jueves, 14 de septiembre de 2023

"Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus"

In exaltatione Sanctæ Crucis DN Jesu Christi

 

Cuenta un Maestro que un día, una santa princesa cristiana cuidaba de un leproso y le consolaba con tierna piedad. Y viéndose el enfermo así tratado, se deshacía en lágrimas y entre sollozos se quejaba: «Mi hermano, mi hermana, mi madre me han abandonado. Estoy solo, entregado a mi miseria, y he aquí que la hija de un rey se abaja hasta mí. Cómo quisiera, oh princesa, besar tus manos reales, si mis labios no causaran tanto horror». 

Pero la noble princesa respondió: «Es a mí es a quien corresponde ese oficio». Y descubriendo rápidamente las llagas del leproso puso sobre ellas sus labios virginales. Una de las damas que la acompañaba, asustada por la fuerza de tanta virtud exclamó: «Princesa, ¿qué haces?» Pero la santa princesa con majestuosa nobleza respondió: «Después de que mi Señor Jesucristo pasó por leproso, para mi corazón no hay humillación sobre la tierra».

Es que cuando el Señor fue levantado sobre la tierra, atrajo a todos a su abandono. Hizo entonces de la cruz una escalera para que el hombre pudiera descender de la soberbia de su pecado y pudiera comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» de
su amor.

Así, el Señor, al abajarse por amor nuestro, exaltó hasta lo más sublime el desprendimiento y la abnegación de sus discípulos. Los discípulos perfectos tomaron la cruz de cada día y siguieron al Señor en la humildad de su descenso. En las adversidades e injurias cumplieron con paciencia el precepto del Señor: a quien les golpeaba una mejilla, le ofrecieron la otra; a quien les quitaba la túnica le dejaron también el manto, y obligados a andar una milla, recorrieron dos, animados por la prisa de llegar a la gloria, y se colocaron sobre el altar de Jesús para consumar con él un mismo sacrificio.

Con toda verdad un Maestro enseña que «el mundo entero no es más que un inmenso sacrificio. Desde el humilde liquen que el sol deseca, hasta la fuerte encina que troncha la tempestad, todo gime bajo esta ley. No existe desierto bastante grande, ni mar tan profundo que exima de ella a sus moradores. El cielo mismo, donde jamás penetra el dolor, no es otra cosa que un altar sublime, donde los bienaventurados se consumen delante de Dios en perpetuo holocausto, entre las llamas de un amor inefable».

Y solo aprendemos este misterio guiados por el Divino Maestro, que en la cátedra de la cruz nos enseñó cuál es el camino para bajar de la soberbia de nuestros pecados y para elevarnos a las más altas cumbres de la ciencia del amor. A eso se refiere San Benito en su Regla cuando nos explica: «Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, tenemos que ascender con nuestras obras la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube».

La misteriosa exaltación de la cruz celebra pues la gloria de la humildad y del sacrificio que el Sagrado Vidente contempló y por eso escribió que había visto en medio del trono «un Cordero que estaba de pie y degollado». Pues ¿qué otro trono misterioso podría contemplar el Apóstol sino la cruz, en la que el Cordero que borra los pecados del mundo está de pie y al mismo tiempo degollado? La cruz es también el trono de su eterna gloria en el que Nuestro Señor quiso aparecer soberano y de pie, y al mismo tiempo tan humilde como un manso cordero que se ha dejado llevar al matadero para la vida de todos.

San Benito estableció en su Santa Regla que «desde el catorce de septiembre hasta el principio de Cuaresma, coman siempre los hermanos a la hora nona». Juzgaba así, el Santo Patriarca que desde que la Santa Cruz ha sido exaltada, la hora nona es la hora más prudente para nutrirnos de la humildad del Cordero y de reanimarnos para seguirlo a la gloria. Porque, como enseña un Maestro, «el celo de los Apóstoles, la fortaleza de los mártires, la constancia de los confesores, la pureza de las vírgenes, se nutren y alimentan de la sangre de Jesús».

