domingo, 12 de mayo de 2013

"Si habueritis fidem sicut granum sinapis, dicetis monti huic: “Transi hinc illuc!”, et transibit, et nihil impossibile erit vobis”.


La fe mueve montañas... claro, con la ayuda de un pico y una pala. Jamás montaña alguna se ha movido de otra manera.

In ascensione Domini


Si sucediera, por pura curiosidad, que una hormiguita entrara en tu oído, bien pronto los diminutos movimientos de sus patitas se convertirían en un tropel de pisadas. Un ejército en marcha retumbaría dentro de ti. Si una hormiguita entra en tu oído, a veces te causa dolor, a veces te hace perder el equilibrio. Y hasta podría tumbarte. Algo así sucede cuando el diablo camina dentro del oído de tu corazón. No te deja escuchar otra cosa que no sean sus pasos. Te hace tambalear. El más pequeño movimiento de sus patas te hace mucho ruido. Y es que ya viéndolo bien, el diablo es poca cosa. Pero en el oído del alma sus pisadas resuenan como una legión.
Sin duda te ha sucedido que una brizna de paja dentro de tu ojo no te deja ver. Su presencia te hace llorar de incomodidad como si fuera tu peor enemigo. Así sucede cuando el diablo se convierte en una viga dentro de tu ojo. Todo lo que ves te molesta, te irrita, te da fastidio.
Y una piedrita en el zapato… mejor ni moverte. Así es el diablo. Al diablo le gusta estar muy cerca del hombre, caminando en el corazón y en el alma. Le gusta tomar posesión de la ciudad interior que somos cada uno de nosotros. Su presencia es incómoda, dolorosa, paralizante, como una hormiguita en el oído, como una paja en el ojo, como una piedrita en el zapato. Su odio posesivo nos lastima precisamente por su cercanía.
Cristo no es así. El misterio de su ascensión es el triunfo de la cortesía amorosa. Antes de su gloriosa ascensión Cristo dijo a sus discípulos: «Aún tengo muchas cosas que decirles, pero todavía no pueden cargar con ellas. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los irá guiando hasta la verdad plena».
El Señor no quiso dejar todo el peso de sus palabras como un gran estruendo en el oído del alma. No quiso quedarse ante nuestros ojos. No sé si soportaríamos su mirada. Incluso sus discípulos que lo siguieron hasta el final  quisieron perseguirlo todavía con la mirada, pero él se ocultó detrás de la amabilidad de una nube. La carrera apresurada de los ojos de los discípulos tropezó con una suave nube y sus miradas fueron devueltas a la tierra firme: «Hombres de Galilea, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo?»
Cristo se oculta, se aparta, se hace lejano, para no lastimarnos, para no hacernos daño. No nos hace escuchar pisadas de gigante, ni nos hace «ver moros con tranchetes». Cristo deja el mundo para enviar el Espíritu de la Verdad, el Espíritu que no nos engaña, el Espíritu que nos conduce suavemente, a nuestro paso, a la verdad plena.
El Espíritu de la Verdad no es una tortura al oído del alma. Habla según la medida de cada uno. Sabe la delicadeza y la cortesía del anuncio porque él mismo es también escucha: «los irá guiando hasta la verdad plena, porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído y les anunciará las cosas que van a suceder».
Queridos hijos e hijas, el Señor Jesús pasó casi toda su vida terrena oculto entre nosotros. No alzó la voz ni se hizo notar. Desde niño vivió en secreto entregado a la oración y al trabajo. Luego se dio a conocer a los suyos. Pero en su rostro había muy pocos rasgos de su divinidad. El Verbo de Dios había ocultado en Jesús su eterna felicidad. En su risa y en sus lágrimas, en su fuerza y en su cansancio, en su sueño y en sus vigilias, en sus palabras y en su silencio, el Verbo de Dios escondió todo su amor ardiente. Y así pasó por uno de tantos. En la cruz, revestido de la más sincera desnudez, el amor de Cristo se ocultó en un manantial de sangre y agua, sumergiéndose en el profundo abismo de la muerte. Entonces la loza del sepulcro nos ocultó su cuerpo.
También en este día santísimo, en que la Iglesia celebra la ascensión de Cristo, su entrada en el santuario del cielo, una nube nos oculta el gran misterio. Y sin embargo, la Iglesia se alegra porque ojos humanos, los ojos de Cristo, han visto a Dios cara a cara y la muerte no los cegará jamás. Manos humanas entran en el santuario de Dios invisible, las manos traspasadas de Cristo. El corazón humano de Cristo repica gozoso en el corazón intangible de Dios. El alma de Cristo arde de afecto en el seno de la beatitud trinitaria que es Dios.
A nosotros una nube nos oculta el misterio del amigo que se marcha  llevando consigo la primicia de nuestra humanidad. Misterio admirable y glorioso, pero muy oscuro. Celebramos a Cristo oculto y todo lo que nosotros seremos oculto en él. Una nube oculta a los ojos de los hombres la entrada del Señor en su gloria por encima de todos los cielos. Una nube protege nuestros ojos de tan grande resplandor.
Y los ángeles, fieles servidores que aguardaron en los cielos el retorno glorioso del Rey altísimo, tampoco han visto en la ascensión la Luz risueña de la gloria en su claridad primordial. Vieron al que es la Vida, al que las tinieblas no pudieron contener, oculto en la opacidad de nuestra carne. Vieron la nube que somos cada uno de nosotros, inundada de luz. ¿Has visto alguna vez la sombra de la luz, «el reflejo de lo oscuro», una nube luminosa? Los ángeles lo vieron cuando ascendió el Señor de la gloria y se sentó a la derecha del Padre. Y cuando vuelva lo veremos como se ha marchado.
Muchos adioses nos ocultan tu rostro, amigo del hombre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; muchos adioses te arrancan de nuestro lado, carne de nuestra carne, corazón del corazón, alma del alma. Vuelve ya, amigo del hombre. A ti te anhelan quienes conocen la grandeza y la gloria y quienes nada poseen. De ti tienen sed por igual los que beben de ti y los que ni te conocen. A ti te busca el corazón del hombre, a ti que huyes de quien llamas. Y porque el amor es siempre un gran secreto, tan secreto como el alma, tan secreto como el corazón, escóndete más para que más te amemos.