domingo, 25 de mayo de 2025

"ille vos docebit omnia"

Dominica VI Paschæ

Hay un jardín misterioso en el que crecen las flores de los sueños. Pero las flores no pueden abandonar ese maravilloso jardín. Si alguna de las flores quiere viajar, tiene por fuerza que convertirse en semilla, y entonces un viento misterioso la guía de noche hasta donde deba llegar.

Una noche hermosa, en que la luna resplandecía, una niña abrió la ventana de su casa y comenzó a mirar las estrellas. Jugaba a pedir deseos a cada estrella que se asomaba tintilando. Y de pronto le pareció que el viento había arrancado una de ellas y la arrastraba hasta su ventana. Pero no, no era una estrella. Era una semilla de las flores de los sueños. Y la niña lo supo rápidamente. La puso junto a la ventana en una maceta con tierra blanda, perfumada de humildad, y la regó con cariño. Pasaron varios días y nada parecía cambiar. Hasta que una noche la niña se acercó a la maceta, le puso un poco de agua, y un minúsculo brote luminoso comenzó a asomarse. La niña aplaudió emocionada. Incluso una ranita que miraba desde la gran hoja de un nenúfar aplaudió con sus nudosos deditos pegajosos cuando brotó la primera luz de la plantita.

Un gran sueño estaba germinando. Pero una sorpresa desilusionó un poco a la niña a la mañana siguiente. La plantita de los sueños tenía ya las primeras hojas, sólo que no eran hojas verdes, sino hojas blancas, sí como las de tu cuaderno. Claro, todas las hojas, verdes o blancas, salen de las plantas y de los árboles. Pronto las blancas hojas de la planta comenzaron a tomar formas. Con extraordinaria precisión de origami, las hojas se plegaban y formaban flores, estrellas, mariposas. Cada noche había hojas nuevas y formas nuevas.

Una noche brotó una hoja nueva. Pero ésta no se dobló. Apareció escrito en ella con una torpe caligrafía: «Ya soy una princesa». Y la planta crecía. Luego aparecieron hojas cuadriculadas con problemas de matemáticas, ejercicios de gramática, y muchos dibujos. Un dibujo casi incomprensible se explicaba con siete letras: «Familia», y un perrito en origami hizo menos cuadrada la vida. Cada vez más páginas con problemas por resolver y menos dibujos.

La planta fue puesta en el jardín, cerca de la ventana. Y una mañana apareció una canción en una hoja pautada. Sonaba muy bien en las tardes de lluvia, cuando las gotas hacían de orquesta y la planta bailaba. Pero una tarde hubo mucho viento y una gran tormenta se desató. Una hoja oscura apareció con las palabras: «Tengo mucho miedo, no quiero perder mis hojas». Esa noche algunas hojas cayeron. Eran de las más bellas. La niña las encontró tiradas, las recogió y las guardó con amor. Aún así, al día siguiente, de la planta brotó una hoja en la que estaba escrito: «Gracias Dios, sigo de pie, y lo estamos todos».

La planta se convirtió en un arbolito. Hubo hojas doradas, que brillaban con el sol. Hojas rosadas llenas de corazones. Hojas de colores, laboriosas y llenas de sonrisas. Solo que un día una hoja brotó. Era color marrón, y en ella estaban copiadas, repetidas, las partes más bonitas de otras hojas. Como si fuera una hoja de otoño, la hoja de los recuerdos se desprendió muy pronto del árbol, y luego otras hojas marrón brotaron e hicieron lo mismo, llevándose muchos recuerdos.

Entonces la niña, que cuidaba del arbolito, comprendió que había llegado el tiempo. Fue desprendiendo una por una las hojas del arbolito. y las fue colocando por orden, como habían aparecido, una por una. Y la ranita del nenúfar la miraba, ahora envejecida, desde la hoja. Cuando retiró todas las hojas las ligó con un hilo blanco, hizo una cubierta y con letras doradas la niña escribió: «Ésta es la historia de la ranita que soñó con ser una princesa».

Queridas amigas, queridos amigos: la noche en que la ranita y la niña vieron germinar la plantita de los sueños, la ranita soñó con ser una princesa. El sueño germinó hasta convertirse en el árbol de su vida. Algo así sucede con nosotros. Cuando pensamos por primera vez en Dios, soñamos con todo lo que podemos ser en él. Es la providencia de Dios la que siembra en nuestros corazones la ilusión de vivir, y cuida de ella. Pero es su Espíritu el que guarda nuestra historia como historia de salvación. Como la niña, es el Espíritu de Dios el que no olvida nada, nada pierde, sino que recoge en una historia de amor todo lo que Dios ha hecho para salvarnos.Hoy celebramos también la memoria de San Beda el venerable, un monje de nuestra Orden. Al concluir una de sus más célebres obras de historia, Beda escribe: «Te suplico, amante Jesús, que, así como me has concedido beber las deliciosas palabras de tu sabiduría, me concedas un día llegar a ti, fuente de toda ciencia y permanecer, para siempre, ante tu faz». Es que Dios ilumina a sus santos con las delicias de sus palabras, pero en el el futuro beberán por la contemplación de la fuente misma que es Dios. Por eso conoceremos mejor nuestra vida, lo que hemos sido, cuando podamos contemplar la vida de Dios como fuente de la nuestra. Entonces comenzaremos, por así decirlo, a vivir de verdad nuestra vida, instruidos por el Espíritu que nos enseñará todo.


Se dice que la tarde en que San Beda murió, un discípulo suyo a quien el santo dictaba sus escritos y traducciones le pidió terminar la traducción del Evangelio de San Juan. De prisa por la proximidad de la muerte, San Beda dictó la traducción, y el amanuense dijo: «Ya está terminado», a lo que el santo respondió: «Es verdad lo que dices, ya está terminado», y pidió que le sostuviese la cabeza, inclinada hacia la iglesia en la que tantos años oró, y cantó por última vez: «Gloria al Padre y al Hijo, y al Espíritu Santo». Así terminaba de traducir el Evangelio al mismo tiempo que terminaba de escribir el libro de su vida. No dejemos, pues, de soñar con todo lo que podemos llegar a ser en Dios. Es su Espíritu quien guardará celosamente nuestra historia, la historia que soñamos. Y nos enseñará todo lo que Dios ha hecho con nosotros, cuando haya recogido nuestra historia de amor en el libro de la vida. Entonces leeremos nuestra historia y la viviremos de verdad porque entonces la conoceremos contada según Dios.

domingo, 30 de marzo de 2025

"In se autem reversus dixit: 'Quanti mercennarii patris mei abundant panibus, ego autem hic fame pereo'".

