domingo, 17 de enero de 2016

"Tu servasti bonum vinum usque adhuc"

 Dominica II per annum

Normalmente nosotros pensamos que las grandes personas que encontramos en la vida tienen un ciclo de esplendor que luego comienza a declinar hasta que se apaga. Es natural que las personas virtuosas en cualquier arte o ciencia, con el tiempo vengan a menos y tengan que aprender el duro arte de dejar y de perder. Muy pronto en la vida entendemos que lo mejor de nosotros se acaba, y que «todo mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han bebido bastante, se sirve el corriente». Por eso es mucho más fácil emprender nuevas aventuras que permanecer fieles a nuestra propia historia. Es más fácil cuidar de un niño que de un anciano. El niño está lleno de promesas, lo mejor aún está por llegar; pero de nuestra vejez raramente esperamos algo mejor. La vida y el tiempo se llevan muchas cosas y sólo nos traen a cambio el vino corriente de los buenos recuerdos. Por fortuna muchas veces anda por allí la felicidad, agazapada, escondida, como una niña pequeña, para enseñarnos la alegría del vino corriente, de las cosas simples, de lo de cada día. Y así, bien o mal llevamos a término la fiesta de la vida.
Pero cuando Dios arma la fiesta, las cosas no son así. Cuentan los santos Padres del desierto que en una ocasión Dios le envió un ángel a un santo abad para que le hablara de un flautista que tenía deseos de santidad muy parecidos a los suyos. Se trataba de un hombre que en su juventud había sido muy malo, deshonesto y ruin, y entregado a una vida disoluta. Un buen día comprendió ese hombre que había hecho mucho daño y decidió apartarse de su mal camino. Se dedicó entonces durante varios años a recorrer los bosques tocando su flauta como para devolver al mundo algo de la armonía que con sus malas acciones le había robado. Hasta que se encontró con el monjecito. El santo abad quiso entonces saber cuáles eran las obras buenas que adornaban el alma de aquel hombre, pero él solo recordaba haber salvado a una monja de las manos de unos ladrones y haber pagado alguna deuda de un pobre matrimonio que estaba a punto de ir a la cárcel por no poder pagar. El monjecito reconoció que este loco flautista, a pesar de todo, había sido instrumento de la providencia divina, pero le pareció demasiado poco lo que había logrado en todos esos años y lo exhortó a seguir a Cristo en la vida del monasterio. El hombre, que tenía sus flautas en la mano, las tiró al instante, y transformando su armonía musical en melodía espiritual, siguió al padre al desierto. Tras practicar duras penitencias por tres años con todas sus fuerzas, esmerándose en ocupar todo el tiempo restante en elevar himnos y oraciones, un buen día emprendió finalmente su camino hacia el cielo, y descansó en paz uniéndose al coro de los santos y de los ángeles. Pues bien, de esto aprendió el santo monje que en las cosas de la gracia siempre se puede ir más lejos, siempre se puede mejorar. Que Dios no hace rebajas ni descuentos, y no se conforma con lo que hay. Dios nunca ofrece un vino corriente después del buen vino.
Personalmente, lo que siempre me ha sorprendido del milagro de Caná tiene que ver con el tiempo. Un buen vino no se produce en pocas horas. Se requieren años desde el cultivo de la vid hasta la maduración del caldo. Y en un instante, Jesús transformó el agua en muy buen vino para una boda en la que ya no había con qué alegrarse. Lo peligroso aquí es no notar la procedencia. Muchas vidas perdidas no encuentran acogida cuando buscan una posada para encontrarse a sí mismas. Y a veces cuando alguien quiere cambiar de vida no encuentra nadie que le crea. Estamos tan acostumbrados a que lo que sigue es siempre peor, es siempre vino corriente, que nos cuesta creer que en poco tiempo Dios nos ofrezca buen vino donde antes sólo hubo lágrimas y fatigas. Pero las cosas de Dios no acaban igual que las de los hombres. Su gracia crece en nosotros y transforma, a veces incluso en un instante, lo que todos nuestros años no alcanzan con sus propias fuerzas. Las cosas de Dios tienen un vino mejor reservado para el final. Lo importante es saberlo gustar. Saber estar atentos porque Dios puede actuar. Con toda verdad una Maestra espiritual dijo que el amor a Dios es como un fuego que un hombre enciende, al inicio le hará llorar el humo, pero una vez encendido le dará claridad, luz y calor siempre más grandes. 

