sábado, 22 de abril de 2006

Sabbato in albis



Queridos amigos:
Un día, Abraham, nuestro padre en la fe, llevó al monte santo a su hijo, el único, el amado. El pequeño Isaac vio la mano temblorosa de su padre alzarse contra él. Y oyó dos veces la voz del ángel del Señor que hablaba a su padre en su favor. Un poco más adelante, la Escritura dice que Isaac volvía de un lugar llamado «El que vive me ve». Éste es el nombre de Dios. Pero es un lugar porque en el Dios que vive y que ve, vive también Isaac y lo ve.
Un maestro dice que Isaac vio a Dios cuando el ángel del Señor detuvo la mano de Abraham que iba a sacrificarlo. Por eso al final de los días del patriarca, la luz de un gran misterio había apagado sus ojos carnales. Isaac vio con sus ojos el día del Señor. Vio el sacrificio de uno más inocente que él. Y al final de sus días estaba ciego, pero iluminado con el recuerdo de la divina presencia que lo había salvado.
Jacob, el patriarca hijo de Isaac, vio en sueños a Aquel que se llama «Escalera». «Yo estoy contigo; voy a cuidarte por donde quiera que vayas… No voy a abandonarte sin cumplir lo que te he prometido».
Más tarde, Jacob en medio de la noche del espíritu, en la más avara soledad, luchó contra Aquel que se llama «¿Por qué me preguntas mi Nombre?». Cuando el patriarca entendió dijo: «He visto a Dios cara a cara, y sin embargo estoy todavía vivo». Pero Jacob quedó cojo. Antes de que brillara el lucero matinal, Jacob fue golpeado en el tendón de la cadera. Quedó cojo y toda su descendencia recordó este misterio.
Moisés, el hombre de Dios, el profeta, al final de sus días fue llevado por Dios al monte santo. Allí vio la tierra prometida, pero Aquel que hablaba con Moisés cara a cara no le permitió entrar en ella. Los pies de Moisés, que habían pisado tierra sagrada el día en que Dios le dijo su Nombre desde el ardor de la zarza, ahora no podían proseguir el camino. Nunca hubo en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor hablara cara a cara.
Elías fue un profeta de fuego. ¡Qué grande eres Elías! Después de ofrecer el sacrificio al Dios vivo fue perseguido por sus enemigos y lleno de terror huyó de la presencia divina. El Dios de la vida y la resurrección levantó con el soplo de su gloria al profeta que marchaba hacia la muerte. Por eso Elías fue llevado en un carro de fuego. Porque el Espíritu que unge con su soplo, toma para sí lo que consagra.
Todos estos hombres santos dieron testimonio con su vida y en su carne de que Dios es siempre más grande que el hombre. Testimoniaron que la elección divina le cuesta al hombre la vida entera; que la vocación es gracia hermosa que se conquista a muy caro precio.
Sin embargo, amados hijos e hijas, me llama la atención un hombre más. Aarón, elegido para ser padre del sacerdocio de Israel. «El Señor le dijo a Aarón: Tú no tendrás tierra ni propiedades en Israel como los demás israelitas. Yo seré tu propiedad y tu herencia en Israel». ¿Puede un hombre tener a Dios como posesión? Sí que puede…, si Dios lo quiere.
El Señor Jesucristo, la noche santísima en que instituyó el ministerio sacerdotal quiso mostrar que por el sacerdocio Dios se hace siervo del hombre, se pone a sus pies, los lava y los seca. El mismo Dios omnipotente que secó el mar con el soplo de su gloria para que los israelitas pasaran sin mojarse los pies, es el mismo Dios que lavó y secó los pies de sus amigos para que enmedio de los peligros de la vida caminaran en su paz.
El mismo Dios misericordioso que manifestó su poder creador haciendo que cayera pan del cielo con gustos exquisitos, confió a sus amigos en una noche la memoria de su misterio. Cristo, pan Ázimo y verdadero descendió a las manos de sus amigos para ser triturado y compartido y para que de su vida recibamos la vida.
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.
Mi gratitud se dirige ahora al Excelentísimo Florencio, que gentilmente me ha conferido el Sacro Orden del Presbiterado. A él mi reconocimiento y filial obediencia. Agradezco también al prior Conrado, que tan pacientemente y con su vida me enseñó a amar las Escrituras. Mi gratitud también a mis padres que tanto dieron de su vida para que yo viviera. Agradezco también a todos ustedes, familiares y amigos, que se unen a la alegría de este día santísimo. A todos los que han compartido el camino de esta vida con su amistad y su presencia. A todos ustedes, gracias.

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