 Dominica IV quadragesimæ

 

Era una mañana cualquiera. La mamá gansa seguía aburrida en el nido, oyendo viejas canciones que alguna vez fueron de moda y que venían de algún taller del pueblo. Alguna canción pasadita de despecho hizo que mamá gansa comenzara a estirar su cuello y a cantar con emoción. Y no se sabe muy bien si era la intensidad del momento o de los decibeles, pero uno por uno fueron tronando los cascarones y de cada uno eclosionó un extraño animalito amarillo. Al fin los gansitos habían nacido. Todos eran muy bonitos y muy pronto comenzaron a dar pruebas de su gran habilidad para la música y el baile. Todos los gansitos tenían vocecitas delicadas, como de pollito, y cantaban canciones bonitas. La madre gansa estaba muy orgullosa de sus chiquillos y atribuía las virtudes de sus pollitos a todo el sentimiento que puso al cantar la mañana en que sus hijitos nacieron. También podría ser algún gen perdido de un lejano pariente que cantaba rock.


Una noche, cuando ya todos los gansitos estaban acurrucados bajo el mórbido plumaje de la madre, los pequeños canturreaban alguna elegante canción de cuna..., o de nido, pues. Y uno de ellos, el más gordito, fue el primero en adormentarse. Su respiración era pesada y de pronto, mamá lo despertó asustada: «Despierta, estás roncando, no lo puedo creer». Al día siguiente la mamá gansa se levantó más temprano que de costumbre y los gansitos no la vieron discutir con el papá. Y pues la discusión pasó del enojo al llanto.

Había soñado tanto que sus hijos fueran cantantes, verdaderos artistas, y no podía aceptar que no lo fueran también en los sueños. Un hijo que ronca, a fin de cuentas, sueña desafinado. Llamaron a un conejito especialista en terapia del silencio, acostaron en el diván al gansito y el conejito simplemente guardó silencio. Al cabo de un rato el gansito comenzó a roncar desde las profundidades del inconsciente. El conejito simplemente guardó un silencio empático... o más bien engánsico y levantó sus orejas dando a entender así que el tratamiento sería bastante largo.

Al inicio el gansito tomaba estas cosas con paciencia, pero luego se fue sintiendo cada vez más rechazado, humillado, ofendido. Así que un buen día tomó su mochila y decidió marcharse. Dejó una emotiva cartita de despedida, diciendo a sus familiares que había pasado por el pueblo una gran parvada de gansos y que el instinto había sido irrefrenable. Volaba con ellos en busca de mejores condiciones de vida, que los llevaría en su corazón y en sus sueños, bueno, sobre todo en las noches en que no roncara. A todos les pareció extraño porque el gansito era todavía muy pequeño como para volar y, sin darle mucha importancia al asunto, pensaron que pronto estaría de regreso con sus molestos ronquidos.

El gansito entonces llegó a un monasterio, donde casi lo pisa un monje. Por fortuna era un monje de esos que se fijan muy bien por dónde caminan. Y como era un gansito bonito, pronto se robó el corazón del joven monje, y luego de toda la comunidad. Solo que las cosas cambiaron cuando el gansito no pudo ocultar más su secreto. Una noche un anciano monje no podía dormir. No sabía a qué se debía su insomnio, pero salió al patio del claustro a tomar algo de aire fresco y de oscuridad. De pronto creyó haber descubierto al causante de su desvelo. El gansito rocaba a todo pulmón. Así que, escandalizado y lleno de indignación, el anciano monje fue a buscar al monje joven y lo reprendió severamente por haber traído al monasterio un indigno animal destructor del silencio.

El joven monje se quedó muy triste y apesadumbrado. Al día siguiente, el joven monje se encontró con otro anciano espiritual que se detuvo y le preguntó la causa de su congoja. Pero el joven nada le dijo. Lloraba amargamente, hasta que, después de muchos ruegos, le contó lo que había sucedido: estaba desesperado por las palabras que había escuchado del otro anciano. Por ello el anciano espiritual lo consoló, animándolo a seguir el ejemplo de los santos que confiaron en Dios y salieron victoriosos por su gracia.

Entonces el anciano espiritual fue a la celda del monje anciano, se detuvo ante su puerta y oró así: «Señor, que diriges las tentaciones sobre aquel a quien le son útiles, cambia el combate del hermano hacia este anciano, para que, tentado en su ancianidad, aprenda lo que en su larga vida no se le enseñó, a fin de que se compadezca de los que son combatidos». Y cuando terminó de orar, un ángel travieso disparó un dardo contra el anciano monje.

Sonó la campana para la oración y el anciano monje llegó puntual al oratorio pero se sintió cansado y agobiado por el tedio. Apenas comenzaban las lecturas cuando cabeceó un poquito y ... comenzó a roncar. El coro de monjes, que sonaba como los mismísimos ángeles, ahora tenía de fondo el grave ronquido del anciano monje. Más tarde los monjes fueron a trabajar en la huerta, y luego de podar varios árboles, descansaron a la sombra de uno grande y frondoso. Y aunque la motosierra ya estaba apagada, seguían escuchando un potente motor. Era el monje anciano que se había quedado dormido debajo de un árbol. Lo despertaron y lo llamaron para comer. Estaba tomando la sopa, abrió la boca, pero todavía no llegaba la cuchara cuando su gesto se convirtió en un gran bostezo y se quedó dormido, con la cuchara en el aire y, en el fondo, sus ronquidos. Luego, entre sueños se acomodó en la mesa. Al despertar le pareció estar viviendo o soñando su peor pesadilla. Y se sintió desesperado. Iba y venía tratando de no quedarse en ningún sitio para no dormirse y roncar.

El anciano espiritual entonces le salió al encuentro, y viéndolo tan confundido le preguntó: «Padre, ¿a dónde vas?» Pero el anciano nada respondió. Todo él era turbación y contradicción, que pronto intentó disimular con enojo y soberbia. Pero el anciano espiritual lo calmó diciéndole: «Padre, el joven monje que tú insultaste vivía con esa misma prueba que tú ahora no puedes soportar, vuelve a tu celda, para que la humildad te sane y en adelante pídele a Dios que te dé una lengua instruida para que sepas en qué momento es necesario abrir la boca para reprender y en qué momento es necesario abrirla para consolar. Porque la boca que sólo reprende y nunca consuela no vale más que un ronquido.

