domingo, 6 de septiembre de 2020

"Si te audierit, lucratus es fratrem tuum"

Dominica XXIII per annum


Hace unas noches entró en mi celda un grillo. Curiosamente su presencia me resultó ingrata desde el principio, a pesar de haber dormido en el pasado muchas noches con música de grillos. Recordé la historia de un sabio que coleccionaba libros. Tenía volúmenes muy hermosos y hermosuras voluminosas en una gran biblioteca. Libros de cantos dorados y tapas cubiertas de tersa piel. Libros de delicadas páginas y preciosos grabados. Lo único malo era que nuestro sabio tenía muchos de esos libros sólo en su mente. Y los libros son más útiles cuando están en el corazón y en las manos. 

Un buen día, comenzaba el invierno, y un pequeño grillo daba brinquitos por el jardín. Había una ventana abierta en la casa de nuestro sabio y por allí entró. Llegó a la cocina y los aromas lo fascinaron. Mordió una manzana, pasó junto a una cebolla y mejor pasó de largo. Pero el grillito buscaba algo más cómodo para pasar el invierno. Subió la escalera a grandes saltos y descubrió la gran biblioteca de suaves alfombras. Se acurrucó y tomó allí una larga siesta.

Esa tarde, el sabio se disponía a disfrutar largas horas de lectura. Llevó una gran taza de té caliente y su pipa encendida; se puso sus pantuflas y su pijama, y se acomodó en su sillón dispuesto a que la noche y el sueño lo sorprendieran absorto en la lectura. Todo marchaba muy bien. Hasta que un crujidito lo sacó de sus cavilaciones. Luego, silencio. Apenas retomó la lectura, el crujidito pasó a tomar la forma de un rasgueo repetitivo. Luego, no cabía duda. Había un grillo en la biblioteca.

Tomó una escoba y se puso a buscar al polizón. Movía libros y libreros y nada. El grillito grillaba a ritmo de música celta, imitando gruñidos de gaita, mientras recorría los volúmenes de leyendas celtas; castañeteaba sobre las historias andaluzas y zapateaba al ritmo de la historia de las revoluciones de México. Así amaneció y nuestro sabio no pudo ni leer ni dormir. Luego el grillito mordisqueó un pedacito de la Metafísica de Aristóteles y se entregó al sueño reparador, y el sabio también le dio tregua.

La noche siguiente, el sabio no sólo planeaba atrapar al grillito y echarlo fuera, al frio del invierno. Había decidido matarlo aplastándolo si era preciso con sus propias manos. Pero todo fue inútil. No pudo leer ni dormir y mucho menos atrapar al grillo. Así pasaron varias noches insomnes, sin lectura tranquila y con grillo. Hasta que en un hermoso atardecer, cercanas ya las melodiosas horas nocturnas, el grillo probó un fragmento densísimo de las Enéadas de Plotino o tal vez algo de algún filósofo decimonónico, y pues le resultó algo indigesto. El pobre grillo se sentía pesado y le costaba mucho trabajo saltar. Fue la primera vez que se vieron cara a cara, el sabio y el grillo. El sabio se le arrojó encima, y el grillo de un salto pasó a otro librero, pero muy pronto se sintió acorralado, los gruesos dedos del sabio casi lo alcanzaban, y finalmente el sabio lo atrapó. Tenía en su mano la maquinita musical más sofisticada que había conocido y le pareció injusto matarlo. Pero pensaba que el grillo merecía un escarmiento. Así que obrando con justicia decidió encarcelarlo el mismo número de noches que no lo había dejado leer ni dormir. Lo llevó entonces a la cocina, hizo un agujero en una cebolla y metió allí al grillito. Puso en la entrada una reja de palillos y el pobre grillo quedó encarcelado, llorando el olor de la cebolla y sin espacio para poder moverse ni cantar.

Así pasaron las horas. Hasta que el triste grillo sintió hambre. No teniendo otra alternativa comenzó a morder la cebolla. Y poco a poco le comenzó a gustar. Descubrió que cuanto más se nutría de ella, más libre era. Y el sabio comenzó a extrañar en su biblioteca la compañía del grillo. Desde que lo había encarcelado el silencio no lo dejaba dormir. Así el grillo aprendió a ser libre nutriéndose en el silencio y el sabio comprendió que el grillo era más que el ruido que hacía: «Yo les aseguro que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Queridas amigas, queridos amigos, el Señor nos enseña que para pedir algo al Padre nos conviene ponernos de acuerdo entre nosotros por el perdón. El perdón nos enseña a nutrirnos y ser libres ante las diferencias, y nos recuerda que los amigos son siempre mucho más que las molestias que nos causan.