jueves, 29 de marzo de 2018

"Panem angelorum manducavit homo"

In cœna Domini

Cuando Dios se hizo hombre, la Virgen incontaminada lo vistió de carne inmaculada. De modo admirable, el fuego que incendia de gloria los cielos descendió al corazón de la Madre de Dios y en sus entrañas se nutrió de ella sin consumirla. Y así como el fuego transforma en pan el trigo amasado con agua, así el fuego divino convertía en pan la sangre purísima de la Virgen fiel.
Belén significa «casa del pan», pues así fue proféticamente llamada la ciudad de David, en honor del verdadero Rey de Israel, Cristo el Señor. Allí el pan de los ángeles bajó del cielo y los ángeles cantaron su gloria y su paz en medio de nosotros. Fíjate bien. Cuando los árboles producen sus frutos, suelen ser los mejores los que están más elevados. Maduran primero porque están más cerca de la luz y las aves del cielo los alcanzan sin dificultad. Pero las aves no sólo aman los frutos que los árboles elevados les ofrecen generosos. Suelen los pájaros picotear también las migajas con que los hombres los alimentan. Y saltan de gozo queriendo arrancar con sus picos los trocitos de pan con que luego alimentarán también a sus polluelos. Con todo, los pájaros no encuentran el pan en ningún árbol. No es un alimento que ellos puedan buscar en las alturas. Más bien tienen que bajar a la tierra y recoger del suelo las suaves migajas que caen de las manos de los hombres. Algo así sucede con los ángeles. Con toda sabiduría y fe David cantó: «El hombre comió pan de ángeles», refiriéndose al misterioso maná. Pero tras el maná se ocultaba la promesa del verdadero pan de los ángeles. En Belén, en un pesebre lleno de espinosas pajas, los ángeles contemplaron a aquel que los nutre con la claridad altísima de su gracia. Pero no lo contemplaron en su excelsa altura, en el resplandor ardiente de su gloria inmensa, sino como migaja caída de la mesa de los hijos, como grano de trigo caído por tierra, rodeado de rubia paja.
En el desierto Dios alimentó a su pueblo con pan celestial para mostrar la promesa del pan con que habría de alimentar a su Iglesia. Así, alimentado con el amor de los amores, su pueblo santo, en el desierto del mundo, vive del fuego del cielo. Con toda verdad un Maestro dice que así como suelen los leones en el desierto alimentar su rugido con el ardor del sol, de manera que, cuando rugen, de algún modo es el ardor mismo del sol el que invisiblemente emite su fragor, así el fuego sagrado nutre a la Iglesia. Y así, al nutrirse la Iglesia en la mesa santa, devora al fuego invisible que hace temblar al infierno.
Pero Dios no sólo quiso llevar a su Iglesia al desierto para hablarle y nutrir con fuego su corazón. Dios, en efecto, tomó nuestra carne formada del barro. Y como sembrador amoroso trabajó con fatiga nuestra tierra. Con la escarda de las espinas apartó los abrojos y hierbas de los pensamientos e intenciones de nuestros corazones, y con el arado de los clavos y de la lanza surcó nuestras obras muertas. Así hizo brotar flores de sangre en la tierra reseca de nuestra humanidad. Y como la abeja no acalla su zumbido hasta que entra en la flor, así el alma cristiana no encuentra reposo hasta que penetra en las flores de sangre de esas llagas preciosas, en las que se oculta el néctar de la vida divina. Esas flores son el fruto del misterioso maná que lleva oculta la savia vital que hace incorruptible nuestra tierra. Quien bebe de ese néctar de gracia, se embriaga de aquella mansedumbre que nos hace dignos de recibir como herencia la tierra de nuestra carne resucitada.
Hoy el Señor, en esta noche santa, nos dejó su amor como alimento. Nos lo dejó transfigurado en la ternura del pan y del vino. Pan para el desierto y vino para el paraíso de paraísos. Más no nos podía dejar, pues en el sacramento de su amor se nos ha dado todo. En el desierto del mundo y en el paraíso del cielo la Iglesia se nutre de amor. Come amor divino. Bebe amor divino. Porque come y bebe a Dios mismo.
Queridos hijos, queridas hijas, en tiempos de Noé, cuando Dios quiso purificar el mundo, abrió las compuertas del cielo e hizo llover el diluvio. Noé se refugió en el arca, junto con todas las creaturas que Dios quiso preservar. Cuando llegó el tiempo en que el diluvio cesó, después de una cuaresma, Noé abrió una ventana y envió un cuervo—imagen de los contritos de corazón—, que al no encontrar donde posarse volvió al corazón del arca. Entonces envió Noé una paloma, que representaba a los puros de corazón, y que tampoco halló donde posarse y volvió para que, apoyada en el brazo firme de Noé, pudiera entrar de nuevo en el arca. Siete días después, envió Noé de nuevo una paloma que luego volvió con una hoja de olivo en el pico, signo de la paz de Dios. Esta hoja de olivo representaba místicamente la pasión del Señor de la que habría de brotar el aceite de perdón, aceite de misericordia, aceite de paz, aceite de Espíritu Santo. Cristo, en efecto, dice la Escritura, «en los días de su carne, habiendo ofrecido oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte, fue escuchado a causa de su temor reverente». Así, pues, en el diluvio de sus lágrimas amantes, la Iglesia vuelve al corazón del arca apoyándose sólo en el poder del brazo extendido de Cristo. Su mano la conduce al arca de su corazón traspasado, sagrario de sus divinos tesoros. Seca sus pies con la toalla limpísima del firme mandato del amor mutuo. Y vuela entonces la Iglesia hasta la cruz, prensa sagrada del amor de Dios, en que Cristo, nuestro olivo, entrega su aceite. De la cruz recibe la Iglesia el óleo del Espíritu Santo con que han sido ungidas las manos apostólicas. Con este óleo de Espíritu Santo esta noche el Señor ungió nuestras manos para el honor de su santo servicio, a fin de que consagremos con ese mismo óleo los corazones creyentes como altares y templos del Espíritu de Dios y hagamos brillar en ellos la integridad de la fe, y a fin también de curar con ese aceite las heridas del combate espiritual de su Iglesia, donándole la paz que brota del amor resucitado, del perdón pascual.
Pastor santo, acuérdate de mí, por la dulzura de tu dolorosa pasión. 