Querido hijos e hijas, el Señor Jesús, llevado por el Espíritu al desierto, pasó cuarenta días sin comer nada, pues ni el hambre ni la miseria abatían al que es la vida, al que es el pan de los ángeles, al pan vivo bajado del cielo. Pero él quiso experimentar nuestra fragilidad en la prueba para consolarnos a todos. Quiso mostrarse tan débil, para enseñarnos a confiar sólo en la gracia y la misericordia de Dios. Quiso sumergirse hasta el fondo de nuestras tentaciones para enseñarnos que el camino de la victoria no está en el orgullo de nuestras propias fuerzas, sino en la humildad y la compasión.

Fíjate bien, la compasión humilde es nuestra conversión más fuerte, porque ya no es hacia Dios, sino hacia el hermano. El evangelio hoy nos muestra a dos hermanos que han pasado hambre: uno queriendo saciarse con las bellotas con que los extranjeros alimentaban a los cerdos; el otro, en la casa de su padre sin poder comer un cabrito con sus amigos. Siempre me ha sorprendido el razonamiento más o menos sensato del hijo pródigo: «¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores».

Siendo un poco crítico, creo que el razonamiento sería más empático si sonara más o menos así: «¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre y de mi hermano tienen pan de sobra pero les falta palabra y presencia. Y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre, sin poder sentarme a la mesa con mi padre, mi madre y mi hermano. Me levantaré. Volveré a mi padre y a mi hermano y les diré: 'Padre, hermano, he pecado contra el cielo y contra ustedes; ya no merezco llamarme hijo ni hermano. Recíbanme en la mesa de los amigos perdonados, de los hermanos reencontrados». Porque lo contrario de pasar hambre no es simplemente comer. Lo opuesto de pasar hambre es sentarse a la mesa, compartir la palabra y partir el pan, pues partir el pan siempre implica pensar en otro con quien compartir, a quien ofrecer. Es pensar en el hermano, en el padre, en la madre, en Cristo: en el amigo que siente hambre igual que yo.  El hijo pródigo aún necesita otra conversión, la conversión hacia su hermano. No basta que haya atravesado tantas miserias para ser perfecto. Es necesario partir el pan en la mesa, entre palabra y presencia. Con toda sensatez un Maestro de nuestra Orden nos predica: «Por eso, "vuelve a casa", "vuelve pronto", "vuelve ahora" Porque el amor de Dios no es para mañana, es para hoy. Es el amor salvando abismos para salvar personas. No sigas lejos, no te resignes a la tristeza, no pienses que ya es tarde. La casa del Padre está abierta, la mesa está servida, el banquete ha comenzado… Y hay un sitio reservado para ti. Amén».

domingo, 2 de marzo de 2025

"Nonne ambo in foveam cadent?"

Dominica VIII per annum

 

Al escuchar la palabra evangélica, «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima de su maestro; todo aquel que esté bien instruido podrá ser como su maestro», recordaba una historia que suele contar una Maestra: El otoño estaba llegando a su fin, y el aire frío anunciaba que era tiempo de hibernar. Todos los animales del bosque diponían cálidas madrigueras y algunos estrenaban pelaje para la maravillosa aventura de dormir. La familia de los osos preparaba laboriosamente todo lo necesario para los meses siguientes: miel, nueces, frutas secas, y sobre todo almohadas y edredones exquisitos. Todos estaban estusiasmados con los siguientes meses de sueño como si se fueran a ir de vacaciones en crucero. Sólo el más pequeño de los oseznos se quejaba. Todavía no cumplía los seis meses y ya tenía que irse a dormir. Mamá le había explicado que eso de hibernar era una muy bonita costumbre familiar y que sus más ilustres antepasados la habían observado religiosamente. Sería una gran afrenta para la familia que alguien no cumpliera con tan bonita tradición. Pero el pequeño osezno no se sentía ni tantito cansado.  Su padre le explicó que no era tan difícil: «Sólo acuéstate, cierra los ojos y ya. Cinco o seis meses se pasan de volada, en un abrir y cerrar de ojos». El pequeño osito se puso su pijama, abrazó su osito de peluche, pensó en cosas bonitas, se acostó boca arriba, luego mejor de lado, se hizo bolita, se acostó boca abajo, se tapó los ojos con el brazo, se puso tapones en las orejas, fingió un bostezo, y nada. No podía conciliar el sueño. Se sentó sobre la cama, buscó sus pantuflas y fue a la cocina por algun bocadito de miel o de algo porque sentía un huequito en el estómago.


Estaba comiendo sus botanitas con un juguito de jitomate cuando de repente un lobo feroz se asomó por la ventana. El osezno saludó al lobo con mucha gentileza: «Buenas noches, señor lobo». Entonces el lobo le preguntó por qué estaba despierto todavía, y el pequeño oso le explicó que tenía insomnio, y no lograba conciliar el sueño». «Deberías contar ovejas, dijo el lobo, yo lo hago con mucha frecuencia. Al inicio se me hace agua la boca, pero después de cien me da sueño». Lo intentaron juntos, contaron ovejas y no habían llegado a más de veinte, cuando el lobo ya dormía profundamente. Posiblemente, también, porque no sabía contar hasta cien. Y el pequeño oso seguía despierto.

Iba ya a volver a su habitación, cuando oyó un golpeteo en la ventana. Era un ruiseñor, trovador nocturno, que pasaba por allí y le llamó la atención verlo todavía despierto. El pequeño oso le explicó que no podía dormir, y el ruiseñor le dijo: «Falta de confianza. Yo tengo todo lo necesario para hacerte dormir, sólo cierra los ojos y escucha mi canto». Al inicio el ruiseñor cantó canciones muy moviditas. Y poco a poco comenzó a bailar las calmadas; pero nada de que se durmiera el pequeño oso. Más bien el ruiseñor cansado esponjó sus plumas, escondió el pico en su espalda y se quedó profundamente dormido.

El osezno aburrido iba a morder una manzana, pero notó que un gusanito salía de ella. El gusanito le dijo: «¡Ey, osezno, lo he oído todo. Ya sé toda la verdad. Sé que no puedes dormir. Pero, no te preocupes yo también padezco de insomnio, y cuando no logro conciliar el sueño, le doy varias vueltas a la manzana y, finalmente, cansado, puedo dormir. Vamos, démosle unas vueltas a la manzana». Y eso hicieron. El gusanito con trabajo daba vueltas a la manzana, mientras que el osito corría alrededor de ella. Cuando el gusanito había dado dos vueltas, el oso llevaba más de veinte, y se sentía pleno de energía. El gusanito, agotado, volvió a meterse en el agujerito de la manzana y se quedó profundamente dormido. 

Una lechuza sabia golpeó entonces la ventana y le dijo al osito: «Veo en tus ojos que no tienes sueño. Mis años de experiencia me permiten ver en tu mirada que sigues despierto. Pero mira, te contaré un cuento, y mi sabiduría te ayudará a dormir en paz. El osito estaba tan emocionado, escuchando las historias de la lechuza, que poco a poco se hacían más lentas. Los grandes ojos de la lechuza comenzaron a convertirse en medias lunas hasta que la lechuza también se durmió. 

