lunes, 10 de mayo de 2021

"Qué diferente sería el mundo si se rigiera por un corazón de mamá".

Día de las Madres

 

Un Maestro cuenta que hubo un pueblo muy bonito, de paisajes espectaculares y habitantes muy felices. Pero sucedió en una ocasión que un terrible dragón vino a establecerse en las inmediaciones del pueblo. Se posesionó allí de una gran cueva y se estableció en ella como en su palacio. Era un dragón muy iracundo e incendiaba grandes extensiones del bosque con sus arrebatos de furia. Además, cada tanto hacía incursiones en el pueblo y destruía todo lo que encontraba a su paso: casas, parques, jardines.

Por entonces vino también al pueblo un pequeño buen dragón. Era un dragón simpático, amigable y feliz. Bien pronto se dio cuenta de todos los desmanes que hacía el terrible dragón, y algo en su corazón le sugirió que había llegado el momento de convertirse en un héroe.

Una mañana nuestro joven dragoncito caminaba por el bosque cavilando para trazar en su mente la estrategia a seguir. Y de repente descubrió algo que le pareció maravilloso. Era una mariposa trasparente, como esas que están estrenando vida, que revoloteaba con fatiga por el bosque. La mariposa se le acercó al dragoncito y le entregó una esferita maravillosa, dorada, luminosa. La crisálida se marchó, perdiéndose entre los árboles y nuestro dragón estaba embelesado contemplando la fina luz que irradiaba la pelotita dorada. De pronto le pareció que la esferita le estuviera hablando: «Si quieres ser un héroe de verdad, tienes que hacer todo lo que yo te diga. Aprisa, vamos a adentrarnos en el bosque».

El dragoncito continuó pues su marcha por el bosque. Todos sabemos que los dragones tienen una larga hilera de cuernitos desde el cuello hasta la punta de la cola. Bueno, nuestro dragoncito tenia dos más, que su mamá le había pegado a su traje de dragón para que le sirvieran de bolsillos y pudiera así guardar cosas. Allí guardó la esferita y continuó su camino. 

De repente apareció ante sus ojos un gran pórtico con varias puertas. Dicen que en cada entrada había una inscripción. En la primera estaba escrito: «Puerta de los reyes». La segunda rezaba: «Puerta de los hombres temibles». La siguiente tenía la inscripción: «Puerta de los que ambicionan riqueza y poder.» Y la última decía simplemente «Entrada». Confundido, no sabía por cuál entrar. Pero de repente la esferita dorada salió de su bolsillo y le dijo: «Vamos, sé honesto, tú no eres un rey y mucho menos un hombre temible. No te recomiendo ambicionar riquezas ni poder. Vamos, sé humilde y entra simplemente por la entrada». Así lo hizo y ante sus ojos se desplegó un gran camino tenebroso. En su mente mil interrogantes le cuestionaban qué habría sucedido si hubiera entrado por las otras puertas, pero no se detuvo más en eso. Simplemente continuó su marcha pensando que si quería ser héroe debía confiar en la pelotita dorada.
De repente le salieron al encuentro muchos otros dragones pequeños que inmediatamente le preguntaron de dónde venía y a qué se debía el honor de su visita. Él les reveló sin ambages que se disponía a enfrentar al poderoso dragón. Todos se rieron de él y uno de ellos le aconsejó: «Mira, muchacho, el gran dragón es invencible. Jamás ha conocido una derrota. Pierdes tu tiempo y tu fuerza. Mejor únete a nosotros, los que trabajamos para él. Así puedes acompañarnos a saquear las casas del pueblo y pisotear sus jardines e incendiar sus graneros. Eso sí que es diversión». Pero la esferita dorada comenzó a sonar como un cascabel que nadie más percibía, y le dijo quedito a nuestro dragón: «Espera, espera. No les hagas caso. Lucha por tus ideales. Tú quieres ser un héroe, ¿no?» Los ojos de nuestro dragoncito brillaron de ilusión y como pudo se zafó del grupo volando y les dijo: «Bueno, lo pensaré muy bien, hasta pronto».