Tú, Señor, glorioso y humilde, muestras a todos tu clemencia. Tú que en Nazaret, antes de manifestarte a los hombres por tres años, viviste tres décadas de vida oculta, orando y trabajando en silencio, consumiendo en el dolor tu amor obedientísimo a la voluntad del Padre. Tú nos has llamado al humilde trabajo de cargar cada día la cruz contigo. En nuestro camino al coro, al refectorio, en las lecturas santas de cada día, en el trabajo manual cotidiano, cargamos contigo la cruz. Así, contigo bajo el peso de la cruz, nos libras de ser paja que el viento del vicio arrebata. 

Tú Señor, nos llamas no sólo a cargar tu cruz cada día. Has querido atraernos hacia ti también en tu exaltación. Y para sostener nuestra flaqueza has puesto en ti y en tu cruz los misteriosos clavos y la lanza. En el clavo de tus pies nos muestras tu heroica firmeza en el abandono, tu profunda obediencia a la voluntad del Padre. Y nosotros aprendemos que la cruz es nuestra tierra prometida. En ella, estables en la obediencia, echamos raíces y fructificamos para tu reino. Ya desde el pesebre, ya en los tiernos brazos de María, tus manos diminutas rebosaron maravillas. Toda la clemencia del cielo cupo en tus manos que bendijeron y sanaron a todos. Y al consumar tu sacrificio, tus benditas manos vacías de todo poder mundano y de las vanas riquezas, se llenaron con los clavos de tu desapego y de tu preciosa pobreza. Así aprendemos que la cruz es nuestro poder y nuestro tesoro, donde ha de estar nuestro corazón. «Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus». Abrimos por eso nuestras manos con los clavos de tus manos para no aferrar nada que no sea tu cruz y el don de tu gran misericordia. Tú Señor, desde tu encarnación y en tu nacimiento, en el pesebre, con cada latido, con cada respiro, embriagaste el corazón del Padre con una armonía aun más perfecta que las sublimes armonías celestiales. Y ya desde entonces, tu pecho y tu pequeño corazón eran el sagrario de los más excelsos misterios y la morada de la más pura caridad. «Señor, tú lo sabes todo». Sabes bien que no soy digno de reclinarme sobre tu pecho y escuchar los misteriosos arcanos de tus designios divinos. Abre el sagrario de tu perdón, y acoge la voz de mi corazón que junto con la del ladrón se levanta en lo secreto de tu sacrificio y te dice: «Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum». Permíteme, en la noche y la duda del alma, mientras duermes el misterioso sueño de tu gran paciencia y compasión, tocar a tu puerta, para recibir no la dura piedra de tu ley, sino los panes de tu misericordia, de tu indulgencia y tu perdón. Porque es de noche, pero tú eres mi amigo. Tú, que al ser atravesado por la lanza nos diste la llave del sagrario más excelso, tú nos muestras que la lanza es misteriosamente también la voz del corazón arrepentido que en lo secreto desciende de la arrogancia del pecado para elevarse hasta tu costado e implorar que abras para nosotros la puerta de tu misericordia, «Nobis quoque peccatoribus», confesando que somos pecadores y que tú has pagado con tu cruz lo que justamente merecemos por nuestra acciones, tú benefactor de todos, que ningún mal has hecho. Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa exaltación. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

martes, 15 de agosto de 2023

"Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ"

La Escritura nos enseña que Dios habita una luz inaccesible. Y es que en el principio, cuando dijo Dios: «Que exista la luz», fue creada la luz espiritual, que es la creatura angélica. Los ángeles participan de la eternidad de Dios, y desde que fueron creados se adhieren a la beatitud de Dios con el afecto de una dulce y bienamada contemplación. Su único deleite es Dios, y gozan de su misterio con perseverantísima pureza. A esto se refiere el salmista cuando dice: «Dios mío, qué grande eres. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto». Es que Dios inhabita eternamente con la luz de su felicidad la ciudad santa que son los ángeles. Ellos contemplan las delicias de Dios sin el hambre del que busca el pan entre las piedras. Y nosotros, que peregrinamos bajo la inclemencia de los tiempos, nuestra alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Las lágrimas son nuestro pan, mientras buscamos a Dios y anhelamos habitar en esa casa sagrada en que los ángeles, como una tierna madre, nos harán gustar el cálido afecto y la dulzura de las delicias de Dios. Los ángeles son la casa de Dios, su ciudad santa. Cada uno es un castillo de interioridad, una torre elevada para alcanzar misterios, una muralla sólida, una fortaleza. Con toda verdad el salmista canta: «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ», «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Tú, Señor, muchas veces me has enviado tu ángel, que como desde una torre altísima me ha hecho vislumbrar desde lejos tus sagrados misterios. Porque mandas tus ángeles para que nos guarden en tus caminos y como con alas invisibles protejan tu obra en nosotros, abriéndonos las ventanas de tu ciudad santa para llenar los ojos del alma con la claridad de la esperanza. «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria».