Un murciélago le propuso corregir la postura y dormir cabeza abajo. «Esa no la he intentado», dijo el osezno. Y ambos se colgaron cabeza abajo, pero fuera de un ligero mareo, el osito no sintió nada parecido al sueño. Es más, hizo algunas abdominales hasta incorporarse, dejando colgado a su amigo murciélago que ya se había dormido.

Y el pequeño oso seguía despierto. Viendo a todos dormir, comenzó a pensar que no estaría tan mal quedarse despierto mientras los demás dormían. Comenzó a planear juegos, excursiones. Pensaba pasar el invierno jugando con la nieve, recorriendo parques solitarios, conociendo osos polares. Tal vez emigraría a un país con el clima más agradable. Iría tal vez a Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera. Y mientras más grandes eran sus sueños, comenzó a sentir un poquitito de sueño, luego un poco más, se fue a su cama, y se quedó profundamente dormido.

Queridas amigas, queridos amigos. Toda nuestra vida hacemos miles de cosas para no caer en el misterio de la muerte. Muchos maestros nos pueden enseñar a soñar. Muchas guías nos puede indicar el camino que ellos mismos recorrieron para cumplir sus sueños. Pero tarde o temprano nuestros sueños se truncan y caemos en la fosa de la muerte. «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?»Sólo Cristo nos puede mostrar el camino a través del sueño de la muerte e ir más allá. Sólo él, que ha visto la vida que nos aguarda, puede enseñarnos a soñar más allá de la muerte.

Él nos recuerda que el sueño de la muerte, es como el sueño de un árbol que, cuando llega el tiempo, da frutos según su naturaleza. En nada nos conviene juzgar ahora la conducta de los hombres: «No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados». Son los frutos lo que evidencia la naturaleza de los hombres, más allá de nuestros juicios, que muchas veces son ofuscados por la sombra de las pasiones, de sentimientos llevados al extremo. El árbol bueno ha atravesado el invierno de la muerte e, impregnado de la savia vital del Espíritu Santo, da frutos de caridad, gozo, paz, paciencia, comprensión de los demás, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo. El árbol malo, en cambio, nutrido de su propio pecado, no da sino espinas y abrojos. Fructifiquemos con la dulzura del Espíritu Santo que Cristo nos ha donado en la cruz. Así haremos vida en nosotros lo que el Señor ha soñado para nosotros cuando se durmió en la cruz, donándonos la vida verdadera.

domingo, 16 de febrero de 2025

"Verumtamen vae vobis divitibus, quia habetis consolationem vestram!"

Dominica VI per annum

 

Todos sabemos las diferencias abismales que hay entre la pobreza y la riqueza. Que la diferencia principal entre ser rico o ser pobre depende de la cantidad de dinero que uno puede permitirse gastar. Por consiguiente, ser rico tiene que ver en buena medida con el poder adquisitivo y los lujos que uno puede darse o no. Luego, cuando ya vemos las cosas más de cerca, distinguir la riqueza y la pobreza puede ser mucho más complicado. Sobre todo porque sabemos que la salud, la felicidad, la paz mental, con todo y que son cosas temporales, son algunas de las más grandes y deseables riquezas de la vida. Y si sacamos las cuentas, a veces esas riquezas llenan de vida a quienes tienen los bolsillos vacíos: «Voy camino de la vida, muy feliz con mi pobreza. Como no tengo dinero, tengo mucho corazón».

Justamente hace unos días, conversando con algunos amigos, alguien recordó al célebre compositor mexicano que al presentar lo mejor de su música no sabía tocar ningún instrumento y que al ofrecerle acompañamiento no sabía ni qué necesitaba, pues sabía casi nada de armonía, tonalidad y de ritmo. Maravillados, los promotores le preguntaron: «¿Y cómo compone si no sabe tocar ningún instrumento?» Y el Maestro respondió: «Es que yo compongo de chiflidito». Efectivamente, componía sus célebres canciones silbando. No sólo su palabra era la ley, también su silbido lo era...


En un tiempo en que tener un caballo blanco era ya un lujo pintoresco, bucólico y anacrónico, el Maestro compuso su Corrido del caballo blanco, que en realidad era su viejo automóvil que ya se andaba quedando, cojeando de la llanta izquierda y sintiendo que moría, presumiblemente con el radiador estallándole como hocico ensangrentado.

Pero, siendo honestos, el Maestro no era tan feliz como cantaba. La felicidad que cantaba era como su caballo blanco, algo que no tenía, pero se parecía tanto a lo que sí tenía. El Maestro limpiaba con canciones un alma apesadumbrada por sus deseos y sus excesos. Es que el exceso no es riqueza, pero nos confundimos porque se le parece tanto.

Hoy escuchamos en el evangelio las palabras de Jesús: «¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe...!»

Y es que aun quien se jacta de «haber nacido en el barrio más humilde, alejado el bullicio y de la falsa sociedad», tiene por riqueza su cuna y su alejamiento. Y esa riqueza es ya su consuelo. Además, el hambre que no se sacia con alimento, será interminabemente engañada con otras sustancias y cosas.

Todos buscamos alivio, consuelo, calmar el hambre de sonrisas, de que no nos falle el pueblo, o que por lo menos nuestro barrio nos respalde. Incluso la vida contemplativa, con ser algo espiritual no puede prescindir de ciertas riquezas, como el estudio. No deja de maravillarme la expresión de uno de los más autorizados comentadores de la Regla benedictina: «Se debe desconfiar de quienes descuidan el estudio con el pretexto de que somos llamados a la pura contemplación o bien porque, según el Apóstol, "la ciencia hincha". Hay que resaltar que el gusto por la auténtica y sana doctrina es, en el conjunto de nuestra vida monástica, una garantía de perseverancia, de dignidad y progreso, más segura a veces que ciertas formas de piedad». Y también sin la riqueza del diálogo, de la lectura o la ascesis del estudio, difícilmente comprendemos que no todo conviene a todos, porque no todos los espíritus son iguales. Lo que es riqueza para unos puede ser pobreza para otros.

Es entonces difícil encontrar la diferencia entre lo que Jesús advierte: «¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora...!», y lo que Jesús alaba: «Dichosos ustedes». Pienso que la diferencia no es estática. Requiere que tengamos la fuerza y el valor de no detenernos en lo que ahora nos sacia y nos basta.

Permítanme explicarlo con una historia insensata. Hubo una vez un pequeño elefante. Al nacer todo fue maravilloso. Estaba rodeado de cariño materno y otras elefantas nodrizas lo cuidaron. En su familia, las normas eran pocas, pero había una muy buena organización. En su familia todos los elefantes recordaban con amor lo bien que lo pasaban juntos, y cuando por algún motivo se separaban el reencuentro era toda una fiesta.

De pequeño el elefantito tenía muy claro que era grande a pesar de ser pequeño. Había nacido pesando unos cien kilos y  aún así era un indefenso elefantito. Hasta que un día, un grupo de cazadores asaltaron la manada y tomaron preso al elefantito. Lo llevaron a un circo y lo vendieron. Cada kilo del elefantito por una moneda. Con una cadena fue sujetado a un árbol y, en vez de ir a la escuela para aprender a volar, el maltrato fue su docente. Lo primero que tenía que olvidar era que tenía grandes orejas, que en su mundo le permitían viajar muy lejos y oír las voces de otros elefantes a muy largas distancias. Luego había que olvidar que había sido muy amado. Y que alguna vez fue feliz corriendo. Aprendió que la cadena era más fuerte que él y por eso todo esfuerzo por liberarse era inútil. Y así aprendió a quedarse, a no moverse y a olvidar.


Los años pasaron, y nuestro elefantito se convirtió en un enorme elefante, atado con una cuerda. El árbol era ya una estaca gastada por los años, que un domador clavaba y arrancaba del suelo con pereza. Nuestro elefante había crecido, y pesaba toneladas. Pero había aprendido que no podía liberarse. Un día en que el circo viajaba en tierras lejanas, un ratoncito se deslizó por la carpa del circo. Vio a un león amaestrado y le pareció espectacular ver tan grande fiera saltando por un aro de fuego. Así que el ratón quiso jugar a ser león. «Si lo sueñas, puedes lograrlo», pensó. En la noche se puso a roer una cuerda sucia y gastada para hacerse con los hilos una melena. Y cuando todo estaba listo, el elefante que había estado atado con la cuerda despertó. Vio al ratón y éste ensayó su mejor rugido. Instintivamente el elefante salió corriendo, asustado, olvidando que había estado atado tantos años, y dejando convencido al ratón de que era un león invencible.

Queridas amigas, queridos amigos, tal vez es ésta la saciedad de la que nos advierte el evangelio. El saciarnos de lo que nos aprisiona y no nos permite ir más lejos, de las cadenas que nos impiden escapar incluso hacia los prados de la memoria. El saciarnos de la convicción de que no podemos ser libres ni estar a la altura de nosotros mismos. Por eso Dios se ha hecho pequeño, para mostrarnos que somos más grandes de lo que creemos, y concedernos vivir en la libertad de los hijos e hijas de Dios.

domingo, 19 de enero de 2025

"Tu servasti bonum vinum usque adhuc"

 Dominica II per annum

 

Normalmente la luz anuncia la llegada de las mejores cosas de nuestra vida. La luz anuncia un día feliz y lleno de sorpresas. La luz anuncia el inicio de los grandes espectáculos. Incluso la luz de la luna anuncia las mejores estaciones, las noches más bellas. Decimos que las mejores personas traen luz a nuestra vida. Pero la lluvia, la lluvia es al revés. Se anuncia con grandes nubarrones oscuros nublando el sol y convirtiendo un alegre día soleado en un melancólico atardecer. 

Con oscuridad, pues, comenzó la temporada de lluvias en el bosque. Al inicio todos los animalitos del bosque se sentían felices por la bendición del agua. Algunos tenía rato que no se bañaban.  Todo reverdecía. El musgo aterciopelado volvía a cubrir las piedras, los troncos de los árboles, alfombrando el camino de todos los habitantes del bosque. Sin embargo, luego de algunas semanas, la vida lluviosa comenzó a teñirse de monotonía. El gris de los días lluviosos no tenía matices ni variedad de tonalidades. Y las gotas de lluvia caían siempre de la misma manera, de arriba hacia abajo, derechas y ordenadas, una tras la otra. El terciopelo del musgo se había vuelto resbaloso. Y si salías a jugar, no sólo terminabas empapado y con frío, sino que podías caer y terminar cubierto de fango.

Para mitigar el fastidio de las lluvias, una tarantulita del bosque se puso a armar paraguas. Hizo muchos, de muchos tamaños y de muchos colores. Pero todos con la característica forma de una gran telaraña sostenida por un bastón. Dio uno gigantesco al oso. Otro más pequeño al chimpancé. Uno todavía más pequeño a la lechuza y el más pequeño fue para la abeja. Todos los animalitos del bosque se encontraban felices porque al fin tendrían algo con qué protegerse de la lluvia y seguir recorriendo el bosque en busca de aventuras.

Cuando la tarántula habría repartido ya todos los paraguas, recordó que había un animalito que se le había olvidado: el murciélago. Y no se le olvidó precisamente porque no fuera su amigo, sino por feo. Es que muchas veces los demás no nos rechazan por ser malas personas, sino por feos, pero ese es otro asunto que resolveremos en otro cuento. Aquí escuchamos pero no juzgamos. 

Nuestro feo murcielaguito estaba conciliando sus primeras horas de sueño, cuando la tarantulita lo vino a buscar. La tarántula trepó, sosteniéndose con sus delicadas uñas, hasta llegar a donde dormía plácidamente nuestro murciélago. Con su brazo peludo y muy femenino lo tocó suavemente y lo despertó. «Hola, guapo. Espero que hayas descansado muy bien», dijo la tarántula. El murciélago bostezó ampliamente y casi no podía abrir los ojos. Entonces la tarántula le dijo: «Amigo, le venimos manejando lo que es el paraguas de novedad, paraguas de fantasía, con forma de la telaraña de moda, para esas lluvias torrenciales, para que no lo pague en el metro por veinte pesos. Mire, aquí le traigo, paraguas de calidad, paraguas de promoción. Para el oso, para el changuito, para el murcielaguito; para ese bonito regalo, para ese bonito obsequio». El murcielaguito simplemente miró de reojo a la tarántula, le extendió un billetito y le musitó: «Ahí deja el paraguas colgado, y no olvides cerrar la puerta, por fuera, plis». Se envolvió en sus alas, se giró para el otro lado y siguió durmiendo.

