domingo, 3 de mayo de 2015

Nos autem gloriari oportet in Cruce Domini nostri Iesu Christi


In festo inventionis Sanctæ Crucis DNJC


En el principio, cuando Dios creó todo, plantó un jardín en Edén para que el hombre lo habitara. En el centro del jardín puso Dios dos árboles: el del conocimiento del bien y del mal y el árbol de la Vida. Dios prohibió al hombre comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero el hombre comió y la desobediencia entró en él. Entonces comenzó a llorar y a sudar por sus fatigas. Y el llanto de sus ojos y el sudor de su frente alimentaban secretamente al árbol prohibido que comenzó a crecer más y más y extendía sus ramas por doquier. Sus oscuras hojas lo cubrían todo, como una hiedra tenebrosa que le escondía la tierra al sol. Nada bello germinó sobre la tierra que no se corrompiera porque las densas ramas del árbol de la desobediencia lo opacaban todo. Hasta que un día un rayo de luz atravesó las tinieblas con que el árbol del pecado cubría la tierra. Ese rayo de luz era Dios. Dios se hizo Niño. Y el Niño era un Cordero. Por eso lo adoraron los pastores. Y los reyes de la tierra le ofrecieron oro, incienso y mirra. Con la mirra Niño hizo un clavo de obediencia para sus pies; con el incienso hizo los clavos de pobreza para sus manos, y con el oro hizo una lanza de pureza para su corazón.
Así, pues, el pequeño Niño, el Hijo del Cielo, guardó celosamente en su corazón estos clavos y esta lanza. Y con ellos fue en busca del misterioso árbol de la Vida, ése otro árbol que Dios había puesto en las entrañas del paraíso. De ese árbol tomaron forma las estrellas y las aves que Dios puso en el cielo. Y todos los árboles y plantas del paraíso una y otra vez imitaban su forma con sus ramas, en sus hojas y en sus flores. Ese árbol de la Vida era la Cruz.
Pero el diablo, enemigo de todo lo bello, sospechó que en la belleza del árbol de la Vida se ocultaba un misterio de la bondad divina, y quiso ocultarlo vistiéndolo de toda ignominia. Así, el árbol de la Cruz fue cubierto de oprobio, horror y vergüenza. Hasta que el Príncipe del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo, le salió al encuentro. Cuando Cristo encontró el árbol de la Cruz, las más tensas fibras del misterioso árbol se estremecieron. Cristo lo abrazó con ternura infinita y con un dulce beso le devolvió la honra que el diablo le había arrebatado.
En efecto, este árbol no es como el árbol del conocimiento del bien y del mal, que se nutre de las lágrimas y sudores de los hombres. Este árbol se nutre de la sonrisa divina, y por eso el tierno beso de Cristo le devolvió toda su nobleza y su fuerza. El hacedor de todo confió entonces en los brazos de la Cruz sus manos sagradas. Y el pie de la Cruz sostuvo los pies santos con que él vino a buscarnos. Sus misteriosos clavos la adornaron, y por ellos derramó no amargo sudor ni lágrimas, sino dulce sangre y agua, el vino mejor de su reino. Así ascendió por esos clavos a la cruz y se hizo fuego, fuego de sangre, fuego de amor. Y este fuego consumió las sombrías ramas venenosas del árbol del pecado, abriendo paso así a la luz de la gracia que hace florecer y fructificar todo.
Por eso la Iglesia se alegra cada año al celebrar el nacimiento del dulce Niño que al devolvernos el árbol de la Vida nos ha dado una escalera al cielo. Y no deja la Iglesia de mostrarnos los tres misteriosos clavos y la lanza. Pues apenas celebra el nacimiento de Cristo, celebra luego la fiesta del martirio de San Esteban que siguió a Cristo hasta el cielo obedeciendo fielmente el mandato del amor a los enemigos: es la fiesta del clavo hecho de mirra con que Dios sujeta nuestros pies para que muramos a nuestras voluntades rebeldes y nos confiemos obedientes a su voluntad. Luego celebra la Iglesia la virginidad del Apóstol San Juan, fiesta de la lanza hecha de oro purísimo, el oro de la caridad divina que ha sido derramada en nuestros corazones. Y finalmente celebra la Iglesia la fiesta de los clavos de incienso que son la pobreza que nada aferra y todo eleva al cielo: la celebra en la flor de los mártires, los Santos Inocentes, que siguen a Cristo en la pobreza más extrema al no tener más riqueza que su vida y aun ésa también se les quita sin que opongan resistencia.
Queridos hijos e hijas, esos santos rodean la cuna del Salvador y su Cruz, y nos enseñan a crucificarnos con Cristo para ascender al cielo por la obediencia, la pureza de corazón y el amor a la pobreza. Es que la obediencia es un clavo que sujeta nuestros pies y nos hace permanecer donde Dios quiere que estemos, cumpliendo su mandato de amar incluso a nuestros enemigos. La castidad es una lanza que abre nuestro corazón al amor de Dios. Y la pobreza es clavo que abre nuestras manos para que no aferremos nada y estemos abiertos a recibir todo de Dios. Ascendamos por ellos a la Cruz. Y por la Cruz ascendamos al cielo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario