domingo, 27 de noviembre de 2016

"...si sciret pater familias qua hora fur venturus esset, vigilaret utique et non sineret perfodi domum suam"

Dominica I adventus

Se cuenta que hubo un hermoso monasterio construido al pie de una montaña alta y escarpada. Por las ventanas de las celdas de los ermitaños que allí moraban se podía apreciar el espectáculo de rocas magníficas amontonadas para dar cuerpo a la montaña. Un día un huésped parlanchín pasó por el monasterio, curioseando en todo e inquiriendo acerca de cuanto veía a su paso. Mientras uno de los ermitaños contemplaba atento la montaña, el huésped vagabundo buscaba la ocasión de romper el hielo y trabar conversación con él. «Qué enormes son las rocas en la cima de la montaña». El ermitaño frunció la frente. Era un comentario tan obvio que no le pareció motivo suficiente para desgajar el silencio. Pero el forastero insistió: «¿Y nunca rueda alguna de esas rocas desde la cima de la montaña?» A lo que el monje respondió con un asentimiento. Y el peregrino preguntó: «No es que quiera parecer inquisitivo, pero ¿y qué hacen entonces los monjes en esos casos?» A lo que el ermitaño sonriendo respondió: «Procuramos vivir en gracia de Dios». Al otro día el huésped curioso se marchó. Era curioso, pero prudente. En verdad, cuando se vive en un monasterio así de hermoso, no queda más que procurar vivir en gracia de Dios.
«Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre… Cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se los llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada».
Al oír estas palabras del Señor, me vienen a la mente las palabras con que el Maestro Agustín explicó este pasaje: «Yo considero que llamó molino a este mundo, porque da vueltas como en una rueda del tiempo, que tritura a los que lo aman. Hay quienes no se apartan de las actividades del mundo, y sin embargo en ellas unos obran bien y otros mal; algunos en ellas se ganan amigos con las injustas riquezas, y serán recibidos por ellos en las moradas eternas. A ellos se les dirá: “Tuve hambre y me dieron de comer”. Otros descuidan esto; a ellos se les dirá: “Tuve hambre y no me dieron de comer”. Por eso, como de los que están metidos en los negocios y quehaceres de este mundo, unos se preocupan de ayudar a los necesitados, y otros lo descuidan, sucederá lo mismo que a las dos del molino: “una será tomada y la otra rechazada”».
Ahora bien, el Señor no ha querido ocultarnos el misterio de la suerte final de buenos y malos.  Pero no nos la ha dado a conocer para que nos complazcamos en ella. Sino como preparación para la lucha. Con toda verdad advierte San Agustín: «A cualquier profesión que te dediques, prepárate a soportar a los falsos; porque si no te prepararas, te encontrarás con lo que no esperabas, y te desanimarás o te disgustarás».
El Señor nos ha indicado cómo hemos de esperar su venida: «como un padre de familia que no sabe a qué hora va a venir el ladrón. Si lo supiera, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa». Porque si entra en la casa puede hacer daño a su mujer o a alguno de sus hijos. ¿Y quién quiere que eso suceda? No creo que alguien sensato tenga un su casa un hijo que pueda ser herido en caso de que el ladrón venga en la noche.
Hace poco escuché de un monje un pasaje de la vida de San Sabas. El santo monje tenía un discípulo muy vanidoso. Entre sus motivos de orgullo estaba el hecho de que sabía cocinar muy bien. De todos los huéspedes que llegaban al eremitorio esperaba siempre una felicitación por su destreza en la cocina. Un día San Sabas iba pasando por la celda del hermano y vio de pronto que una mano salía por la ventana y vaciaba una cacerola de habas. Es que el hermano era tan vanidoso que no soportaba que la comida tuviera alguna falla. Y si algo no era de su agrado, lo tiraba por la ventana. Dolido San Sabas, recogió las habas que el hermano había tirado. Las puso al sol para secarlas y las guardó con amor. Un día las sacó, las puso a cocer con especias y hierbas finas, e invitó a su discípulo a comer. Sorprendido el joven monje le dijo al anciano: «Padre, nunca había probado nada igual». Y el monje anciano le respondió: «Son las habas que tú tiraste».
Dios no ha dado a su Iglesia el permiso de desperdiciar nada. No hay vidas perdidas. No hay historias de las que Dios no pueda hacer algo mejor. Pero la Iglesia debe velar y estar preparada para que ocurra el milagro, para que la gracia transforme las habas rancias de nuestras vidas y haga de nuestras pobres migajas un único pan de eucaristía.
Hace algunas décadas apareció en el cine una película muy interesante. La historia se desarrolla en 1943. Romek, un niño judío polaco de doce años, cuyos padres fueron asesinados, es perseguido por el odio en la Segunda Guerra. El chiquillo va a parar a una aldea polaca donde un granjero lo acoge como si fuera un pariente lejano. Un sacerdote se encarga de instruirlo en los rudimentos de la fe cristiana. El chico oye al sacerdote predicar duramente sobre la salvación y la perdición, pero nada le convence. Hasta que un vecino lo delata y parece que la vida se le acaba. En un momento el sacerdote arregla las hostias para la Misa y, para calmar la tensión del momento, le ofrece los recortes al niño. El pequeño los mira con incertidumbre y se niega a comerlos. El sacerdote entonces le aclara que no están consagrados, son sólo recortes. Y el niño le pregunta: «¿Es que algunos somos sólo recortes que no estamos benditos ni consagrados por Dios?» Pero el sacerdote responde con la profunda serenidad de la fe: «Todos estamos benditos, porque todos somos migajas». Entonces el pequeño Romek toma los recortes y los parte con sus manos, recordando tantas vidas cortadas, imitando sin saberlo, el gesto eterno de Dios que por nosotros se hizo migaja. ¡Ven ya, Señor Jesús!