La tarántula se sintió peluseada. Por lo menos el billetito le hacía sentir que el murciélago malagradecido y desatento le había pagado su paraguas a como lo venden en el metro. Esa tarde la lluvia era incansable. Y al llegar la noche, cuando la tarántula se disponía a dormir. Revisó su teléfono. De pronto llegó un mensaje del murcielaguito: «Holi, bebé. Gracias por el paraguas. Diez de diez. Mira, llevaba varios días durmiendo con los pies mojados, pero gracias a tu paraguas, ahora puedo dormir con los pies sequecitos». Y seguían unos emojis de paraguas, gotas de lluvia y piecitos. La tarántula se sorprendió de cómo hay gente con tamaña labilidad emocional, pero lo que la sacó de onda era eso de los pies sequecitos. Es que todo mundo usar el paraguas para mantener la cara, la cabeza, los hombros secos. ¿Pero los pies?

Al otro día ya algo noche, la tarántula fue a visitar al murciélago. Quería saber cómo le iba con su nuevo paraguas y si estaba disfrutando de él. Para su sorpresa, cuando llegó encontró todo patas para arriba, y al murciélago también, colgado de la rama de un árbol, y con el paraguas protegiendo sus pies de la lluvia. «Espero no importunarte, dijo la tarántula, sé que ya es tarde y hay que descansar. Sólo pasaba para a ver cómo te va con tu paraguas, tiene garantía de un año». «No te preocupes, respondió el murciélago, he descansado muy bien todo el día y estoy listo para una noche llena de ocupaciones. No sabes, el paraguas me ha resuelto la vida. Apenas vi que allá abajo en el cielo se estaban formando nubarrones, lo abrí y me dispuse a dormir. Y como mis piecitos estuvieron sequecitos, dormí súper bien». A la tarántula de nuevo la sacó de onda eso de «allá abajo en el cielo», y nerviosamente decidió interrumpir su visita y regresar cuanto antes a contarle a los demás animales del bosque que el murciélago además de estar feo estaba bien loco. Y fueron todos juntos a comprobarlo. Así, en la noche llegaron a la guarida del murciélago y comenzaron a agobiarlo con preguntas. La jirafa preguntó: «¿Puedes decirme dónde tienen los árboles las ramas?» A lo que el murcielaguito respondió: «Abajo del tronco, claro». «Y para llegar a la cima de la montaña, ¿se sube o se baja?», preguntó la cabra. Y la respuesta le resultó inaudita: «Se baja, por supuesto». «Estás loco, replicó la cabra, toda mi vida he trepado en las montañas, sabiendo que si te resbalas te caes... para abajo, lógico». Y un lobo incrédulo le preguntó: «Y ¿la luna dónde está?». A lo que el murciélago respondió con cierta aburrición, «En el fondo del cielo, obvi». Como la cosa se ponía difícil, ya era noche y los animalitos del bosque tenían sueño, apareció el famoso conejito Totopo, el gran súper héroe que son su sagacidad puso fin a la discusión: «Dime una cosa, murcielaguito: ¿tu mamá antes de dormir te da un besito de las buenas noches, en la frente o en los pies?» A lo que el murcielaguito respondió: «Claro que en la frente, Totopo, ¡qué pregunta!» «¿Lo ven?, dijo Totopo, uno puede ver las cosas de muchas maneras, pero el amor siempre será lo mismo». 

Queridas amigas, queridos amigos. Normalmente nosotros pensamos que las grandes personas que encontramos en la vida tienen un ciclo de esplendor que luego comienza a declinar hasta que se apaga. Es natural que las personas virtuosas en cualquier arte o ciencia, con el tiempo vengan a menos y tengan que aprender el duro arte de dejar y de perder. Muy pronto en la vida entendemos que nada es para siempre y que lo mejor de nosotros se acaba, y pues «todo mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se sirve el corriente». La vida y el tiempo se llevan muchas de nuestras mejores cosas y sólo nos traen a cambio el vino corriente de los buenos recuerdos. Y así, bien o mal llevamos a término la fiesta de la vida. 

Pero cuando Dios arma la fiesta, las cosas no son así. Dios nunca ofrece un vino corriente después del buen vino. Porque Dios suele hacer todo al revés. Dios nos mira al revés. Y mucho de lo que nosotros llamamos ascenso, mucho de lo que nos esforzamos por alcanzar, Dios ve que en realidad es nuestra caída. pues nos aleja de él. Con toda verdad San Benito nos instruye «que por  la altivez se baja y por la humildad se sube». Y que «cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo». Para eso Dios se hizo hombre y murió, pues cuando creemos que todo se acaba y sentimos que nuestra historia se derrumba, ha llegado el momento de ascender y estrenar una excelsa morada eterna, en esa hora para la que él ha guardado el vino mejor. Pero no nos alarmemos tanto. El amor de Dios no cambia de lugar. Siempre estará allí, a la altura de sí mismo, en la pequeñez de nosotros. Que el beso del amor de Dios nos guíe a la felicidad de las bodas celestiales, al amor que no se muda, a la vida eterna.

domingo, 22 de diciembre de 2024

O rex gentium

Dominica IV adventus

«O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti»



Hace algún tiempo, un conocido escritor explicaba: «Sin mis libros me sería imposible vivir, y sin mis gatos menos. Los libros no maúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí». ¡Qué loco! Entonces recordé un par de historias que algunos buenos amigos cuentan. Fíjate bien. Una maestra cuenta que en una ocasión hubo una bruja grandiosa. Su magia era inigualable, bueno ni tanto. Sabía hacer grandes conjuros y, como todos, era capaz de hacer mucho daño con sus pensamientos y sus palabras. Pero como el mal absoluto no existe, nuestra bruja en buena medida era una bruja buena. Su gran pasión en la vida era volar. Y normalmente todo lo que vuela no suele ser tan malo.

Una noche de luna llena, nuestra bruja cruzaba el cielo y la luna misma con su oscuro, narigón y sombrerudo perfil. De repente escuchó algo que parecía remedar su risa. Era el maullido de una gatita que, perseguida por feroces perros, se había refugiado en un árbol, subiendo más y más, hasta quedar atrapada en el cielo, en las garras de la altura misma.

Era una gatita negra, igual que la noche, y los ojos de la bruja brillaron al descubrirla en la oscuridad. La gatita también tenía ojos brillantes. Así que nuestra bruja acercó su escoba a la altura de la rama que sostenía a la gatita. «¿Qué haces allí?», preguntó la bruja. La gatita temblorosa apenas pudo explicarle que había trepado en el árbol para escapar, y que ahora no podía bajar. Entonces la bruja, acercando aún más la escoba, invitó a la gatita a subir con ella. ¡Qué pánico!

Uno por uno, todos los pelitos de la gatita se pusieron de pie. Es que los gatos cuando ya no tienen más escapatoria utilizan sus pelitos como arma fatal. Te llenan de pelitos la ropa como mecanismo de defensa para que no se te ocurra seguirlos cargando. Pero bueno, nuestra bruja usaba un largo vestido negro, como los negros pelitos de la gatita o como el hábito de los monjes, así que no había mucho problema. En fin, la gatita subió a la escoba. ¡Qué agusticidad! La mera verdad iba más cómoda que en el metrobús.