domingo, 25 de marzo de 2018

"Et angariant praetereuntem quempiam Simonem Cyrenæum venientem de villa, patrem Alexandri et Rufi, ut tolleret crucem eius"

Dominica palmarum

Dice la Escritura que cuando Dios quiso manifestarse a su pueblo, se apareció a Moisés en el desierto. Moisés vio algo asombroso. Una zarza ardía sin consumirse. Y quiso acercarse para ver qué era eso. Cuando estuvo cerca, Dios le ordenó descalzarse pues estaba en tierra sagrada y allí le manifestó el ardor de su Nombre. El fuego divino reposó acariciando las espinas de una zarza. Pero los abrojos no pudieron sofocarlo. Y tampoco la gloria devoró la fragilidad de la zarza, porque en la trenzada violencia de sus espinas quiso anidar el amor.
Dice también la Escritura que en tiempos de Noé, cuando Dios quiso purificar el mundo, abrió las compuertas del cielo e hizo llover el diluvio. Noé se refugió en el arca, junto con todas las creaturas que Dios quiso preservar. Cuando llegó el tiempo en que el diluvio cesó, después de una cuaresma, Noé abrió una ventana y envió un cuervo, imagen de los contritos de corazón, que al no encontrar donde posarse volvió al corazón del arca. Entonces envió Noé una paloma, que representaba a los puros de corazón, y que tampoco halló donde posarse y volvió para que, apoyada en el brazo firme de Noé, pudiera entrar de nuevo en el arca. Siete días después, envió Noé de nuevo una paloma que luego volvió con una hoja de olivo en el pico, signo de la paz de Dios.
Voló el curso de los tiempos, hasta que un día un hombre volvía del campo, un cierto Simón de Cirene. Y es que el campo representa místicamente al mundo. Apareció cargando con Cristo la cruz de nuestra salvación. De él era imagen la paloma que habría de volar por los campos del tiempo y del mundo, y en él ahora volvía al arca santa, no ya con una hoja de olivo, sino trayendo consigo la vara maestra para construirle un nido al amor.
Una multitud con ramos de olivo y hojas de palmera trenzaron y trenzan hoy el nido del amor. Hoy el amado vuela del desierto para anidar con su amada en el santo paraíso de su pasión, desplegando para ella todas las riquezas de su amor. Entregándose al sueño de la muerte, el amado reposa como manojo de mirra en el corazón de la amada Iglesia, exhalando tesoros de gracia y misericordia.