Prosiguió su camino, y cuando el bosque se hacía mas denso y tenebroso descubrió una gran roca en la que había un letrero enorme que decía: «Si vienes a enfrentar al gran dragón, toma un arma». En la roca se encontraban engastadas una daga de plata, un hacha de acero, una gran maza de bronce y una especie de sandalia gastada y ya sin mucho brillo. El joven dragón pensó que lo más práctico y manejable sería la daga de plata; pero cuando estaba a punto de empuñarla, la voz tintineante de la pelotita dorada lo detuvo: «Espera—dijo con tono sabihondo—, “no todo lo que brilla es oro”. No te dejes llevar por las apariencias. Toma la sandalia contigo, no pesa mucho y de algo te puede servir». A nuestro dragón le pareció muy poco convencional para un asunto de caballeros, pero como quería ser un héroe prefirió seguir indicaciones. Acomodó la sandalia en su otro bolsillo y prosiguió su camino cada vez más escabroso. Las tinieblas se hacían densas y el camino lúgubre y espantoso. De repente, un sonoro rugido partió las tinieblas. El terrible dragón apareció desde el fondo tenebroso de la cueva. Una llamarada tremenda salía de sus fauces. Entre la confusión, el pequeño dragón apenas alcanzó a oír la voz de la pelotita dorada que le decía exigente: «Rápido, la sandalia». La sacó de su bolsillo con la punta de su cola, pues tenía las manos ocupadas—es que se mordía nerviosamente las uñas de los dedos—. En un segundo de lucidez arrojó con su cola la sandalia, que fue a dar directo a las fauces del gran dragón que comenzó a toser. Sí, se la tragó. Olía a plástico quemado. Y fue tal el golpe que se le apagó el fuego con que destruía el bosque maravilloso del pueblo e incendiaba sus sembrados.

Nuestro dragón comprendió que ya era un héroe. ¡Lo había logrado! Pero decidió darse a la fuga antes de que pudiera haber represalias. Ya cerca del pueblo, cuando ya la gente del lugar lo esperaba con fanfarrias y bailes de fiesta, quiso darle las gracias a la esferita dorada, pero al buscarla en sus bolsillos descubrió que ya no estaba. La buscó volteando sus bolsillos, mirando acá y allá, pero todo fue inútil. No podía encontrarla. De repente escuchó de nuevo su voz: «Y si la encuentro yo, ¿qué te hago?» Entonces comprendió todo: la voz de la esferita rutilante era la voz de mamá que lo había acompañado a todas partes hasta convertirse en un héroe. Era la voz de mamá la que le había enseñado a ser honesto y humilde, al entrar simplemente por la entrada. Era la voz de mamá la que le había enseñado a luchar por sus ideales. Era la voz de mamá la que le había enseñado a no dejarse engañar, a ser práctico, a vencer sus miedos, a combatir el mal. Y sobre todo, a encontrar lo verdaderamente valioso de la vida.

Todos llevamos en el corazón la voz y las enseñanzas de esa esferita dorada que nos vuelve héroes. Es la voz de nuestras mamás que nos enseña que nada está perdido cuando se busca con amor y valentía. Ayer nuestro Obispo de Cuernavaca nos decía: «Y lo mejor de todo esto es que ellas no aprenden nada de esto en las escuelas ni en las universidades. Su escuela es el corazón». Y nos decía: «Qué diferente sería el mundo si se rigiera por un corazón de mamá».

Queridas amigas, queridos amigos, a nombre de la comunidad benedictina queremos desear llenos de gratitud a todas las mamás las mejores bendiciones del cielo. Y a nuestras mamás y abuelitas que ya han partido, que Dios les recompense todo su amor con la gloria del cielo. ¡Feliz Día de las Madres!

domingo, 7 de febrero de 2021

"Et accedens elevavit eam apprehensa manu; et dimisit eam febris, et ministrabat eis"

Dominica V per annum

 

