domingo, 29 de septiembre de 2024

"Sed sunt sicut angeli in cælis"


In solemnitate Sancti Archangeli Michäelis, Gabrielis et Raphäelis

 


Ya era tarde. La llave desde fuera dio la segunda vuelta en la cerradura de la carpintería. Por hoy el viejo carpintero daba por terminado su trabajo. Dentro de la carpintería se quedaba todo pendiente. Las virutas dispersas en el suelo. Las herramientas más o menos ordenadas. Muchos trabajos por terminar, y muchos sueños y proyectos esperando su turno para saltar entre las manos amables del carpintero y el metálico rigor de sus herramientas hacia el mágico mundo de la realidad.

Una caja que apenas estaba tomando forma se puso a conversar con un cajón. El cajón le aseguraba que pronto estaría lleno de cosas importantes, probablemente en la alcoba de una hermosa princesa, en la oficina de un gran banquero, o en el escritorio de un maestro brillante. Es que él ya estaba casi terminado. Ya se veía, entrando y saliendo para ofrecer cosas importantes, joyas, alhajas, sellos, reglas, gises, ¡qué sé yo!

Y nuestra caja pensó que tal vez ella, cuando estuviera terminada también sería un cajón lleno de cosas importantes. Todavía estaba terminando de pensarlo, cuando ya el cajón tenía listas las palabras exactas para sobajarla, esas palabras de cajón que embonaban muy bien con la ocasión: «Lástima que tú nunca serás un cajón, eres demasiado delicada para eso. Las cosas importantes son de gran peso, ¿eh?... Debilucha». Nuestra caja se sintió, pues, vacía. De cosas y de sentido.

Una gran caja entonces le habló: «¿Se puede saber por qué estás triste, pequeña cajita?» A lo que nuestra caja respondió: «No lo sé, me siento vacía». «Espera, espera—se apresuró a decir la gran caja—, no te sientes vacía: estás vacía, ja,ja,ja,ja,ja. Pero vamos, eso no tiene importancia». Nuestra cajita le contó a la gran caja el incidente del cajón, y ésta trató de consolarla: «Vamos, no seas tan sensible, ni que fueras de cristal. Ese cajón es un pesado, pero lo que no sabe es que no viajará tanto como yo. Los cajones como él llevan una vida muy sedentaria, encerrados en su trabajo lo más que recorren son unas decenas de centímetros para entrar y salir. Yo en cambio, soy una caja mensajera, y viajaré por todo el mundo». «¿Una caja mensajera? ¿Cómo así?—replicó sorprendida nuestra cajita—, había oído de palomas mensajeras pero no de cajas mensajeras». La gran caja respondió entusiasmada: «Nosotras somos grandes cajas que la gente utiliza para enviar cosas por el mundo. Viajamos de un país a otro en grandes aviones, poderosos barcos, trenes parsimoniosos, y en grandes camiones con música de banda. Los comerciantes y mercaderes nos esperan con emoción, siguen nuestro recorrido por el mundo, y aguardan nuestra llegada». Nuestra cajita ya estaba imaginándose con su pasaporte, viajando por el mundo, pero, como si le leyera el pensamiento, la gran caja se apresuró a borrarle los sellos de sus ilusiones: «Lástima que tú no puedas ser una gran caja viajera. Verás, nuestro mundo es muy rudo. Unas cajas viajamos encima de otras, sin importarnos mucho la incomodidad del peso. Pero tú eres tan... ¿cómo decir?... Delicadita... Que si estiban una caja de mis dimensiones sobre de ti, quedarás convertida en aserrín, ja,ja,ja,ja,ja. Pero..., no te preocupes... Si no te barren y alguien junta el aserrín y lo comprime, tal vez un día puedan hacer de ti una caja de verdad».

Nuevamente nuestra caja se sintió vacía. Un gato saltó de un pequeño cajón blanco. Y el cajón le preguntó a nuestra caja: «¿Por qué tan triste? ¿Te sientes mal? ¿Estás enferma?» Todavía estaba nuestra caja pensando quién era el cajón blanco, cuando, como si le leyera el pensamiento, el cajón explicó: «Soy el cajón del veterinario. Por ahora gatos y ratones entran y salen de mí, pero llegará un día en que huirán de mí, ya lo verás, pues sólo guardaré amargos medicamentos, dolorosas jeringas, frascos de inyecciones, asquerosas pastillas desparasitarantes e incómodos collares antipulgas... En fin, todo aquello que te hace sentir fatal, para que te sientas mejor». Y estaba a punto de decir que a ella también le gustaría curar a la gente y a sus amigos, cuando el gatito volvió al cajón para contiuar con su larga rutina de sueño y el cajón blanco volvió al silencio como por respeto al gato.

