Dominica XXIV per annum
«Todo esto lo dijo con entera claridad», con la claridad del primer día de la
creación, cuando todo sale a la luz de la vida. Pero, ¿qué dijo?: «que era
necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho…, que fuera entregado a la
muerte y resucitara el tercer día».
«Todo esto lo dijo con entera claridad», con esa claridad matinal que
aparta el velo de los misterios. Si te fijas, la Escritura no dice que las
palabras de Pedro: «Tú eres el Mesías», hayan sido dichas con entera claridad.
Porque son una confesión de fe. Una afirmación verdadera, confiada y certera de
un misterio que los ojos no ven. En estas palabras del Apóstol Pedro hay
sinceridad y reconocimiento humilde y amistoso; pero no hay claridad porque una
profesión de fe es la revelación de un misterio en medio de su luz
enceguecedora.
Pedro dice: «Tú eres el Mesías», es decir, el Ungido, el Cristo, pero sus
ojos no ven la unción que constituye a Cristo como Mesías, porque sólo el
Espíritu de Dios penetra los juicios de Dios. Las palabras de Pedro son
solamente el relicario que custodia un misterio que sus ojos no penetran. Estas
palabras que custodian el misterio del Amado en su secreto nocturno son como un
manto para el misterio de Cristo, porque lo envuelven reverentemente, pero sin
distinguirlo del resto de los hombres. Las palabras de Pedro colocan a Cristo
en las coordenadas de una vocación que se asoma a la luz de la vida. Como
decimos entre nosotros: «tú eres el carpintero, tú eres el comerciante, tú el
campesino», así Pedro dice: «tú eres el Mesías». Eso eres tú. Ése es tu lugar
entre los hombres.
Ahora bien, este Mesías, el Cristo, es de por sí intocable. Basta recordar
las palabras de David acerca de Saúl, el rey suplantado: «No levantaré mi mano
contra el ungido del Señor». Este hombre es sagrado, no se toca. Y sin embargo,
Cristo manifiesta con claridad meridiana que el Hijo del hombre ha de ser
entregado a la muerte y resucitará.
Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Pedro quería devolver a
Cristo a las tinieblas del misterio, sus oídos no podían soportar la crudeza
desnuda de las palabras de Cristo: «el Hijo del hombre ha de ser entregado a la
muerte», el intocable ha de ser puesto en las manos sucias de los pecadores, el
más anhelado entre los hijos de los hombres ha de ser rechazado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas.
Sin saberlo, Pedro estaba ya representando ante los ojos atónitos de los
demás discípulos el drama de la pasión de Cristo, el combate entre la luz y las
tinieblas, la agonía entre la vida y la muerte, esa lucha que todos los hijos
de Adán enfrentamos cada día, en el esfuerzo luminoso que nos pone por encima
de la oscuridad y las fatigas de la vida y un día acaba por vencernos. Pedro
anhela un Mesías intacto, no golpeado por la crudeza de la vida, no llagado con
la fragilidad que consume tarde o temprano a todos los mortales. Pedro quiere
un Mesías sereno, que respire tranquilamente su unción bendita. Y sin embargo,
el Mesías resuella, porque así lo ha querido, con la misma violencia que todos
los hombres. Alcanzado por la venenosa mentira de la serpiente, el antiguo
adversario, Pedro quiere evadir el triunfo de la cruz; es un soldado que
colocándose delante de su rey para salvarle la vida, sin saberlo le niega la
gloria. Pedro no ha comprendido que a estas alturas la cruz es una necesidad.
No basta un juicio condescendiente y misericordioso de parte de Dios soberano.
Eso nos perdonaría la deuda, pero no podría sanarnos. Para restaurar la
relación entre Dios y el hombre es necesario el abandono libre y majestuoso de
Dios en las alas de la muerte. Cuando todo está perdido, cuando todo se ha
consumado, la muerte expresa mejor que nada el punto ínfimo donde toda relación
termina, se interrumpe. Allí, en la cruz, en la ruptura con toda relación Dios
se muestra infinitamente potente e infinitamente ofendido. Aprendemos en la
cruz a abrazar el amor de Dios y nuestra condición humana tan fragmentaria. En
la cruz abrazamos el pasaje salvífico de Dios que se hace víctima, del Hijo que
se hace cordero llevado al matadero, del Logos que enmudece, de la Vida que
padece la muerte. Es ésta la locura sana y salva de la redención.
«Camina detrás de mí, Satanás—dice Jesús a Pedro—, porque marchando delante
de mí, eres para mí un adversario, pero si me sigues serás mi discípulo. Ven
tras de mí, adversario, porque no juzgas según Dios, sino según los hombres».
El Señor sabía que Pedro hablaba empujado por el diablo, y por eso le dice:
«Sígueme, ven tras de mí, a la Pasión, porque tú no juzgas según Dios, sino
según los hombres». Y es que el juicio de Dios es insondable, ninguna creatura
puede penetrarlo, pero el juicio de los hombres es como una vasija agrietada,
que fácilmente el diablo puede saquear. Así, el juicio de Pedro: «Tú eres el
Mesías», es su más precioso tesoro, y sin embargo, bien pronto el diablo se le
interpone en el camino y lo asalta: «Eso no puede sucederte a ti».
Por eso el Señor, volviendo victorioso del combate, dice a Pedro: «Sígueme.
Sígueme hasta la cruz, sígueme a la Pasión, sígueme en la entrega hasta la
muerte, allí donde nada puede apagar el amor. Sígueme hasta la gloria, donde el
hombre ya no puede ser adversario de Dios. Porque yo soy el Mesías, el hijo de
Dios vivo, que ha de ser entregado por ti. Yo soy el que por ti me hice camino
para que no seas mi adversario sino mi discípulo».
La cruz brilla entonces como estrella de salvación, como chispa luminosa
que aclara las tinieblas del pecado, que hace salir al hombre hacia la tierra
prometida, tras el buen olor de los perfumes del Amado; la cruz enciende la luz
de la vida que nos invita a correr mientras brilla. Y es también el peso de la
vida que se carga en el camino, el viático que da sentido a la lucha. Cristo
mismo nos llama a ser semejantes a él. El que por naturaleza ya existía en la
forma de Dios, y que se hizo humilde y obediente hasta la muerte y muerte de
cruz, nos llama a compartir la gloria que tiene «como Unigénito del Padre lleno
de gracia y de verdad».