Los gatos raramente se comunican entre sí con maullidos. Salvo que se encuentren en graves aprietos o profundamente enamorados, en general prefieren reservar el maullido para tratar con los humanos. Hace unos días un gatito trataba de llamar mi atención maullando. Y como yo estaba ocupado, distraídamente y sin voltear le pregunté: «Perdón, ¿cómo dices?» Rápidamente caí en la cuenta de que le había respondido como si se tratara de un humano y la cosa me pareció absurda. Tal vez sea algún efecto del confinamiento… Recordé entonces la vieja historia de aquel famoso mercader que recorría el mundo transportando mercancías con la ayuda de su espléndido caballo. Era un caballo fuerte, noble y brillante. Todos los días recorrían largos caminos llevando mercancías pesadas y valiosas sobre la grupa del caballo. Hasta que una tarde, harto del camino, el caballo se tumbó en el suelo y le dijo al mercader: «Sabes, estoy harto de cargar con tantas cosas». El mercader respondió con naturalidad: «Lo sé, hoy ha sido un día pesado; pero mañana la carga será más ligera». El hombre se recostó entonces sobre la barriga del caballo y con los brazos en la nuca se dispuso a dormir. De pronto abrió sus ojos sobresaltado y exclamó: «Espera, ¿sabes hablar? ¿cómo lo has hecho?» Y el caballo respondió: «Hace tantos años que te he escuchado hablar y negociar que he aprendido a hacerlo. Así que, mira, voy a proponerte algo para hacerte rico y para que dejemos esta vida tan pesada que llevamos. Mañana iremos a la plaza del pueblo, y tú reunirás a toda la gente para que escuchen al único caballo que habla. Pediremos a todos unas monedas y cuando todos hayan cooperado, hablaré y diré todo lo que quieran». Así lo hicieron. Por la mañana se presentaron en la plaza y, cuando todos salían de Misa, el mercader agitaba las manos en la plaza e invitaba a todos a escuchar al único caballo parlanchín. La gente depositaba sus monedas en un sombrero del mercader y se disponía a escuchar semejante rareza. Entonces el mercader, haciendo una caravana a su noble caballo, lo invitó a demostrar su talento, pero el caballo sólo miró de reojo a la muchedumbre y se limitó a corresponder a las súplicas de su amo con un sonoro relincho. Una piedra salió proyectada hacia el caballo y su amo, y fue la señal inequívoca: tomó el mercader las monedas, de un salto montó sobre el caballo, y rápidamente emprendieron la huida, dejando atrás una lluvia de piedras, palos y bolas de lodo. Cuando al fin se pusieron a salvo, se detuvieron junto al riachuelo para calmar la sed. El mercader se lavó la cara como si quisiera arrancarse la vergüenza, y mientras se secaba con su camisa, el caballo comentó: «¿Viste cómo los teníamos a todos? Nunca había tenido tantas miradas encima». A lo que el mercader replicó distraído: «Casi nos pillan por tu culpa», y rápidamente cayó en la cuenta de que el caballo había hablado de nuevo. Molesto le reclamó por qué se había negado a hablar, pero el caballo no le dio importancia: «Vamos, no es para tanto. Si hubiera hablado, la gente me habría capturado, tú habrías perdido tu caballo y yo acabaría en la jaula de un circo. Vamos, no te enfades, mañana iremos a otra ciudad y de nuevo convocaremos al pueblo, si esa gente es más noble, les diré todo lo que quieran». Así lo hicieron. El mercader reunió de nuevo a toda la gente, les pidió unas monedas para que el caballo hablara; pero de nuevo, todo fue inútil, y antes de que los pobladores tuvieran tiempo de echarse sobre ellos, el mercader montó su caballo y se dio a la fuga. Apenas estuvieron a salvo, el caballo comenzó a hablar de nuevo: «Ya ves que te he dado suficientes riquezas sin tantas fatigas». Pero el mercader respondió apesadumbrado: «Todos piensan que soy un embustero». «Eso no es verdad—dijo el caballo—, tú mejor que nadie sabes que hablo y que sé hacer negocios. Si me hubieran visto hablar me habrían capturado para darme una vida miserable. Pero mientras esperaban que hablara todos me ponían atención y me miraban con sumo respeto».

Queridas amigas, queridos amigos, el relato de la curación de la suegra de Pedro se reviste de gran solemnidad. Un cortejo de testigos cualificados acompaña a Jesús que entra en la casa y solemnemente levanta a la pobre señora de su lecho febril. Pero aun con toda la elegancia del relato, algunos Maestros opinan que fue algo pequeño lo que hizo Jesús. Quitar una fiebre que podía derivar de un resfriado, no parece tan espectacular como resucitar a una niña muerta, devolver la vista a un ciego o hacer caminar a un paralítico. Con todo, el evangelio no le da menos importancia.
Dios ha querido transformar nuestras vidas por medio del evangelio. Y cambiar radicalmente la historia de hombres y mujeres verdaderamente necesitados del don de la conversión; pero eso no significa que Dios no se ocupe de las pequeñas luchas que libra cada uno de nosotros. Ninguna de nuestras luchas es demasiado pequeña como para que Dios no le dé ninguna importancia. Una fiebre es una reacción de tu cuerpo, que batalla para defenderte de algo que te hace mal. No sabemos contra qué luchaba la suegra de Pedro. Tal vez la lucha era solo contra sí misma. Lo cierto es que Jesús transformó su lucha en servicio.
La sed de reconocimiento hizo que el caballo del mercader abandonara su trabajo y empeño. Así también la suegra de Pedro necesitaba el reconocimiento de Jesús, que la levantara de su pequeña fiebre y la colocara en el servicio. Que nosotros podamos también reconocer y premiar el esfuerzo, la lucha y la entrega de los demás que Cristo ha levantado en la noble dignidad del servicio.

