domingo, 23 de abril de 2006

Dominica in albis


Queridos amigos y amigas:
Hemos escuchado las palabras de Jesús: «Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree». Jesús, la luz risueña de la gloria, visita a sus discípulos cuando atardece y la luz de la resurrección es ya un recuerdo. La luz divina que permitió a nuestros débiles ojos ver la gloria de Jesucristo es la misma luz que nos hizo ver los ángeles en el día de pascua y comprender el misterio de Jesucristo. Pero esta luz tiene un atardecer. Cuando se retira esa luz admirable, y todo lo cubren las sombras, también la duda nos asalta. En esa noche Jesús visitó a sus amigos.
Los discípulos vieron a través de la carne de Jesús a Dios mismo. En sus heridas lo reconocieron. La Escritura dice que Tomás fue con Jesús cuando resucitó a Lázaro. Los ojos de Tomás vieron el regreso a la vida de Lázaro. Y sin embargo, el discípulo se atrevió a hacer una apuesta: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
¡Qué extraño eres, Tomás! El discípulo no quiere solamente oír que Dios vive. Quiere meter sus dedos y su mano en la carne traspasada. ¿Por qué? Porque sólo la carne traspasada testimonia el amor llevado hasta el extremo de Dios que quiso sumergir su inmortalidad divina en la mortalidad de nuestra carne. Si Dios se hubiera levantado de la tumba sin ninguna huella de su pasión, su amor no sería razonable, no lo podríamos entender. Tampoco su fidelidad. La gloria de la carne de Cristo radica en haber sido traspasada, triturada, herida.
En las llagas de Cristo hay un testimonio de su dolor, de su amor hasta el extremo, de su fidelidad al hombre, de su belleza destruida. En las llagas de Cristo la gloria de Dios se desfigura y se transfigura.
El hombre que toca las heridas de Cristo encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la puerta estrecha por la que Cristo nos llama a entrar. Las llagas de Cristo, escuela del dolor y del amor hasta el extremo, son el inicio de la fe. Contemplamos en las llagas de Cristo el ardor divino en la carne del hombre, su presencia incómoda, terrible. Entonces nacemos a través de las llagas de Cristo y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de Dios.
Pero hay que atravesar esa puerta, hay que ir más allá de la chispa luminosa de las llagas de Cristo para contemplar algo que nuestros ojos ya no pueden ver, el testimonio que da de Jesucristo el Espíritu de la verdad. Es entonces que nace la fe, por el testimonio fecundo del Espíritu Santo.
«Dichosos los que creen sin haber visto». Por eso dice el amado en el cántico más bello de Salomón. «Levántate, amada mía, paloma mía, que te escondes en las grietas de la roca, en altos y escabrosos escondites». Le dice «levántate» porque entrar en el corazón misericordioso de Cristo exige la elevación de la fe. Y llama «altos y escabrosos escondites» a las llagas preciosas de Cristo donde el discípulo amoroso entra para habitar. Porque Cristo es la roca espiritual, de la que mana el agua viva. Allí los ojos del hombre no pueden ver, pero allí se abren los ojos de la fe porque en esa exquisita intimidad de la misericordia divina el discípulo es visto. Por eso allí dice el Señor al discípulo amado: «Déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz. ¡Es tan agradable el verte! ¡Es tan dulce el escucharte!».
Que la luz de las llagas de Cristo despierte nuestros ojos de la fe y nos haga gustar del agua viva que brota de la misericordia divina. Así sea.
Sermón pronunciado en la primer Misa

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