domingo, 20 de noviembre de 2016

"Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum"

In solemnitate DNJC universorum regis

Le sucedió a San Agustín. El santo obispo caminaba por la orilla del mar meditando sobre el misterio de la santa Trinidad. De pronto, su mirada tropezó con un niñito que jugaba con una minúscula concha a meter todo el océano en un pocito cavado en la arena. Como el obispo le preguntara al niño qué era lo que hacía, el niño le respondió que estaba metiendo el mar en el pequeño agujero. Puesto que Agustín desde muy joven solía reírse de la ingenuidad y candidez de los juegos de los más pequeños, el asunto le causó risa. Pero el niño le replicó: «Tampoco tú podrás meter el misterio de la Trinidad en tu cabeza». De todos modos, Agustín terminó y publicó su bien conocido tratado, que entre otras cosas destaca lo bien que cabe la Trinidad en nosotros. A fin de cuentas, solemos llevar tantas cosas dentro de nosotros sin que parezca que estamos muy cargados. Alguien dice que «hay cosas que no caben en maletas, pero se llevan en el corazón». Y es que en el corazón caben muchas cosas. El corazón es como un pocito en la playa. Todo un mar cabe en él.
Fíjate bien, en la última cena, Jesús lavó los pies de sus amigos. Un gesto enamorado, incómodo, extraño. Se trataba sólo de hacer pasar agua de una jarra a una palangana. Y un amor inmenso de un corazón a otro corazón, sin otro medio que un pie. En cada pie, el agua que caía formaba una cruz con el amor que ascendía. Porque esta es la forma del amor.
Y de pronto, el Maestro lavaba dos pies muy amados. Eran unos pies andariegos, heridos de andanzas y ansiedades. Eran los pies de Judas. Eran los pies de un discípulo que alguna vez se había escandalizado por un perfume costoso, derramado en los pies del Maestro. Esta vez ya no dijo nada. Sabía que el Maestro era un frasco de alabastro, y su amistad, un valioso perfume. ¿Y él? Él era el más pobre de los pobres. Un traidor a quien el diablo le había dado por limosna la intención de entregar al Maestro. Judas no dijo nada. No se rebeló ni protestó. Era un rey ungido por el siervo más diligente que el mundo jamás haya conocido. Sólo al llegar a los pies de Pedro el silencio estalló como un frasco que se rompe. «¿Me vas a lavar tú los pies a mí?» A Jesús no le extraña. Muchas veces nuestra rebeldía es un signo de que hemos sido elegidos para la fidelidad. Y así el Maestro lava nuestros pies.
Al otro día, en la cruz, dos ladrones hablaban de sus vidas y de sus muertes como algo que algo que no podían llevar en el corazón, pero que había que meter en las maletas de la justicia, cerrar el velís y marcharse: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho». Jesús no cabía en el estrecho pozo de la justicia en que los dos malhechores entraban perfectamente. Era como querer meter el océano entero en un pocito. Por eso Jesús hizo algo muy grande. Estando en la cruz, inmóvil, fijo, hizo pasar el corazón creyente del ladrón arrepentido al paraíso de su propio corazón. Bastó un «Señor, acuérdate de mí» lleno de fe, para reinar en el corazón de Dios.

De pequeños todos supimos la triste historia de «un rey de chocolate con nariz de cacahuate, que a pesar de ser tan dulce tenía amargo el corazón. La princesa Caramelo no quería vivir con él, pues al rey, en vez de pelo, le brotaba pura miel. Aquél rey, al ver su suerte, comenzó a llorar tan fuerte, que al llorar tiró el castillo y un merengue lo aplastó». La verdad cuando trato de imaginar el castillo del rey de chocolate con nariz de cacahuate, me da claustrofobia. Bueno, es que en realidad era un rey poco convencional. Nosotros siempre hemos imaginado reyes poderosos con mantos de seda, púrpura y armiño, hermosas coronas y cetros y elegantes zapatillas. Pero un palacio que se desploma con el llanto del rey, eso sí que es una tragedia. El palacio del rey debe ser por eso grande y espacioso. Se me ocurre que sólo cuando el rey de chocolate con nariz de cacahuate desplomó con su llanto el castillo, pudo tener de verdad un palacio digno de un rey, tan amplio que «la princesa Caramelo a su paje Pirulí, lo mandó con el monarca a decir por fin que sí». En verdad, la majestad de los reyes no cabe en maletas; requiere algo más grande: se lleva en el corazón. Por eso Dios ha querido que su corazón sea nuestro castillo y nuestro reino. Y se ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos pequeños y así pequeños entremos en la inmensidad de su corazón y reinemos con él.