Se hizo de noche. Y nuestra caja sentía miedo de quedarse vacía para siempre, como el oscuro taller del carpintero. Pero de pronto una débil y hermosa luz hizo resplandecer la vacía oscuridad con su debilidad. Era un hada, la misteriosa asistente del carpintero, que se encargaba de llenar de magia, lo que con sus manos y sus herramientas el carpintero hacía vacío. Es que todos los carpinteros sólo construyen el vacío. La magia la pone esa misteriosa hada. 

Se acercó el hada a nuestra caja, y la miró complacida: «Está casi terminada», pensó. La acarició con sus manos, pero no quiso llenarla con nada. Más bien puso en ella seis cuerdas. Nadie sabe si para impedir que entrara algo en ella y perturbara el vacío, o más bien para no dejar que el vacío se escapara de ella. Lo cierto es que las seis cuerdas estaban allí, en la entrada de la caja. 

A la mañana siguiente, cuando la llave giró la cerradura dos veces. El carpintero corrió a acariciar el milagro. Comenzó a rasgar las cuerdas, y su sonido muy pronto se convirtió en melodía, en música, en canción. Y nuestra caja, se convirtió en guitarra. Comprendió que ahora ella guardaba cosas importantes; comprendió que era una caja mensajera, y un cajón de medicina. Todo junto.

Queridas amigas, queridos amigos, hoy celebramos el misterio de los arcángeles de Dios. Es curioso, el evangelio nos muestra algo de lo que será también nuestro misterio compartido con el de los ángeles en el cielo: «No se casarán ni serán dados en matrimonio». Esto no significa que entre los ángeles no haya amor, ni que nuestra vida futura no sea una vocación de amor. Amaremos libremente a todas y a todos. Pero lo que habrá desaparecido es la necesidad de poseer para proteger. Ahora existe la institución matrimonial, porque el amor en el tiempo presente corre muchos riesgos, atraviesa grandes peligros. El matrimonio, la alianza cristiana, con la fuerza sobrenatural de su sacramento, es la caja robusta y firme que protege el amor, lo lleva a todas partes y lo sana. Pero en la vida futura, cuando el amor no correrá ya ningún riesgo, no requeriremos una caja protectora. Seremos, más bien, como los ángeles. Pues bien sabemos que existen las posesiones diabólicas; pero no existen las posesiones angélicas. Si la posesión diabólica resulta tan dolorosa y angustiante, tanta gloria y majestad del ángel, no la soportaríamos. El ángel no es carnal ni es posesivo. Ama, permítanme decirlo con palabras insensatas, ama como un instrumento musical a su música. Una música que a un tiempo es suya y no le pertenece. La mano divina toca el abismo de interioridad que es el ángel, y en él todo se llena. Resuena entonces la armonía más importante para el mundo, el mensaje del amor divino y de su belleza que es medicina para todo ser viviente. Con toda razón un Maestro cristiano se pregunta: «¿Cómo podremos cantar nuestro eterno agradecimiento a Dios, si no permaneciera en nosotros la conciencia y la memoria de lo que le debemos?» Así, en la vida futura, el abismo de cuanto somos, de cuanto hemos conocido y amado, será armonía, si es la mano de la caridad divina la que pulsa las cuerdas de nuestra historia. Que Dios nos conceda ser instrumentos vacíos por la humildad y el desapego, para llenarnos con la armonía de su amor, de su comunión. Y que podamos también nosotros conservar lo que vale a los ojos de Dios, llevar al mundo su palabra, y sanar el dolor de las almas.

martes, 10 de septiembre de 2024

«Dive, qui cælo rutilas ut astrum, mentium densas tenebras repelle»

 