Pues, con verdad una Maestra enseña que así como los pájaros cuando se enciende en ellos el celo del amor buscan una viga alta, y al encontrarla ponen en ella su nido rodeándose de débiles pajas, así hemos de subir al árbol santo de la cruz poniendo ante nuestros ojos la fragilidad de nuestros pecados. Y como manojito de mirra han de esconderse en nuestro pecho las amarguras de la pasión del amado y de su muerte perfumada de amor inmortal. Anidemos pues con Cristo en la zarza ardiente de su pasión y de su amor que no se consumirá jamás.

domingo, 4 de marzo de 2018

"Solvite templum hoc, et in tribus diebus excitabo illud"

Dominica III in quadragesima

 

Las aves, tal vez más que ningún otro animal, manifiestan su celo construyendo. Cuando las condiciones son más o menos favorables, eligen su pareja y se asocian para formar una familia. Entonces hacen vuelos, se cortejan, pían, cantan, bailan y, sobre todo, se las ingenian para construir. Recolectan paja, juntan plumas, acarrean ramitas, pelos, crines, cavan huevos, buscan escondites. Todo frenéticamente animado por un buen celo constructivo. Y luego de lograr bien a sus polluelos, los mismos arquitectos tendrán también que abandonar el nido.


Construir puede ser algo apasionante. De alguno de los Padres del desierto se cuenta que no tenía más pertenencia que un cuchillo afilado. Pues solía buscar palmeras en los oasis del desierto, cortaba sus hojas muertas y las trenzaba con mucha dedicación y con ellas armaba hermosas chozas que abandonaba apenas terminadas. Así enseñaba a sus discípulos lo banal que resulta construir una morada terrena. Y obviamente los discípulos no siempre estaban de acuerdo con esta práctica. Algunas veces le rogaron que al menos les dejara establecerse por un tiempo en la pobre celda recién terminada. Pero el santo monje emprendía la marcha y a veces algunos discípulos lo abandonaban para establecerse allí donde habían plantado la choza. Era uno de esos Maestros cuya gracia está en vaciar para vivir de la renuncia; pero aun con todas sus renuncias, no se privó jamás del celo de construir.

Destruir una vida es muy fácil. Puede tomar apenas unos segundos. Construirla toma al menos nueve meses. Tal vez por eso la naturaleza nos ha dotado de mucho celo cuando se trata de edificar. Somos tan grandes, más grandes que nosotros mismos, al punto que podemos edificar casas, templos, ciudades enormes. Somos muy fuertes para construir nuestras moradas, pero muy débiles para permanecer en ellas. Aun así, hay algo grandioso en el hecho de que podemos abandonar cuanto hemos edificado el día que así lo quiera nuestra fragilidad. 

Fíjate bien. En tiempos de Noé, Dios mandó construir un arca y llevar en ella siete parejas de animales puros, precisamente para asegurar los sacrificios. Luego Salomón construyó un templo con cimientos muy profundos que algunos pensaron que podrían resistir todas las controversias del tiempo sin siquiera balancearse. Pero el templo fue destruido y cesaron los sacrificios. Se reconstruyó en tiempos de Esdras y de Nehemías. Y cuando el Señor Jesús se presentó en su templo santo, lo encontró sacudido por las controversias de los tiempos, convertido en un mercado. 

Como un ave que teje su nido, el Señor trenzó un látigo de cordeles. Hizo suyo el templo. Ya no había necesidad de animales para el sacrificio. Él era la víctima más pura. Es curioso, algunas representaciones antiguas del misterio de la encarnación de Dios muestran a María, la Madre de Dios, con una madeja de lana escarlata en la mano derecha. Así la incontaminada tejía en su interior y tejía con sus manos. Al tejer un látigo con cordeles, Cristo tejía en el dolor un nido para su místico cuerpo. Pero este cuerpo ya no será más frágil que las moradas que se edifica. «Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré». Este cuerpo místico será por su fragilidad más fuerte que la muerte, y por la resurrección tendrá solidez de eternidad. Cristo, con un manojo de cordeles trenzados en sus manos, teje nuestra vida resucitada escondida en él. Reconstruidos en él seremos morada que ya no se deshilacha ni corrompe. Seremos su nido y su templo en que se le rinda amor eternamente.