jueves, 25 de diciembre de 2008

In Nativitate Domini


En este día un bebé descansa sereno. No grita ni llora; no levanta su voz. Un pequeño niño enviado por Dios cuyo nombre es Juan. Nació hace seis meses, de una hermosa ancianita, estéril, y de un anciano sacerdote incrédulo. Juan es su nombre. El pequeño descansa en la paz musical de un pueblo de las montañas de Judea. No sabe nada de la aventura que le aguarda en sus días de desierto y de cárcel, a solas con Dios. La cuna de los brazos maternos lo mece bailando; pero el niño que saltó de gozo en el seno de Isabel nada sabe todavía de los altibajos de la cacería de saltamontes y su desabrido sabor. El niño está satisfecho con el delicado calor amoroso de la bendita ancianidad. Es un niño acostumbrado a la dulzura desde la cuna. Pero ignora todavía el venenoso dolor que es el precio de obtener la miel silvestre. El profeta de soledades un día tendrá la Palabra de Dios entre sus labios. Degustará su amargura y le costará la vida.
El pequeño Juan conoció el cariño de sus padres, su compañía, su amor. Con ellos aprendió el temor de Dios. Hasta que un día marchó al desierto. Muchos fueron a verlo, pero ninguno habitó con él. El desierto no tiene otro camino que el cielo. Tampoco tiene posadas. Sólo hay lugar para la soledad. Al profeta que nació en su cálido hogar rodeado de los cuidados de su madre y de la Virgen María, sólo al final de sus días le conoceremos una morada… la cárcel.
Bueno, hoy, en otra cuna, en un viejo pesebre, otro niño yace, reposa. Está recostado, recogido en sí mismo, atado con pañales. Es la primera exposición del Santísimo. Está expuesto al frío, al dolor, a la incomodidad, al peligro, a las miradas de los hombres. El niño grita, llora, inconforme con la crudeza de la vida. Grita porque anhela un mundo mejor. Y sus gritos se confunden con el vaho amenazante de las bestias, y las carcajadas y voces de fiesta de rudos pastores. Cantan y hacen fiesta los pastores como por una oveja recién nacida. Y es que el Pastor de Israel se ha hecho oveja y tiembla de frío y de miedo. Sabe muy bien el Niño Dios que nunca más será indiferente a las risas de los hombres, a sus voces de fiesta, aunque muchas veces serán terribles martilladas. Cada risa, cada canto, cada fiesta, tendrán que ver con él.
Pero el niño no salta ni se agita. Ha entrado en el mundo y no tiene prisa de vivir, él, que es la Vida inmortal. Reposa sereno como la luz, que acaricia suavemente lo que toca. El que es Luz risueña de la gloria no tiene prisa en disipar las tinieblas. Llora su noche bendita. Llora porque bien conoce la noche maldita en que Adán, su amigo, dejó atrás la luz de la vida. Llora su soledad escondida por siglos, desde que Adán, su amigo, se marchó del paraíso. Llora porque nunca estuvo más cerca de su amigo. Y es que Adán somos nosotros. Dios muchas veces se inclinó hacia el hombre. E hizo grandes cosas. Pero el hombre no pudo elevar la mirada y contemplarlo.
Un Maestro dice que lo mejor de los niños es que ven todo muy en grande. Para ellos un soldadito de plomo no es simplemente un pedazo de plomo. Es un héroe grande y poderoso que arregla los males del mundo, que sufre terribles derrotas y se levanta siempre más fuerte. Por eso Dios se hizo pequeño, se puso a los pies de los hombres para tomarlos muy en serio, para admirar su grandeza y verlos mejorar su mundo. Dios se hizo niño para hacer de cada uno de nosotros un héroe, su héroe, fuerte e invencible.
Y míralos allí, los dos pequeños: Juan el apicultor salvaje y Jesús el buen pastor. Juan, el niño mimado, hijo único de la ancianidad, que se hizo anacoreta vagabundo, y Jesús el Dios abandonado y solo que se hizo el primero de muchos hermanos. Juan, la voz rabiosa de la misericordia, y Jesús el fuerte grito de la justificación. Jesús, la luz; Juan el testigo. Jesús «el esposo que sale de su alcoba a recorrer su camino, contento como un héroe»; Juan el héroe trágico, el pequeño amigo mayor del esposo; el primer amigo del Dios amigo. Estos dos amigos iniciaron desde dos cunas el drama de la salvación del mundo.