In festo inventionis
Sanctæ Crucis DNJC
En el principio, cuando Dios creó
todo, plantó un jardín en Edén para que el hombre lo habitara. En el centro del
jardín puso Dios dos árboles: el del conocimiento del bien y del mal y el árbol
de la Vida. Dios prohibió al hombre comer del árbol del conocimiento del bien y
del mal. Pero el hombre comió y la desobediencia entró en él. Entonces comenzó
a llorar y a sudar por sus fatigas. Y el llanto de sus ojos y el sudor de su
frente alimentaban secretamente al árbol prohibido que comenzó a crecer más y
más y extendía sus ramas por doquier. Sus oscuras hojas lo cubrían todo, como
una hiedra tenebrosa que le escondía la tierra al sol. Nada bello germinó sobre
la tierra que no se corrompiera porque las densas ramas del árbol de la
desobediencia lo opacaban todo. Hasta que un día un rayo de luz atravesó las
tinieblas con que el árbol del pecado cubría la tierra. Ese rayo de luz era
Dios. Dios se hizo Niño. Y el Niño era un Cordero. Por eso lo adoraron los pastores.
Y los reyes de la tierra le ofrecieron oro, incienso y mirra. Con la mirra Niño
hizo un clavo de obediencia para sus pies; con el incienso hizo los clavos de
pobreza para sus manos, y con el oro hizo una lanza de pureza para su corazón.
Así, pues, el pequeño Niño, el Hijo
del Cielo, guardó celosamente en su corazón estos clavos y esta lanza. Y con
ellos fue en busca del misterioso árbol de la Vida, ése otro árbol que Dios
había puesto en las entrañas del paraíso. De ese árbol tomaron forma las estrellas
y las aves que Dios puso en el cielo. Y todos los árboles y plantas del paraíso
una y otra vez imitaban su forma con sus ramas, en sus hojas y en sus flores.
Ese árbol de la Vida era la Cruz.
Pero el diablo, enemigo de todo lo
bello, sospechó que en la belleza del árbol de la Vida se ocultaba un misterio
de la bondad divina, y quiso ocultarlo vistiéndolo de toda ignominia. Así, el
árbol de la Cruz fue cubierto de oprobio, horror y vergüenza. Hasta que el
Príncipe del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo, le salió al encuentro. Cuando
Cristo encontró el árbol de la Cruz, las más tensas fibras del misterioso árbol
se estremecieron. Cristo lo abrazó con ternura infinita y con un dulce beso le
devolvió la honra que el diablo le había arrebatado.
En efecto, este árbol no es como el
árbol del conocimiento del bien y del mal, que se nutre de las lágrimas y
sudores de los hombres. Este árbol se nutre de la sonrisa divina, y por eso el
tierno beso de Cristo le devolvió toda su nobleza y su fuerza. El hacedor de
todo confió entonces en los brazos de la Cruz sus manos sagradas. Y el pie de
la Cruz sostuvo los pies santos con que él vino a buscarnos. Sus misteriosos
clavos la adornaron, y por ellos derramó no amargo sudor ni lágrimas, sino
dulce sangre y agua, el vino mejor de su reino. Así ascendió por esos clavos a la
cruz y se hizo fuego, fuego de sangre, fuego de amor. Y este fuego consumió las
sombrías ramas venenosas del árbol del pecado, abriendo paso así a la luz de la
gracia que hace florecer y fructificar todo.
Por eso la Iglesia se alegra cada
año al celebrar el nacimiento del dulce Niño que al devolvernos el árbol de la
Vida nos ha dado una escalera al cielo. Y no deja la Iglesia de mostrarnos los
tres misteriosos clavos y la lanza. Pues apenas celebra el nacimiento de
Cristo, celebra luego la fiesta del martirio de San Esteban que siguió a Cristo
hasta el cielo obedeciendo fielmente el mandato del amor a los enemigos: es la
fiesta del clavo hecho de mirra con que Dios sujeta nuestros pies para que
muramos a nuestras voluntades rebeldes y nos confiemos obedientes a su
voluntad. Luego celebra la Iglesia la virginidad del Apóstol San Juan, fiesta
de la lanza hecha de oro purísimo, el oro de la caridad divina que ha sido
derramada en nuestros corazones. Y finalmente celebra la Iglesia la fiesta de los
clavos de incienso que son la pobreza que nada aferra y todo eleva al cielo: la
celebra en la flor de los mártires, los Santos Inocentes, que siguen a Cristo
en la pobreza más extrema al no tener más riqueza que su vida y aun ésa también
se les quita sin que opongan resistencia.
Queridos hijos e hijas, esos santos
rodean la cuna del Salvador y su Cruz, y nos enseñan a crucificarnos con Cristo
para ascender al cielo por la obediencia, la pureza de corazón y el amor a la
pobreza. Es que la obediencia es un clavo que sujeta nuestros pies y nos hace
permanecer donde Dios quiere que estemos, cumpliendo su mandato de amar incluso
a nuestros enemigos. La castidad es una lanza que abre nuestro corazón al amor
de Dios. Y la pobreza es clavo que abre nuestras manos para que no aferremos
nada y estemos abiertos a recibir todo de Dios. Ascendamos por ellos a la Cruz.
Y por la Cruz ascendamos al cielo.
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