 In solemnitate Sancti Nicolai a Tolentino

Se anunciaba un evento espectacular. Y es que todo en el cielo es espectacular. Pero la ocasión sería espectacularmente espectacular. Una gran lluvia de estrellas tendría lugar en una de las noches más oscuras de todo el año. Bella la estrella más bella había esperado tanto este momento. Nuestra estrella era una de esas tantas estrellas que nació como quien dice «con estrella» y ahora tenía la indiscutible oportunidad de lanzarse al estrellato. Sobra decir que el día en que Bella nació, el sol iluminaba intensamente y sus rayos la arroparon como con chambritas de luz. Muchos juguetes de resplandores ennoblecieron su cuna, que al mecerse por las noches hacía titilar su luz. Muchos corazones en la tierra, al verla parpadear y sonreir, desearon tenerla más cerca, que bajara a la tierra. Y la oportunidad de que así fuera por fin estaba en puerta. Una gran lluvia de estrellas se anunciaba como el espectáculo de la temporada más buscado en cartelera. Bella la estrella más bella sería con toda seguridad el número principal de esa noche. No veía la hora de recorrer la negra alfombra de tinieblas y brillar con mucha más luz que un diamante sobre terciopelo, bajo una llovizna de flashazos de cámaras y chismes de paparazzi. Es que a los famosos los ilumina el chisme, aunque al común de los mortales más bien nos oscurece.

Lo único malo es que Bella la estrella más bella ya no era tan luminosa como la noche en que nació. Le faltaba algo de la luz de la esperanza, pero ella no lo sabía. Algo de su luz había disminuido, tal vez desde que comenzó a utilizar grandes lentes oscuros y costosos abrigos y trajes de noche. Bella se había vuelto una estrella muy vanidosa. Todas las noches se miraba en la luna como si estuviera ante un espejo. Y creía que su resplandor era inigualable. Miraba con desprecio a las estrellas envejecidas, sin saber que eran las que tenían más seguidores en la tierra, porque su luz había viajado tanto, cargada de deseos. En las noches de luna llena, si alguna estrella elogiaba la grandeza luminosa de la luna, Bella la estrella más bella se apresuraba a decir: «Umm. Debería cuidar su figura. Está demasiado... llenita». Odiaba las noches nubladas porque las nubes la opacaban. Y no soportaba las noches en que un rayo pudiera iluminar más que ella. Ni qué decir que la pálida luz de las estrellas fugaces la exasperaba. Le parecía un desperdicio de existencia.

La gran noche llegó. Bella lucía espectacular pero no quería salir de su camarín por temor de que alguien le manchara su modelito de la celebérrima diseñadora Aurorita Boréal. Sí esa misma que impuso tendencia combinando verde, morado y naranja para el verano 2024. ¡Qué loco! Sentía terror de que alguien le robara una selfie desde un pésimo ángulo que no la favoreciera, o simplemente no le hicieran los debidos honores que como diva merecía.

El espectáculo se abrió con el salto al escenario de la anfitriona, la luna, y poco a poco las grandes estrellas fueron haciendo su aparición. Bajo la mirada, o más bien, encima de la mirada atónita de astrónomos, aficionados y curiosos, desfilaron las alfa aurígidas en su carruaje de gala. Siguió la constelación de Perseo. Mercurio se asomó desde el palco de honor, y se cerró el espectáculo con la aparición de las Pléyades cerca de la luna. Cuando prácticamente el espectáculo había terminado, Bella aún no podía salir. Digamos que su vanidad la tenía atorada. Quería que su número estalar cerrara la noche, y... de pronto..., se fue la luz. Bella entró en pánico y gritaba desesperada para que su productora viniera a auxiliarla, mientras enfurecida se preguntaba por qué no habían pagado la luz. Pero todo se hizo más misterioso cuando recordó que las estrellas no pagan luz, y comenzó a llorar. Hasta el maquillaje de polvo de estrellas se le corrió. Se sintió fea y deslucida. Y obvio, no brillaba. Sólo cuando comenzó a brillar de nuevo recordó que las estrellas no brillan con luz propia. Y dio un salto asustada al darse cuenta que otra estrella la estaba abrazando, acariciándole la espalda para consolarla. «¿Y tú quién eres?» preguntó. «Soy una estrella fugaz. No tengo más luz que la esperanza, pero suele bastar con eso cuando se apagan los reflectores y se acaban las otras luces». «Bueno, ¿y qué haces aquí?—preguntó Bella—. ¿Tenías un número en el espectáculo?». Pero la estrellita le explicó: «No, mira, hace muchos años fui encargada de brillar la noche en que un niño nació. Vino al mundo como una promesa y sus padres lo llamaron Nicolás. Desde pequeño la inocencia ilumminó de tal manera su alma que podía ver claramente con los ojos de la fe a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Y eso es más grande que mirar las estrellas. El niño creció y se hizo fraile, un fraile sencillo de la Orden de San Agustín, muy entregado al ayuno por amor de Dios. Un día, Nicolás pasó por la casa de una mujer pobre. Nuestro santo le pidió en limosna un pan, y la buena mujer se lo dio en nombre de Jesucristo. Nicolás bendijo a la mujer diciendo: «Que Dios, por cuyo amor me diste esta limosna, aun siendo tú tan pobre, te multiplique la harina que te queda». Esa noche el cielo me ordenó brillar sobre la casa. El santo fraile recompensó la limosna con el fevor de su oración y atrajo un gran milagro. Cuando la mujer abrió la bodega de la despensa, vio que la harina se había multiplicado. Porque este hombre, Nicolás, rico en virtud, quiso multiplicar su tesoro allí donde estaba su corazón, en manos de los pobres. 