Tú, Señor, me has permitido ver la luz de este mundo portentoso. Desde niño iluminaste y protegiste mi vida con el amor seguro de una pequeña familia creyente y fiel. Mis padres me guiaron por las vías de la fe. Y alegraste mi mirada con el plumaje de tus pájaros, los juegos de tus peces, la belleza de tus flores, la suavidad de tus creaturas. La cuidadosa mirada de mi madre me enseñó a ver todas estas cosas. Tú, Señor, has hecho resonar por todo el orbe de la tierra la voz de tu melodía que canta: «Ecce quam bonum et quam iucudum habitare fratres in unum», «Vean qué bueno y qué alegre que habiten los hermanos unidos». Con toda verdad enseña el bendito Agustín que pronunciaste esta voz tuya y «se animaron los hermanos que querían vivir unidos. Este verso fue trompeta para ellos». Así creaste los monasterios como tu casa y ciudad santa, fortificada por la bondad y la alegría de permanecer en la unidad. Tú, Señor, también me hiciste oír tu voz. Y, cuando era apenas un muchacho y no sabía hablar, mis padres me condujeron para habitar en tu casa—tú, Señor, que nunca olvidas a nadie, no te olvides de sus lágrimas y de sus manos vacías cuando volvían a casa—. Ya entonces «amé, Señor, la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Guardé en mi memoria tu alabanza para que tú, Señor, no olvides mis plegarias. Amé tu sagrado servicio y la solemne belleza de tu santa liturgia. «Memento mei, Deus meus, pro hoc». La suavidad de tu yugo me dio hermanos y una regla de vida según el espíritu de san Benito. A ti te confiesa mi alma, más con lágrimas que con letras y voces. Yo fui tu amigo, tu confidente, tu profeta. Adornaste mi mente y mi palabra con el sagrado carisma de enseñar, y me concediste un lugar entre los que narran la gloria de tu Verdad. Tú, Señor, que con el fuego de la caridad haces de muchas almas una sola, en tu magnanimidad has iluminado mi mente con la claridad de tantos maestros y maestras, y has llenado mi corazón con el afecto de amigos y amigas, peregrinos de la misma aventura de la vida, del amor y de la fe. Guárdalos siempre en el temor de tu nombre y líbralos con la ternura de tu bondad.

Cuando descendiste, Señor, por el misterio de tu encarnación y de tu nacimiento, hiciste de María Virgen tu ciudad santa, construida en lo alto del monte de los ángeles. Porque la altura espiritual de la Soberana irreprensible no conoce la bajeza del pecado. Ella no mereció el dolor porque en ella jamás hubo mancha de pecado. Sin embargo, ella es una torre de fino y alargado marfil y también una hermosa torre con los escudos de mil héroes. Así nos muestra la Sapientísima Maestra que la altura del blanco dolor es la misma que la altura de la gloria del heroico amor puro. En cuántas noches oscuras, la lámpara encendida de la Virgen prudentísima ha brillado como una ciudad construida en lo alto del monte del dolor y del amor, para llenar mis ojos de consuelo y esperanza. 

Tú, Señor, con tus trabajos y tus fatigas, con tu predicación y tus largas horas de camino, y toda tu vida entregada a la salvación de los pecadores, sembraste tu palabra en el campo del mundo y plantaste la viña de tu reino. Pusiste en mis manos por el don del sacerdocio el pan de tu cuerpo y el vino de tu verdadera sangre. Admite a la mesa de tu reino a todos los que has alimentado con tu gracia por mis manos.

