domingo, 17 de septiembre de 2006

"et palam verbum loquebatur"


Dominica XXIV per annum

«Todo esto lo dijo con entera claridad», con la claridad del primer día de la creación, cuando todo sale a la luz de la vida. Pero, ¿qué dijo?: «que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho…, que fuera entregado a la muerte y resucitara el tercer día».
«Todo esto lo dijo con entera claridad», con esa claridad matinal que aparta el velo de los misterios. Si te fijas, la Escritura no dice que las palabras de Pedro: «Tú eres el Mesías», hayan sido dichas con entera claridad. Porque son una confesión de fe. Una afirmación verdadera, confiada y certera de un misterio que los ojos no ven. En estas palabras del Apóstol Pedro hay sinceridad y reconocimiento humilde y amistoso; pero no hay claridad porque una profesión de fe es la revelación de un misterio en medio de su luz enceguecedora.
Pedro dice: «Tú eres el Mesías», es decir, el Ungido, el Cristo, pero sus ojos no ven la unción que constituye a Cristo como Mesías, porque sólo el Espíritu de Dios penetra los juicios de Dios. Las palabras de Pedro son solamente el relicario que custodia un misterio que sus ojos no penetran. Estas palabras que custodian el misterio del Amado en su secreto nocturno son como un manto para el misterio de Cristo, porque lo envuelven reverentemente, pero sin distinguirlo del resto de los hombres. Las palabras de Pedro colocan a Cristo en las coordenadas de una vocación que se asoma a la luz de la vida. Como decimos entre nosotros: «tú eres el carpintero, tú eres el comerciante, tú el campesino», así Pedro dice: «tú eres el Mesías». Eso eres tú. Ése es tu lugar entre los hombres.
Ahora bien, este Mesías, el Cristo, es de por sí intocable. Basta recordar las palabras de David acerca de Saúl, el rey suplantado: «No levantaré mi mano contra el ungido del Señor». Este hombre es sagrado, no se toca. Y sin embargo, Cristo manifiesta con claridad meridiana que el Hijo del hombre ha de ser entregado a la muerte y resucitará.
Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Pedro quería devolver a Cristo a las tinieblas del misterio, sus oídos no podían soportar la crudeza desnuda de las palabras de Cristo: «el Hijo del hombre ha de ser entregado a la muerte», el intocable ha de ser puesto en las manos sucias de los pecadores, el más anhelado entre los hijos de los hombres ha de ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas.
Sin saberlo, Pedro estaba ya representando ante los ojos atónitos de los demás discípulos el drama de la pasión de Cristo, el combate entre la luz y las tinieblas, la agonía entre la vida y la muerte, esa lucha que todos los hijos de Adán enfrentamos cada día, en el esfuerzo luminoso que nos pone por encima de la oscuridad y las fatigas de la vida y un día acaba por vencernos. Pedro anhela un Mesías intacto, no golpeado por la crudeza de la vida, no llagado con la fragilidad que consume tarde o temprano a todos los mortales. Pedro quiere un Mesías sereno, que respire tranquilamente su unción bendita. Y sin embargo, el Mesías resuella, porque así lo ha querido, con la misma violencia que todos los hombres. Alcanzado por la venenosa mentira de la serpiente, el antiguo adversario, Pedro quiere evadir el triunfo de la cruz; es un soldado que colocándose delante de su rey para salvarle la vida, sin saberlo le niega la gloria. Pedro no ha comprendido que a estas alturas la cruz es una necesidad. No basta un juicio condescendiente y misericordioso de parte de Dios soberano. Eso nos perdonaría la deuda, pero no podría sanarnos. Para restaurar la relación entre Dios y el hombre es necesario el abandono libre y majestuoso de Dios en las alas de la muerte. Cuando todo está perdido, cuando todo se ha consumado, la muerte expresa mejor que nada el punto ínfimo donde toda relación termina, se interrumpe. Allí, en la cruz, en la ruptura con toda relación Dios se muestra infinitamente potente e infinitamente ofendido. Aprendemos en la cruz a abrazar el amor de Dios y nuestra condición humana tan fragmentaria. En la cruz abrazamos el pasaje salvífico de Dios que se hace víctima, del Hijo que se hace cordero llevado al matadero, del Logos que enmudece, de la Vida que padece la muerte. Es ésta la locura sana y salva de la redención.
«Camina detrás de mí, Satanás—dice Jesús a Pedro—, porque marchando delante de mí, eres para mí un adversario, pero si me sigues serás mi discípulo. Ven tras de mí, adversario, porque no juzgas según Dios, sino según los hombres». El Señor sabía que Pedro hablaba empujado por el diablo, y por eso le dice: «Sígueme, ven tras de mí, a la Pasión, porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres». Y es que el juicio de Dios es insondable, ninguna creatura puede penetrarlo, pero el juicio de los hombres es como una vasija agrietada, que fácilmente el diablo puede saquear. Así, el juicio de Pedro: «Tú eres el Mesías», es su más precioso tesoro, y sin embargo, bien pronto el diablo se le interpone en el camino y lo asalta: «Eso no puede sucederte a ti».
Por eso el Señor, volviendo victorioso del combate, dice a Pedro: «Sígueme. Sígueme hasta la cruz, sígueme a la Pasión, sígueme en la entrega hasta la muerte, allí donde nada puede apagar el amor. Sígueme hasta la gloria, donde el hombre ya no puede ser adversario de Dios. Porque yo soy el Mesías, el hijo de Dios vivo, que ha de ser entregado por ti. Yo soy el que por ti me hice camino para que no seas mi adversario sino mi discípulo».
La cruz brilla entonces como estrella de salvación, como chispa luminosa que aclara las tinieblas del pecado, que hace salir al hombre hacia la tierra prometida, tras el buen olor de los perfumes del Amado; la cruz enciende la luz de la vida que nos invita a correr mientras brilla. Y es también el peso de la vida que se carga en el camino, el viático que da sentido a la lucha. Cristo mismo nos llama a ser semejantes a él. El que por naturaleza ya existía en la forma de Dios, y que se hizo humilde y obediente hasta la muerte y muerte de cruz, nos llama a compartir la gloria que tiene «como Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad».