domingo, 13 de julio de 2025

«Et appropians alligavit vulnera eius infundens oleum et vinum»

Dominica  XV per annum

 

Todo comenzó una mañana en un paseo por el bosque. El niño descubrió un hermoso loro de plumaje azul entre las ramas de un árbol y deseó llevarlo a casa. Mamá le explicó que era imposible. No podrían atraparlo y seguramente ese loro tendría una familia que lo extrañaría. El pequeño comenzó entonces a sentir que algo se derrumbaba dentro de su cabeza y el verdor del bosque comenzaba a fluir dentro de él. «¡Pero yo lo quiero!», alcanzó a gritar antes de ponerse rojo, fruncir los labios y comenzar a llorar.

Entonces un pequeño changuito vino a verlo, comiendo despreocupado su banana. Entre lágrimas, el niño lo distinguió borroso, colgado de su cola. «¿Qué pasa, amigo?» Entre sollozos y tembloroso de rabia el niño le explicó lo del loro de plumas azules, y concluyó con un enfático: «Pero yo lo quiero». El changuito trató de calmarlo, «Mira, los loros vuelan muy alto, seguro si estás atento al cielo lo verás de nuevo». Pero el pequeño seguía enojado. Entonces el changuito le dijo: «Ok, mira pues, cuando yo estoy enojado, hago algunos ejercicios de respiración y muy pronto logró calmarme». El changuito se colgó de la cola, y así de cabeza, cruzó las piernas, cerró los ojos y comenzó a recitar como en secreto: «Estoy en armonía con todo lo que me rodea, incluso con este niño berrinchudo, inhalo: exhalo; inhalo: exhalo; inhalo: exhalo». Pero el niño seguía furioso y ahora se sentía ofendido por haber sido llamado berrinchudo. Así que lo interrumpió diciendo: «Pero sigo sintiéndome mal». El changuito entonces propuso otra solución: «Está bien optemos por una técnica más científica. Vamos a contar hasta diez». Y comenzaron: «uno, dos, tres, cuatro, cinco, y siete, espera te saltaste el seis». Y el niño seguía furioso al recordar que no sabía contar bien, y los muchos disgustos que le hacía pasar su maestra de matemáticas. Buscaron una solución más movida, brincaron, bailaron, cantaron canciones de despecho de una conocida poetisa urbana, llamada Francisquita. Y nada. El pequeño seguía sintiéndose enojado. Hicieron la dinámica del peluche y de la carta, la del frasco vacío, la de la hamburguesa y nada, el enojo seguía allí. Ya era tarde y se acostaron en la hierba, el niño y el changuito, pensando cómo podían vencer juntos el enojo del niño. Hasta que se quedaron dormidos los tres, el niño, el changuito y el enojo.

Queridas amigas, queridos amigos, un doctor de la ley pone a prueba la fuerza del evangelio con una pregunta intensa, incisiva: «¿Y quién es mi prójimo?» El Señor lo explica con la fuerza de una parábola, la del buen samaritano y lo conduce a dar él mismo la respuesta: «¿Cuál de estos tres—el sacerdote, el levita o el samaritano—te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?»

En la lógica del doctor de la ley el que se portó como prójimo es el que tuvo compasión de aquel hombre. Y Jesús acepta su respuesta con un desafío: «Anda y haz tú lo mismo». Pero esto no es absoluto. Es verdad que los Padres de la Iglesia y numerosos Maestros vieron en el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó una figura de Adán, que descendió del paraíso, ciudad de paz, a la ciudad terrena, al mundo asediado por tentaciones y pruebas. Y bueno, Cristo, el buen samaritano no pasó de largo, dejando al ser humano solo con sus heridas, asaltado y medio muerto. Sino que se detuvo, ungió y vendó las heridas, y condujo al hombre caído al albergue de su Iglesia para que en ella fuera cuidado mientras él vuelve. Pero también es cierto que otros Maestros encontraron en la parábola que el prójimo es Cristo que se ha hecho próximo a nosotros en su abajamiento. Él es el hombre que cayó en mano de los bandidos, que fue abandonado medio muerto, que fue desatendido por el sacerdote y el levita. Él era el prójimo. El hambriento que nadie alimentó, el forastero que nadie acogió, el enfermo que nadie visitó, el encarcelado que nadie fue a ver, el amor que nadie correspondió, el pequeño que nadie quiso ver.

Es que ser prójimo implica estar de ambos lados, compartir con el otro, para bien o para mal, un mundo común heredado, el aire común, la tierra que a todos recibe. Y lo que te pasa a ti puede pasarme a mí. Tanto, el mundo es el mismo. El mismo pecado, la misma prueba, el mismo dolor, la misma herida, la misma ansiedad que te agobia puede sucederme a mí.

Fíjate bien, todos al nacer lo primero que hicimos fue llorar, y desde pequeños sentimos angustia, enojo, malestar. Y no sabíamos qué hacer con eso. Hay algo grandioso, maravilloso, en que alguien, nuestra madre, nuestros padres, nos reciban nuestro llanto, nuestro enojo, nuestra frustración o nuestro miedo. Y todos esos esos sentimientos insoportables con los que no sabemos qué hacer.

En la parábola evangélica, el hombre medio muerto, herido por el asalto de los ladrones, no parece tener emociones ni sentimientos. Nada se nos dice en el evangelio sobre sus reacciones. No lo vemos enojado, triste o en una crisis de pánico o de ansiedad. Tampoco agradecido por haber sido auxiliado. Recuerdo que alguna vez un sacerdote nos comentó que, yendo de camino en carretera, un perrito fue atropellado por un vehículo. Detuvo su coche para tratar de ayudarlo, pero el perrito lo mordió. Sorprendido de esa ingratitud se preguntaba por qué. La respuesta era obvia. Lo mordió porque estaba herido. Muchas veces nuestro prójimo está enojado precisamente porque está herido. Y nuestra tarea fundamental ciertamente no es tener una solución para todo. Eso probablemente no está en nuestras manos. Tal vez ser prójimo no sea otra cosa que estar dispuestos a recibir los unos de los otros el peso de aquellas emociones insoportables con las que no sabemos qué hacer, en un mundo común, heredado, caído.


El evangelio dice que el samaritano que iba de viaje, «al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó». Pero recuerdo a un Maestro estudioso de las Escrituras que solía señalar que el texto griego dice más bien: «Habiendo bajado, ató sus heridas vertiendo aceite y vino». El Maestro señalaba como curioso el orden. Normalmente nosotros curamos una herida poniendo alcohol y luego alguna pomada o ungüento, y luego vendamos. El orden aquí parece desordenado: venda las heridas y luego coloca aceite y vino. Tarea absurda para un médico como Lucas, a quien Pablo llama «médico amado». Pero tal vez así son las cosas espirituales. Tal vez en las cosas del alma la herida se venda antes de ungirla y desinfectarla. A lo mejor en las cosas espirituales haya primero que vendar la herida para no verla más que al prójimo doliente detrás de ella.

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