Tú has dicho que «las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos», pero tú no tienes donde reclinar la cabeza. En tu agonía y tu pasión, en medio de tus crueles angustias y tu desamparo, abandonado en todo a la voluntad del Padre, hiciste de la cruz tu última morada terrena y anidaste en ella rodeado de las espinas de nuestras maldades. En el nido de nuestra crueldad reclinaste tu santa cabeza para entregar, con tu muerte, el Espíritu que da vida, e hiciste brotar del umbral abierto de tu sagrado corazón, la sangre de tu gran misericordia y el agua viva de tu perdón. «Tú lo sabes todo». Sabes que no soy digno de habitar en tu ciudad santa, en la luz inaccesible de miríadas de ángeles, en la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo. Ábreme, pues compasivo el umbral de tu sagrado corazón, en el que acogiste el llanto de Pedro arrepentido, en el que absolviste a los pecadores que llamaste para que te siguieran. Porque también yo amo, Señor, la belleza de ésa tu casa, donde también reside escondida tu gloria, la gloria de tu misericordia y de tu perdón. «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ». Dame la humildad y la paciencia, el don de perseverar en el umbral de tu compasión, porque es de noche y eres mi amigo, y toda mi esperanza no está sino en la grandeza de tu misericordia. Concede, pues, benigno que podamos encontrarnos un día todos juntos, forasteros bienaventurados, amparados en tu casa, en el claustro de tu perdón, y bendecidos por la voz del divino amor que nos dice: «Hodie mecum eris in Paradiso», «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con la gloria de la asunción de la prudentísima e incontaminada Virgen Madre, reina de tu casa. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.



jueves, 6 de abril de 2023

"Erat autem nox"

 Missa vespertina in cœna Domini

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Dice la Escritura que en el día tercero dijo Dios: «“Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, según su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra”. Y así fue. La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, según sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, según sus especies; y vio Dios que estaban bien». En el cuarto día, en cambio, dice la Escritura que Dios puso las luminarias del cielo, el sol y la luna y las estrellas. Cuando hubo concluido su obra, dio Dios a los seres humanos toda hierba que produce semilla sobre la faz de la tierra y todo árbol que produce fruto con semilla para que fuera su alimento. Y a todos los animales les dio la hierba verde como alimento. Dios había dispuesto que los seres vivientes no se nutrieran del dolor y por eso les dio la hierba y los frutos como alimento. El pecado, sin embargo, hizo que el hombre con fatiga consiguiera el alimento, entre abrojos y espinas, y con sudor en el rostro. Y la creación entera comenzó a nutrirse con agonía y dolor por culpa del hombre que la sometió. 
Fíjate bien, en esta noche bendita, Cristo el Señor, antes de rasgar el velo de su sagrada humanidad en los abrojos y espinas de su Pasión, antes de abandonarse a sus fatigas y sangrientos sudores, ha querido dejarnos como memorial un alimento que nos nutre y que recibimos sin fatiga alguna. Con razón escribe San Alfonso: «Para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él. Pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar». No se nos pide para recibirlo otra fatiga que la de la fe y de la caridad. Pero no por ello tengas en baja estima tan grande sacramento. Un Maestro dice que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más grabadas en la memoria y son las más apreciadas. De ahí que los amigos, al morir, acostumbren dejar a las personas queridas en vida un don cualquiera, un vestido, un anillo, en prenda de su afecto. Pero el Señor no ha dejado un vestido ni alguna otra prenda, sino que nos ha dejado su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad, sin reservarse nada.

En verdad, un Maestro de nuestra Orden enseña que «Todos los misterios de Cristo son esencialmente misterios de fe, tanto que sin ella no podríamos ni aceptar ni contemplar ninguno de ellos. Sin embargo, en cada uno de esos misterios es distinto el grado de luz que alumbra nuestra fe. 

En Belén, por ejemplo, sólo vemos un niñito reclinado en un pesebre, y, sin la fe, no reconoceríamos en él al Hijo de Dios, dueño y soberano de todas las criaturas. Pero oímos las armonías de los ángeles que celebran en coro la venida de este Salvador a la tierra, y vemos una estrella maravillosa que conduce a sus pies a los reyes de Oriente.

De igual modo, en el Tabor, en el misterio de la transfiguración, la fe se halla poderosamente ayudada, pues hiere a la vista la gloria de la divinidad que penetra hasta su misma humanidad; y los discípulos caen al suelo llenos de espanto. 

Por lo contrario, al morir Cristo sobre la cruz como el más vil de los mortales, en medio de los tormentos, se halla velada la divinidad, aunque por su parte, proclama el centurión que verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios, y la naturaleza misma, con bruscos temblores, rinde solemne homenaje a su Creador que muere.

