Dominica
in albis
Suelen nuestros
sentidos emparentarse con las señales del mundo. Nuestras manos palpan el frío,
el calor, la aspereza o la suavidad; nuestro olfato percibe aromas agradables y
otros olores menos gratos; nuestro gusto experimenta la bendición del buen
sazón que Dios pone a nuestro alcance para nutrir nuestra vida con alegría. Y bien
sabemos que nuestra percepción de estas bondades tiene como fin acercarnos a lo
que más nos conviene y alejarnos de lo que nos hace daño. Por ello nuestra
sensibilidad difiere de la de las otras creaturas. He visto flores hermosas con
olores muy nauseabundos. Y en torno a esas flores siempre hay moscas y otros
insectos que encuentran agradable ese olor. Algunos insectos vuelan
frenéticamente y se ciernen constantemente en flores de orquídeas de las que
manan delicados aceites cuyo aroma nosotros apenas si lo percibimos. Y los
bigotes del gato lo alejan de la exquisita seriedad del calor de una buena taza
de café.
A veces, sin
embargo, nuestra percepción de lo que nos conviene se ve limitada. Y entonces, en
un mundo lleno de señales, no podemos con naturalidad ver lo que hay que ver,
oír lo que conviene, sentir lo que nos rodea. Cuando esto sucede, un sentido
viene a ocupar el lugar del que falta. Así, la vista se vuelve escucha para
quien no puede oír, y el tacto se vuelve visión para quien no puede ver.
Dios hizo al
hombre para que percibiera en el mundo las señales de su amor. De modo que cada
perfume, cada color, cada sabor, cada caricia fueran una señal del deseo de
Dios de que nosotros vivamos verdaderamente. Y cuando Dios se hizo hombre,
experimentó convenientemente la perfección de este amor. El cuerpo de Cristo,
formado milagrosamente de María Virgen era perfecto. Como el vino de Caná se formó
milagrosamente mucho mejor que cualquier otro vino elaborado naturalmente, así
la sensibilidad de Cristo fue perfectísima por haber sido formados sus miembros
por la virtud de un milagro.
Así pues, el
Señor gustó la perfección del amor contenida en el delicado sabor del pan caliente
amasado con dulces pasas por las manos sabias e irreprensibles de su madre. Y
conoció muy bien el sabor picante de una comida en casa de un fariseo
escandalizado por el amargo llanto de una mujer de moral dulzona. Miró profundamente
el corazón del pobre joven rico. Escuchó muy claramente los cuchicheos de los
discípulos que discutían por el camino quién era el más importante de entre
ellos, y sintió el tembloroso manoseo de una mujer enferma que vino detrás de
él para arrancar de la orla de su manto la potencia de un milagro, mientras se
dirigía como médico experto a palpar el pulso de una niña que todos daban por
muerta.
En la cruz, el
Señor experimentó el dolor como nadie jamás podría hacerlo. La perfección de
sus miembros y el excelso poder de su divinidad hicieron del dolor de su muerte
un fuego poderosísimo apoyado en una frágil zarza que no se consume. Un dolor
acérrimo labró la carne del Señor, esculpiendo la eterna imagen del amor con
espinas, clavos y lanza. En nada quiso dejar de sentir. Y al probar vinagre y
hiel gustó toda la amargura que ha mordido nuestra humanidad desde que Adán
probó la desobediencia. Sus oídos escucharon blasfemias, el vociferar de falsos
testigos. Y esas calumnias eran la peor tortura para el que dijo: «Yo soy la verdad». Todo
fetidez era el lugar de la calavera, donde se corrompían los cuerpos de los
malhechores. Y el único perfume que consolaba sus sentidos era la inocencia de
María. Sus lágrimas eran néctar sagrado para consolar sus amarguras. Pero al
mismo tiempo, ver a María su Madre y junto a ella al discípulo que el Señor
tanto amaba, era el dolor más cruento para la mirada del Señor. Así, sufriendo
en la perfección de todos sus sentidos, quiso el Señor dejar en nuestra
humanidad no sólo la señal de su amor, sino que nos dio un nuevo sentido, sus llagas victoriosas. Sus llagas preciosas son el
sentido de la divina misericordia, el sentido de la gloria, el sentido de la
vida inmortal, el sentido que percibe todo aquello de lo que está lleno el
cielo.
Toca las llagas
del Señor aquel que por la fe escucha la voz del Padre que lo proclama su Hijo
amado. Toca las llagas del Señor aquel que por la caridad lo reconoce como su
señor en el último, en el más pequeño. Toca las llagas del Señor aquel que no
desespera de su misericordia.
La divina
bondad, desde que el Señor labró sus llagas en nuestra humanidad, ha dispuesto
que de todas nuestras heridas, de todos nuestros dolores, de todas nuestras
angustias y enfermedades podamos hacer una puerta al cielo. Por la gloria de la
resurrección del Señor, el umbral de nuestro dolor es el umbral de nuestra
gloria.
Pastor bueno,
acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección.
No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la
vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo,
en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas
sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.