos, forman un solo cuerpo, así también es Cristo».
Todavía más. El Señor cuando se presentó a sus discípulos les entregó el don de la paz, le mostró las manos y el costado, y volvió a entregarles la paz. Entonces les dijo: «Como el Padre me ha enviado, así los envío yo». ¿Pero a dónde los enviaba aquél que había sido enviado a cumplir la voluntad del Padre? ¿A dónde los enviaba aquél que había nacido para la cruz? Los enviaba precisamente a sus manos y su costado llagados. Ése sería su camino. Pues eran la única puerta abierta en la casa donde se hallaban los discípulos al anochecer del día de la resurrección. Las manos perforadas y el costado traspasado de Cristo son la única puerta a la que somos enviados. Son puertas que conducen a la morada del Espíritu Santo, que es misericordia y perdón de los pecados. Y así como el Espíritu está todo entero en el cuerpo que es la Iglesia y en cada uno de sus miembros, así también todo el Espíritu, que es misericordia de Dios, está en las llagas de Cristo y en las heridas de cada uno de sus miembros. Cristo te envía a sus llagas, las llagas de su cuerpo. Cristo te envía a completar lo que falta a su Pasión. Cristo te envía a las llagas que tus hermanos han abierto en ti para que desates la indulgencia y perdones. Cristo te envía a la herida que has abierto en tu prójimo, para que pidas perdón y recibas misericordia.
Pero por esa puerta no se entra con vana curiosidad, como quienes vagabundean en torno a un accidentado. Por esa puerta sólo se puede entrar con la paz que Cristo nos dejó. Que la paz del Espíritu de Jesucristo nos habite siempre para que por ella vayamos a aliviar las heridas de la Iglesia.

domingo, 3 de mayo de 2015

Nos autem gloriari oportet in Cruce Domini nostri Iesu Christi


In festo inventionis Sanctæ Crucis DNJC


En el principio, cuando Dios creó todo, plantó un jardín en Edén para que el hombre lo habitara. En el centro del jardín puso Dios dos árboles: el del conocimiento del bien y del mal y el árbol de la Vida. Dios prohibió al hombre comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero el hombre comió y la desobediencia entró en él. Entonces comenzó a llorar y a sudar por sus fatigas. Y el llanto de sus ojos y el sudor de su frente alimentaban secretamente al árbol prohibido que comenzó a crecer más y más y extendía sus ramas por doquier. Sus oscuras hojas lo cubrían todo, como una hiedra tenebrosa que le escondía la tierra al sol. Nada bello germinó sobre la tierra que no se corrompiera porque las densas ramas del árbol de la desobediencia lo opacaban todo. Hasta que un día un rayo de luz atravesó las tinieblas con que el árbol del pecado cubría la tierra. Ese rayo de luz era Dios. Dios se hizo Niño. Y el Niño era un Cordero. Por eso lo adoraron los pastores. Y los reyes de la tierra le ofrecieron oro, incienso y mirra. Con la mirra Niño hizo un clavo de obediencia para sus pies; con el incienso hizo los clavos de pobreza para sus manos, y con el oro hizo una lanza de pureza para su corazón.
Así, pues, el pequeño Niño, el Hijo del Cielo, guardó celosamente en su corazón estos clavos y esta lanza. Y con ellos fue en busca del misterioso árbol de la Vida, ése otro árbol que Dios había puesto en las entrañas del paraíso. De ese árbol tomaron forma las estrellas y las aves que Dios puso en el cielo. Y todos los árboles y plantas del paraíso una y otra vez imitaban su forma con sus ramas, en sus hojas y en sus flores. Ese árbol de la Vida era la Cruz.
Pero el diablo, enemigo de todo lo bello, sospechó que en la belleza del árbol de la Vida se ocultaba un misterio de la bondad divina, y quiso ocultarlo vistiéndolo de toda ignominia. Así, el árbol de la Cruz fue cubierto de oprobio, horror y vergüenza. Hasta que el Príncipe del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo, le salió al encuentro. Cuando Cristo encontró el árbol de la Cruz, las más tensas fibras del misterioso árbol se estremecieron. Cristo lo abrazó con ternura infinita y con un dulce beso le devolvió la honra que el diablo le había arrebatado.
En efecto, este árbol no es como el árbol del conocimiento del bien y del mal, que se nutre de las lágrimas y sudores de los hombres. Este árbol se nutre de la sonrisa divina, y por eso el tierno beso de Cristo le devolvió toda su nobleza y su fuerza. El hacedor de todo confió entonces en los brazos de la Cruz sus manos sagradas. Y el pie de la Cruz sostuvo los pies santos con que él vino a buscarnos. Sus misteriosos clavos la adornaron, y por ellos derramó no amargo sudor ni lágrimas, sino dulce sangre y agua, el vino mejor de su reino. Así ascendió por esos clavos a la cruz y se hizo fuego, fuego de sangre, fuego de amor. Y este fuego consumió las sombrías ramas venenosas del árbol del pecado, abriendo paso así a la luz de la gracia que hace florecer y fructificar todo.
Por eso la Iglesia se alegra cada año al celebrar el nacimiento del dulce Niño que al devolvernos el árbol de la Vida nos ha dado una escalera al cielo. Y no deja la Iglesia de mostrarnos los tres misteriosos clavos y la lanza. Pues apenas celebra el nacimiento de Cristo, celebra luego la fiesta del martirio de San Esteban que siguió a Cristo hasta el cielo obedeciendo fielmente el mandato del amor a los enemigos: es la fiesta del clavo hecho de mirra con que Dios sujeta nuestros pies para que muramos a nuestras voluntades rebeldes y nos confiemos obedientes a su voluntad. Luego celebra la Iglesia la virginidad del Apóstol San Juan, fiesta de la lanza hecha de oro purísimo, el oro de la caridad divina que ha sido derramada en nuestros corazones. Y finalmente celebra la Iglesia la fiesta de los clavos de incienso que son la pobreza que nada aferra y todo eleva al cielo: la celebra en la flor de los mártires, los Santos Inocentes, que siguen a Cristo en la pobreza más extrema al no tener más riqueza que su vida y aun ésa también se les quita sin que opongan resistencia.
Queridos hijos e hijas, esos santos rodean la cuna del Salvador y su Cruz, y nos enseñan a crucificarnos con Cristo para ascender al cielo por la obediencia, la pureza de corazón y el amor a la pobreza. Es que la obediencia es un clavo que sujeta nuestros pies y nos hace permanecer donde Dios quiere que estemos, cumpliendo su mandato de amar incluso a nuestros enemigos. La castidad es una lanza que abre nuestro corazón al amor de Dios. Y la pobreza es clavo que abre nuestras manos para que no aferremos nada y estemos abiertos a recibir todo de Dios. Ascendamos por ellos a la Cruz. Y por la Cruz ascendamos al cielo.