miércoles, 6 de enero de 2016

"Vidimus enim stellam eius in oriente et venimus adorare eum"

In Epiphania DNJC

Miró Dios nuestra tierra. Vio cuanto había creado. Y no todo era bueno. Eligió un pesebre y hoy brilla el pesebre. Brilla porque la Virgen Madre, la Virgen prudentísima, lo enciende como lámpara con el aceite de la caridad. El pesebre tiene aceite virginal de amor y arde porque en él reposa el gran fuego del cielo, el esposo que llega a la mitad de la noche. Belén es un cielo, y el pesebre un astro que enamora la mirada de Dios Padre. Dios, que siempre había recorrido las oscuras noches de los hombres, buscando su corazón, hoy tiene una luminaria en la noche del mundo. El pesebre es su estrella, su gran lámpara de bodas. Y unos Magos miran al cielo. Y en su profunda negra noche descubren una estrella, reflejo pálido en el cielo de la estrella que Dios mira en el suelo.
Dios, cuando hizo el mundo, había puesto en su firmamento el sol y la luna para separar el día de la noche y para que sirvieran de señal de las estaciones, días y años. Y luego hizo las estrellas para que alumbraran sobre la tierra. Así separó la luz de las tinieblas. También en la noche santa de su manifestación, Dios puso su sol ya no en el cielo, sino sobre la tierra para separar una vez más la luz de nuestras tinieblas. Porque nuestra tierra está entenebrecida de muerte. Muerte que humedece nuestros caminos de sangres, llantos y sudores. Así mojándose, la tierra se oscurece. Pero cuando Dios la baña de luz y de lluvia, todo reverdece.
Pues bien, los Magos vieron surgir la estrella del Niño y fueron de prisa a adorarlo. Pero al llegar a Jerusalén, el brillo de una ciudad mundana les ocultó la estrella. Entonces el tirano llamó en secreto a los Magos para que le hablaran de la estrella y los mandó a Belén a buscar al Niño, como le habían indicado  los sacerdotes y escribas que conocían bien las profecías. Un gran pecado ensombreció el alma del tirano, pues sabiendo guiar a los sabios hacia Dios, comenzó a destruir la vida de muchos infantes. Destruyó sus vidas con la misma insensatez de quien quiere mudar las estrellas, desviarlas de su trayectoria.
Y es que tal vez las estrellas están en el cielo para mostrar que nuestras vidas son caminos de esperanza que se ocultan de día y Dios las reenciende en la noche. Tal vez Dios puso en su cielo millones de estrellas que nuestros ojos poco notan para recordarnos en las noches que el cielo no nos olvida. Que cada hombre tiene una trayectoria en el pensamiento de Dios, pues Dios no deja de pensarnos. Pero nosotros muchas veces queremos detener la trayectoria que Dios ha fijado a los hombres, no dejándoles nacer, arruinándoles la vida, impidiendo sus caminos, cegándoles el paso, derribándolos con proyectiles de muerte.
Una estrella anunció fiestas nuevas, estaciones, días, años. Una estrella anunció nuevo verdor en nuestra seca paja. Esta estrella es el reflejo de Dios hecho hombre, de un Dios que llora, sangra, suda en la tierra por salvar al hombre de sus dolores, maldades y fatigas. Abre los ojos y mira, mira las estrellas del cielo.  Y no olvides que el fuego de la gracia Dios lo ha puesto hoy en el suelo, para incendiar constelaciones de estrellas con los corazones de todos los cristianos. Abre pues los ojos porque el fuego de Dios hoy camina contigo. La estrella de Belén brilla hoy en el corazón de cada cristiano y se hace camino hacia Dios. Síguela con nuevos ojos, con nueva esperanza.