Las estrellas acostumbramos bajar a la tierra. Entonces todo se llena de esperanza, pero lo santos suben al cielo y también resplandece con ello la esperanza. Por eso hubo una gran algarabia de estrellas cuando Nicolás, pronto para subir al cielo oró así abrazado de la cruz, su escalera: «Salve, bellísima Cruz, salve esperanza única, que fuiste digna de llevar el precio del mundo; salve, sobre ti reposó el Salvador y en ti sudó la sangre por el tormento de su pasión; en ti ofreció su misericordia al ladrón que lo imploraba y reconociendo a su madre la entregó al discípulo virginal. Salve, en ti el Salvador invocó al Padre por aquellos que lo crucificaban. Él, por medio de ti, me defienda del maligno enemigo en esta hora». 

Fíjate bien, qué estrella no quisiera brillar como la cruz, humilde y gloriosa estrella de redención y de esperanza. El cielo me ordenó brillar una vez más sobre la tumba de Nicolás. Yo fui su estrella, la estrella humilde de la esperanza. Brillé con su luz y brillaré por siempre porque Dios enaltece a los humildes y revela la esperanza en medio de las tinieblas.

Así pues, Nicolás, gema preciosa de los santos, que el cielo iluminas como un astro, aleja de nuestras mentes las densas tinieblas del orgullo y con tu luz esclarecedora disuelve la oscuridad de nuestros corazones.

domingo, 8 de septiembre de 2024

«Effetá»

Dominica XXIII per annum

 

Era una mañana cálida, como cualquier otra mañana cálida: luminosa, resplandeciente y jalonada por un fuerte viento. Las abejas dentro de la colmena iniciaban su rutina, su murmullo orante, de alas viajeras. La más pequeña abejita comenzaría su increíble aventura con la vida y ya estaba impaciente por conocer la fuerza del viento. Junto con otras abejas más experimentadas se allegó a la entrada de la colmena, estiró sus patitas, ajustó sus antenas, batió sus alas y comenzó a volar. Había leído mucho acerca de las opiniones de los eruditos acerca de la flexibilidad de sus alas que le permitirían volar cómodamente a pesar de cualquier peso. Pero ya a la hora de volar, todo eso era irrelevante. A fin de cuentas, pasar algunas páginas al día resulta poca cosa cuando comienzas a batir las alas más de doscientas veces por segundo. Bajo sus zumbidos se desplegaron a partir de ese día magníficas alfombras de flores. Sólo que una tarde sucedió algo inesperado. Cuando ya casi todas las abejas habían vuelto de la recolección, un susurro perturbador comenzó a agitar las hierbas cercanas al árbol que sostenía la colmena. Un osito negro afelpado, de sonriente cara marrón, hacía también sus primeras incursiones en el bosque en busca de miel. Llevaba consigo un gran tarro de cristal oscuro que pensaba llenar con la exquisita miel que robaría de la colmena. Quiso tomarla por asalto pero muy pronto todas las abejas se dispusieron para repeler el ataque. Como el osezno era todavía muy inexperto, al oír el zumbido de tantas abejas juntas se sintió intimidado y emprendió la fuga, arrojando su tarro entre las hierbas del bosque. Nuestra pequeña abeja, que celebraba ya la victoria de su colmena, apenas si alcanzó a darse cuenta del tarro que venía en contra de ella. Por fortuna, el tarro no la aplastó porque cayó boca abajo pero ella quedó atrapada dentro de él. En vano zumbaba para que la escucharan las demás abejas. La noche caería y les tomaría mucho tiempo darse cuenta que no estaba entre ellas. Recordó que su maestra de baile le había enseñado unos movimientos increíbles para comunicarse con sus hermanas. Y, aprovechando que traía la música por dentro, se puso a mover su espalda y sus caderas al ritmo de una conocida canción, cuyo nombre omitiremos por razones obvias, pero que expresaba muy bien su loca desesperación. Por un momento se sintió la reina del regional. Pero todo fue inútil. Nadie podía escucharla y mucho menos verla bailar. 