Emprendieron el vuelo, y ahora la luna era surcada por la silueta de la bruja y la de la gatita, sentadas en la escoba. Una reía, la otra maullaba. Hasta que de pronto, unos feroces ladridos interrumpieron su algarabía. Era un perrito que le ladraba a la luna, y en la luna a la gatita y a la distinguida bruja que la acompañaba. A la gatita le pareció reconocer al cachorro. Era uno de esos perros que la habían perseguido. Se lo dijo a la bruja y ésta se dispuso a poner las cosas en su lugar. Aterrizó rápidamente con su escoba, y el perrito se acercó festivo, moviendo la cola, como si hubiera encontrado nuevas amigas. «¡Guau!», dijo el perro—ni modo que dijera otra cosa, ¿verdad?—«¡Eres una bruja de verdad!»—sin saber que todas las brujas son de a mentiritas porque no les queda de otra—. «¿Vuelas con tu gata a todas partes, admites perritos guapos, panzoncitos y esponjosos como yo?» La gatita lo ignoró categóricamente. Pero el perrito, sin esperar respuesta, comenzó a suplicar jadeando: «Llévame a dar una vuelta, por favor, siempre he querido saber qué bonito es volar a las dos de la mañana»... «¡Ay, mamá», contestó la bruja. «Está bien, súbanse y pronunciaré mi conjuro: Zalacadula, con arte brujeril, nos saque la escoba, de este cuchitril» Y despegaron los tres como los mejores amigos. Iban cantando lo bonito que es volar a las dos de la mañana, hasta que vino una fuerte turbulencia y fueron a caer en el charco de una rana, ay, mamá.

La ranita era una gran admiradora de la bruja. La había visto muchas veces salir en la luna como en la pantalla grande. Y ella misma, desde chiquita jugaba a que era una bruja y que su hoja de nenúfar era la luna misma. Así que apenas la vio le suplicó que la llevara a su casa, no importa si al final la volvía maceta o... una calabaza.

Así que la bruja pronunció su conjuro: «Zalacadula, con arte y hechizo, vuele la escoba, sin caer al piso». Y efectivamente, volaron y volaron, riendo, maullando, ladrando y croando. Hasta que una nueva turbulencia los sacó de onda. Y la escoba cayó partida en dos y su GPS continuaba diciendo: «Recalculando ruta». Cuando la bruja se levantó para arreglarse su sombrero y buscar los pedazos de su escoba, cayó en la cuenta que se encontraba en un grave peligro. Había caído ni más ni menos que en el corral de un toro enamorado de la luna. Y como estaba tan enamorado de la luna, odiaba que la bruja siempre se interponía entre él y ella, y más ahora que viajaba con su extraña comitiva. Apenas la vio, el toro comenzó a bufar. Echaba humo. Y como rascando con una pata para fingir tomar vuelo, amenazaba con embestir a la bruja: «Ahora sí, maldita bruja». De repente, un monstruo apareció cubierto de fango y mal olor. El monstruo gritó: «Detente, torito celoso, perdío, esa bruja es mi cena, croac, guau, miau». Y, bueno, el torito que es bravío y de casta valiente, abanicos de colores parecían sus patitas. Salió huyendo asustado. Comprenderán Ustedes que el monstruo eran los locos amigos de la bruja, amalgamados como muéganos por el barro de la amistad.

Fíjate bien. Se dice que en una ocasión, un sabio sentía añoranza de un rico pastel de higos y pasas que cocinaba su abuela. Así que le comentó a un amigo lo mucho que añoraba el pastel. Su amigo le aconsejó: «Pero puedes hacerlo tú, conoces la receta». «Sí, pero mira, contestó el sabio, a veces no tengo harina y es temporada de higos. Otras veces tengo harina, pero no higos. A veces hay pasas, pero falta el azúcar, las especias». Entonces el amigo le respondió: «Haré todo lo que pueda para que tengas todos los ingredientes juntos y puedas preparar tu pastel». Pero el sabio replicó: «Hay algo que me da más miedo, y es que cuando estén todos los ingredientes juntos, y no falte ninguno, falte yo».

Queridas amigas, queridos amigos, tal vez en nuestro tiempo una de las cosas que mayor ansiedad nos genera no son las cosas dispersas de la vida, sino el no estar cuando todas estén allí, en la vida misma. No estar allí, cuando el amor que soñamos sea perfecto. No estar allí, cuando todo esté listo para la felicidad con los hijos. No estar cuando finalmente todo marche bien en los negocios y en el trabajo. Hoy contemplamos a María que se encamina presurosa a un pueblo de las montañas. Entra en la casa de Zacarías, un sacerdote que había elevado tantas oraciones aparentemente estériles al cielo, como estéril parecía su vida al lado de Isabel. Imagino la alegría agridulce de esperar un hijo en la ancianidad. Ya no correrían con el pequeño, ni verían marchar al joven con pasos agigantados a la universidad del desierto, donde aprendería las rudas lecciones de ser testigo y profeta. Todo lo que habían soñado, orado, suplicado, parecía estar listo para ser vivido sin ellos, como «sin mí». Pero el encuentro con María, hace saltar al niño en el seno de su madre. Es que los niños crecen cuando saltan. Y así crecía el que un día dirá con gallarda humildad: «conviene que él crezca y que yo disminuya», hablando con espíritu profético de su propio martirio. En cambio, el niño que está escondido en María, no se mueve. Llamado «Señor» por Isabel, permanece sereno. Porque nace sin angustias, vive sin ansiedades el Dios que desde el inicio vio al hombre marcharse, ese Dios que ama tanto al ser humano que bien podría decir: «Si tuviera que vivir sin el hombre, preferiría vivir sin mí» Y por eso se despojó de su rango. Porque en Dios nada se pierde. Con razón la Iglesia en este día lo aclama: «O rex gentium et desideratus earum, lapisque angularis, qui facis utraque unum; veni, salva hominem, quem de limo formasti». Porque él, que hace de muchos unos solo, viene a salvar al hombre agrietado. Él, la piedra angular, viene a unir lo que se nos dispersa, agrietándonos con ansiedades. Anda pues, en estos días, en que el corazón suele rasgarse, y la mente se embota enojada, no desprecies la comunión que él trae, pues el divino alfarero ha tomado ya la paja del pesebre, el polvo de nuestra tierra y el río límpido de sus lágrimas para hacer de nosotros una vaso nuevo.

domingo, 8 de diciembre de 2024

«Et venit in omnem regionem circa Iordanem»

Dominica II adventus

 

Hormiguero gigantesco

El hormiguero crecía más y más. Todas las hormiguitas, implacables trabajadoras, se empeñaban en crear un vacío cada vez más profundo en la tierra, y al mismo tiempo no paraban en su intento de llenarlo. El vacío lo abrían trabajando. Y cuanto más trabajaban, el vacío se hacía más grande. Y cuanto más trabajaban parecían estar menos cerca de llenarlo.

