Dominica
XVII per annum
Recuerdo que
cuando comenzamos a aprender a trabajar la cerámica, nuestra maestra nos pidió
que hiciéramos un cuenco con las palmas de nuestras manos. Era imaginarnos como
hombres de las cavernas disponiéndonos a acarrear algo. Bueno, de este gesto tan
elemental surge todo el arte del ceramista. Sus palmas formando un cuenco están
dispuestas a recibir y a llevar. El ceramista no hace otra cosa que extender
este gesto con formas bellas, texturas, colores. Y algo así sucedió cuando Juan
enseñó a orar a sus discípulos. Les compuso una pequeña oración que era como un
cuenco formado con las palmas de las manos y de allí ya todo lo demás era
posible.
Cuando uno de
los discípulos de Jesús le dijo: «Señor,
enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos», él, que como verdadero Dios escucha la oración de todos, les
enseñó la oración que solía dirigirle Juan, la misma que le dirigían sus
discípulos. El Señor conocía la secreta oración de Juan y podía enseñarla porque
como verdadero Dios escucha y conoce cada plegaria. Y les dijo entonces: «Si alguno de ustedes tiene un amigo, y viene durante la noche para decirle: "Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle". Y, desde dentro, el otro le responde: "No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos". Si el otro insiste llamando, les aseguro que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite».
Esta enseñanza
de Jesús me recuerda unas notas de un monje escritas pocos meses antes de ir al
martirio: «Yo no tengo nada y es
de noche… Soy pobre, pero tengo un amigo. Recibo de su corazón abierto lo que
me falta: el amor, la misericordia, la ternura, la paciencia y la paz». Sabía muy bien nuestro mártir que toda la vida del cristiano es
una larga noche en la que no tenemos nada. Somos pobres. Y sin embargo,
recibimos del amigo todo eso que nos falta para acoger en la hospitalidad al
amigo que viene de viaje. Este amigo que viene en nuestra misma noche es el
terrorista, el violento, el hombre armado. Al final, «frente al martirio el santo y el asesino no son más que dos
ladrones que cuelgan del mismo perdón». Y habrá que acogerlo en nuestra misma noche con panes de
misericordia, de paciencia y de paz. Panes que no tenemos. Por eso, en la noche
oscura, hemos de pedir al amigo que nos abra su casa, la despensa de su corazón
rasgado para encontrar en ella todo lo que nos falta.