Al amanecer, las demás abejas de la colmena, que ya habían notado su ausencia, se pusieron a buscarla. A través del oscuro cristal del tarro, nuestra abejita miró con esperanza a sus hermanas que sobrevolaban la zona. Pero, a pesar de que frotaba vigorosamente sus alas, ninguna podía escucharla. Bailaba frenética los corridos más disgustosos que conocía para dar a entender mejor su perdición. Pero nadie podía verla a través del oscuro cristal. El calor del día hacía insoportable la estancia dentro del tarro. Y por más que aleteaba no conseguía la frescura que en la colmena lograban entre miles de abejas con sólo agitar las alas todas juntas. Tenía hambre, y su sed aumentaba en la medida en que disminuía la esperanza de escapar con vida. Cayó de nuevo la noche y todo seguía resultando inútil. Quiso aletear por última vez para despedirse del viento, ese fiel amigo que le enseñó la magia de volar y el exquisito arte de zumbar, ese gran aliado que muchas veces le indicó el delicado perfume de las flores. En el profundo silencio de la noche, el viento escuchó el último zumbido de nuestra abeja y, compasivo, dio un suspiro y sopló con terrible fuerza como si gritara: «Ábrete», empujando con violencia el tarro. Entonces, nuestra pequeña abeja salió libre de lo que pudo haber sido su tumba.


Queridas amigas, queridos amigos, Dios formó al ser humano con el rojo barro de la tierra. El peso del barro hacía poco probable que el ser humano pudiera elevarse; pero Dios insufló en sus narices aliento de vida, para que el corazón humano atraído por la dulzura de la gracia pudiera reposar en la altura de Dios. Por el pecado, el hombre fue atrapado en la sordera de su corazón, que hizo de él un tartamudo. En Babel los hombres balbucearon tratando de hablar la misma lengua, pero sin tener un solo corazón que supiera escuchar y una sola alma que con alabanza pura entrara dignamente en el cielo. En el desierto del mundo, agobiado por la ardiente sed de Dios que no se consume, Moisés era un tartamudo. Y aunque supo pronunciar solemnemente el verdadero nombre de Dios sobre su pueblo, no podía con la sordera de la incredulidad y la murmuración que resecaba la lengua del pueblo. Fíjate bien. El hombre atrapado en el sepulcro del pecado es un sordo y un tartamudo. Por eso, cuando la Palabra eterna del Padre, irrumpió en el silencio del mundo, con un suspiro dio una orden al cielo: «Effetá», «¡ábrete!» Y el cielo, clemente, obedeció. Cristo, mirando al cielo, le ordena que se abra, mientras toca con sus dedos el ensordecido oído del corazón humano y refresca con su saliva la torpe palabra del hombre. Cristo en la cruz con sus brazos extendidos abraza los oídos del corazón de la humanidad. Con su saliva rechaza el vino con mirra que adormece nuestro gusto espiritual, con tal de olvidar nuestra miseria hasta la muerte. Y así Cristo, entregando el Espíritu vivificante, grita al cielo: «Effetá. Ábrete, para que ninguna plegaria, por desesperada que sea, quede sin ser escuchada en el cielo. Ábrete, cielo, para que el hombre extraviado no escuche más el acoso del antiguo adversario, sino que con oído espiritual me escuche y me ame como a su único Señor, con todo el corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. Porque he quebrantado ya la dureza del corazón humano, que se tapó los oídos para no oír mi voz: "Adán, ¿dónde estás?". Ábrete pues, cielo de los cielos, para que la lengua entorpecida por la muerte, pueda unirse a la alabanza eterna, cantando el himno de los redimidos, en la Jerusalén celeste. Y puesto que no fue Moisés quien dio pan del cielo, ábrete para que niños, mujeres y hombres puedan gustar la verdad del pan de los hijos en el altar de esta tu Iglesia. Ábrete, pues, cielo, para que el hombre pueda estar hoy conmigo en el paraíso, porque me he acordado de él en la gran misericordia».