Eran una gran familia de hormigas ausentes. En las fotos familiares nunca estaban todas juntas. Siempre había alguien que había salido del hormiguero para ir a recortar pedacitos de hojas, cargar granos secos, o acarrear terroncitos de azúcar. A veces ni siquiera salían del hormiguero, pero estaban muy ocupadas removiendo enormes granos de tierra como de dos o tres milímetros. ¡Qué fuerte!

Pensaban que si no movían adecuadamente cada grano de arenisca o de tierra, el mundo podría venírseles encima. Y en parte tenían razón. Para colmo, el hormiguero tenía dos grandes enemigos. Un par de monstruos negros que frenéticamente aplastaban todo desde lo alto. Saltaban y corrían a toda prisa, sin pararse a pensar que el hormiguero estaba hecho de vacío. Y que cada salto, cada tropiezo de los monstruos negros significaba por lo menos una gran avalancha dentro del hormiguero. ¡Un desastre!

Una noche de luna llena, las hormigas salieron, como siempre, en busca de trabajo, para llenar el vacío del hormiguero. A buena hora afilaron sus dientes, calentaron sus brazos, despejaron sus antenitas y salieron dispuestas a recortar con la esperanza de que cada corte de hoja fuera lo suficientemente grande como para llenar un buen hueco del hormiguero. Y así, cada una, como si fueran niñas y niños en una escuela, recortaban hojas, tratando de calcular cuánto necesitaban para lograr la figura perfecta, capaz de llenar el vacío del hormiguero. Nunca era suficiente, pero tal vez por eso la labor les apasionaba. Esa noche otras de las hormiguitas encontraron una bolsa de palomitas de maíz, medio vacía y medio llena. Da lo mismo cómo lo diga, porque de todos modos el hormiguero también estaba medio lleno de vacío. Las más fuertes arrasaron con los granos sin reventar. Eran pesados y mucho más grandes que cualquier grano de arenisca. Seguro con éstos sí llenarían el vacío del hormiguero. Otras prefirieron acarrear las palomitas. Eran mucho más grandes, pesaban menos, sólo que se sentían un poco huecas, como... vacías. Algunas estaban salpicadas de salsa o mantequilla, y eso las hacía un poquito más densas. En fin, esa noche todas las hormigas cargaron con algo. En la fila del camino se empujaban unas a otras. No se hablaban, pero los movimientos de sus antenas hacían ademanes enérgicos como diciendo: «¡Quítate de aquí, me estorbas!» «¡Eres una inútil!» «¿No puedes cargar nada grande?»

Fue esa noche de luna llena, cuando una de las más pequeñas hormigas, una de las más hogareñas, que se había quedado en casa melancólica, cerca de la entrada del hormiguero descubrió algo que brillaba entre el polvo. Al inicio pensó que se trataba de un pedazo de luna, caído quién sabe por qué en el hormiguero. Luego se dio cuenta que en realidad no era tanto, o bueno sí, era un pedazo de cristal que reflejaba la luz de la luna. Entonces comenzó a limpiarlo con cuidado, a pulirlo lentamente en una noche vacía. No sabemos cuántas horas pasaron pero nuestra pequeña hormiga al final había logrado algo maravilloso. Había pulido el cristal y había sacado de él una gran lente. Ahora todo se veía enorme, grandioso. Y entonces, el vacío del hormiguero parecía un abismo. Los huecos que dejaban las ausencias, se veían enormes. Mientras que los granos, los recortes de hojas, ya no parecían tan grandes como para pensar que pudieran llenar el vacío. Desde esa noche, las hormigas se dieron cuenta que el hueco que dejaba su ausencia nadie lo podía llenar. Y cada una comenzó a ver la verdadera grandeza de las otras.

Lo mejor vino al amanecer. Como la lente que había pulido la pequeña hormiguita estaba en la entrada del hormiguero. Los dos monstruos negros aparecieron saltando como cada mañana. Sólo que esta vez se detuvieron antes de derrumbar nada. Las hormigas vieron por debajo de la lente que lo que había encima de los dos monstruos negros era algo mucho peor de lo que habían imaginado. Encima de los monstruos negros que pisoteaban todo, estaba algo más grande: una niña que ahora las observaba cuidadosamente. Los monstruos eran los zapatos de la niña que a través de la lente, ahora las veía a todas. Cansadas por el largo frenesí de la noche, temerosas de ser aplastadas, de que su pequeño mundo se derrumbara otra vez, y aplastara el vacío que con tanto trabajo habían creado y con tanto trabajo se esforzaban en llenar. A la pequeña le pareció maravilloso el mundo de las hormigas. Era un universo en miniatura. Afortunadamente las hormigas, en su locura por llenar el vacío habían aprendido a sacar de él creatividad, laboriosidad, organización y sobre todo una cierta sabiduría.

Queridas amigas, queridas amigos: Cuando vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías, lo hizo recorrer toda la comarca del Jordán. Fíjate bien, la comarca del Jordán, es una región de nuestro corazón, pues Jordan significa descenso. Y allí, en la hondura de todos nuestros vacíos, llenados con los fantasmas de nuestros apegos, pisoteados por los monstruos de nuestro enojo, nuestros miedos y nuestra ambición, allí el espíritu de Dios ha descendido. Al descender a nuestra pequeñez, nos ha mostrado cómo Dios nos ve. Y hemos comprendido que, como somos grandes a sus ojos, nuestra lejanía es siempre para Dios un gran vacío. Por eso Juan anuncia lo que Isaías había visto de lejos: «Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios». Porque Dios, al hacerse cercano nos ha engrandecido y nos ha permitido ver su salvación. No sólo en nosotros mismos, sin también en el hermano, en la hermana que trabaja junto a mí, en el prójimo que igual que todos, lucha cada día por llenar sus vacíos. Dios ha llenado nuestros ojos con su salvación. Porque el vacío no existe, nunca ha existido. Lo que existe es el deseo de conquistar a Dios y ser amados por él.  Escuchemos pues la voz que clama y clamará por siempre para sacarnos de la vacuidad del pecado y de la muerte y llevarnos a la belleza de su amor.