domingo, 24 de enero de 2021

"Et surrexit Ionas et abiit in Nineven iuxta verbum Domini"

Dominica III per annum

 

El corazón humano muchas veces tiende a adentrarse, a perderse y naufragar en lo más oscuro del mundo. Una fascinación por el extravío tira continuamente de él. El caso extremo en la Escritura es Jonás, el profeta del tedio. Como bien sabemos, el Señor dio a Jonás el encargo de predicar que la maldad de los ninivitas había subido hasta el cielo. La maldad lo inundaba todo. Pero Jonás no quiso ir a predicar. El corazón del profeta también parecía anegado por la misma maldad que llegaba al cielo. Así que decidió embarcarse y huir lejos de Dios. Tomó el primer bote que salía y se marchó en busca de la perdición.

De repente el mar se enfureció y las olas eran una amenaza de muerte porque Jonás huía del Señor. «Tómenme y arrójenme en el mar, y se calmará el mar que ahora está contra ustedes». Tomaron a Jonás y lo arrojaron en el mar y el mar, satisfecho, calmó su furia. Así que el profeta, que llevaba el encargo de predicar la Palabra divina, se fue al agua con todo y Palabra, y un monstruo marino se lo tragó.

Una antigua plegaria dice: «Atiende, Señor, mi oración como escuchaste a Jonás en el vientre del monstruo, escúchame, arráncame de la muerte y hazme vivir». Y es que, como dice San Agustín: «Jonás ha gritado desde las profundidades, desde el vientre del monstruo marino. Estaba sobre las olas y, por si esto fuera poco, en las entrañas de una bestia. Pero ni el cuerpo de la bestia ni las olas pudieron impedir que su oración llegara a Dios y el vientre del animal no pudo retener la voz de su plegaria […] Nosotros debemos entender también desde qué profundidad clamamos a Dios. Quien ha comprendido que está en las profundidades, quien se reconoce hundido en el abismo grita, gime, suspira, hasta que es sacado de allí y llega el Señor que descansa sobre todos los abismos, por encima de los querubines, por encima de todo lo que él mismo ha creado».


En efecto, la Escritura dice que cuando Jonás estuvo dentro del cetáceo se puso a cantar un himno a Dios, un himno inspirado por la Palabra de la vida, que brillaba como lámpara en la oscuridad. Es que la Palabra no dejaba de punzar en el corazón del profeta como diciéndole. «Vamos, predícame, para eso estoy contigo». La Palabra se transformó en canto y el cetáceo no soportó el cosquilleo de esta oración que brotó desde lo profundo del oscuro corazón de Jonás y se elevaba al cielo. Fue devuelto entonces a la tierra de los vivos. 

De todo esto aprendemos que por muy mal que vaya el mundo, Dios siempre mantiene su Palabra creadora en la fidelidad al mundo. Precisamente porque fue creado por la Palabra divina, el mundo nunca es abandonado por Dios, pues la Palabra de vida conoce y sondea todas sus profundidades y miserias, buscando el corazón humano.

Por eso el descenso de Jonás a las profundidades de las aguas es también figura de Cristo, Palabra eterna del Padre, que ha descendido hasta la muerte buscando al corazón humano en su extravío. Él ha bajado, a través de las olas del sufrimiento, a las entrañas de la muerte, y después de permanecer en el sepulcro tres días, fue devuelto a la tierra de los vivos. Porque Cristo, «en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Aquel que podía librarlo de la muerte, y fue atendido por su piedad; aun siendo Hijo, aprendió sufriendo a obedecer, y hecho perfecto se hizo causa de salvación para todos los que le obedecen».

En este domingo que el Papa Francisco ha llamado domingo de la Palabra de Dios, dejemos que la Palabra que Dios nos susurra en el oído del corazón se transforme en canto y alcance a quienes necesitan su luz y su esperanza. Así, por las redes de la predicación evangélica seremos pescadores de hombres.