domingo, 13 de noviembre de 2016

"Oportet enim primum hæc fieri, sed non statim finis"

Dominica XXXIII per annum

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los Padres reconocieron que en la Escritura había pasajes oscuros y de difícil interpretación. Por lo mismo, la tradición ha construido hermosos edificios de interpretación, ofrendas votivas que cada Maestro espiritual deja a su paso en nuestras manos como una abuela deja en un recetario sus mejores secretos. Y así como la receta de la abuela puede reconstruir con olores y sabores un hogar entero de recuerdos, así la tradición se vuelve un hogar donde los creyentes pueden saberse a salvo en sus dudas. Así, las mejores mentes dejaron algo al servicio de la fe, así, sin derechos reservados, pues sabían que el autor de la fe no eran ellos sino Dios. Con todo, muchas veces la noche anterior a la predicación de un sermón acerca de algún pasaje oscuro la mente del predicador enfrenta guerras y revoluciones, terremotos, cataclismos, epidemias y, sobre todo, hambre. La sensación de no tener cómo explicar el misterio y el hambre espiritual se encuentran con las palabras de Jesús: «Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni contradecir ningún adversario de ustedes».
Bueno, para tratar de explicar lo que dijo el Señor Jesús en su evangelio acerca de guerras, terremotos y disfuncionalidad familiar, se me ocurre decir algo acerca de lo que sucede en el mar. En el mar existen muchas relaciones de mutualismo. Por ejemplo, existe un cangrejo que carga sobre su concha un cierto tipo de anémona. Así la anémona puede viajar y obtener a su paso variadas presas que le sirven de alimento, y el cangrejo queda bien protegido en caso de que algún pulpo malvado se lo quiera comer. Otras anémonas se alían con algunos peces. Así, al ser organismos que no pueden desplazarse fácilmente y que por tener tentáculos urticantes alejan a sus posibles presas, les viene muy bien que un pez tolerante al ardor de sus tentáculos les lleve algo de comer y encuentre en sus esponjosos brazos un abrigo seguro contra posibles depredadores. Lo malo es que si la anémona muere, su proceso de descomposición puede intoxicar todo lo que está cerca, causando la muerte incluso a sus ayudantes que no siempre logran liberarse de su cercanía a tiempo.
Tal vez lo peor de una guerra, de un terremoto, de una epidemia no es sólo que perdemos aquello por lo que invertimos todas nuestras fuerzas, sino que su misma pérdida hace que se nos vengan encima sus despojos, a la manera como el amor a la patria nos destruye en tiempo de guerra, o como cuando un terremoto desploma sobre nosotros la casa que nosotros mismos construimos. Es como cuando un niño cae del árbol tratando de salvar el papalote que él mismo echó a volar sin más combustible que su imaginación de que se trataba de un gran avión aventurero.
Lo doloroso de ser traicionado por los propios padres, hermanos, parientes y amigos, no está sólo en la herida que abre la traición, sino también en que se desplomen sobre nosotros los restos de la confianza, y ya convertidos en escombros nos aplasten el alma. Con todo, el Señor Jesús nos advierte: «Que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin».
En el otoño del mundo, hay una gran lucha que libran todas las cosas por no caer del árbol de la vida que las sujeta. Aunque el marchitarse es el color inconfundible del despojo, la hoja no se rinde apenas el verdor se marcha. Permanece en la rama hasta que el viento la arranca y el peso de su ocre pérdida la hace caer. Dios nos busca en nuestras pérdidas, como un niño que corre tras las hojas marchitas que el viento hace bailar. Nos sigue en todas nuestras guerras, epidemias y terremotos. Muchos son nuestros caminos hacia la ruina: eso tiene que suceder porque es el misterio de nuestra muerte. Y Dios nos acompaña en todos ellos, para eso se hizo hombre: para correr tras nuestra danza agitada por la música del viento del tiempo, que se lleva todo. Dios baila nuestra danza de hojas marchitas, arrancadas del árbol de la vida. Y así para él no somos algo perdido. Sabe dónde estamos, somos suyos. Pero nosotros, en nuestra caída, sólo lo encontramos en los caminos que él ha escogido para manifestarse, para mostrarse a nosotros, pues no ha querido que nosotros lo encontremos a él en todas las tragedias ni en todos nuestros caminos. Aunque Dios camina con nosotros en todas nuestras desgracias, no ha ligado su manifestación a la desgracia en sí misma. No se nos muestra en la desgracia sólo porque es desgracia. Ha querido manifestarse en los caminos que él ha elegido para mostrar que también eso es gracia.