En la resurrección, vemos a Jesús todo radiante de gloria, pero que al mismo tiempo se aparece a sus apóstoles y les prueba cómo es él mismo, Dios y hombre a la vez; y se deja tocar, y come con ellos, y les muestra las cicatrices de sus llagas, para manifestarles que no es sólo un espíritu, sino el mismo Jesús con quien vivieron durante tres años».

En su providencia admirable, Dios ha dispuesto que en cada misterio de Cristo haya bastantes sombras y bastante oscuridad para que nuestra fe resulte meritoria. Pero nunca ha dejado de proporcionar a nuestras mentes y a nuestros corazones, una luz intensa sobrenatural que nos ayuda, y gracias a la cual, en todos estos misterios vemos que se manifiesta la inefable unión de la divinidad con la humanidad.

Pero el misterio de la Eucaristía no es así. Con razón enseña la doctísima Hildegarda que la ofrenda se convierte verdaderamente en la carne y la sangre del Señor, pero a los ojos de los hombres parece pan y vino: «porque tan tierna es la fragilidad humana, que le espantaría recibir carne y sangre crudas». Porque él ha tenido la cortesía de darte carne y sangre verdaderas en la tierna bondad del pan y del vino. El Sacramento de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro, pues incluso en la cruz se ocultaba la divinidad del Señor pero permanecía muy visible su humanidad. En la Eucaristía, en cambio, laten ocultas ambas la divinidad y la humanidad del Señor. Esto lo anuncia misteriosamente la Escritura cuando dice que Dios creó primero las hierbas que producen semilla y los árboles que dan fruto y semilla y luego puso las lumbreras del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Así proclamaba la creación entera, para nutrir la fe, que el alimento que da la vida eterna se escondería totalmente en las tinieblas del humilde fruto de la tierra y de la vid. El Dios que al principio del mundo hizo germinar el alimento de todos los vivientes antes de poner las luminarias del cielo, eligió las tinieblas del mundo, la noche de nuestro abandono, «erat autem nox», para hacer germinar el cereal que nutre nuestra infancia espiritual y nos da vida eterna. En las tinieblas de su hora él hizo fructificar la vid y sangró las uvas de sus dolores para llenar con vino nuevo los odres nuevos de la vida resucitada.

El misterio de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro para hacer brillar con mayor mérito las lumbreras celestiales de la fe, la esperanza y la caridad. Por eso nuestra fe ha de ver con amor la Eucaristía, sabiendo que, en el Sacramento, el Padre sigue contemplando a su Hijo amado y poniendo en él y en cada uno de sus misterios todas sus complacencias. El Señor a quien nosotros recibimos en la Eucaristía «es el mismo que nació de María Virgen, el que vivió en Nazaret y predicó a los judíos de Palestina. Es el buen samaritano, el que curó a los enfermos. El que liberó a Magdalena de las redes del demonio y el que resucitó a Lázaro; es el que, cansado, dormía en la barquichuela, el que agonizaba en el huerto, abrumado de mortal angustia; el que fue crucificado en el Calvario, es el glorioso resucitado del sepulcro, y el misterioso peregrino de Emaús, el que se hace reconocer en la fracción del pan y el que subió a los cielos sentándose a la diestra del Padre; es, en fin, el pontífice eterno, siempre vivo que intercede por nosotros sin cesar. El Padre ve en él, al mismo que vivió por nosotros, en la tierra durante treinta y tres años; el Padre ve en él todos los misterios de su vida mortal, y las satisfacciones y los méritos que manaron de estos mismos misterios; ve la gloria que este Hijo le dio viviendo cada uno de ellos. En cada uno de ellos también ve siempre al mismo Hijo de sus complacencias». Que él mismo se acuerde de nosotros y nos haga dignos de llegar un día al gozo eterno del banquete de su reino.

lunes, 10 de mayo de 2021

"Qué diferente sería el mundo si se rigiera por un corazón de mamá".

Día de las Madres

 

Un Maestro cuenta que hubo un pueblo muy bonito, de paisajes espectaculares y habitantes muy felices. Pero sucedió en una ocasión que un terrible dragón vino a establecerse en las inmediaciones del pueblo. Se posesionó allí de una gran cueva y se estableció en ella como en su palacio. Era un dragón muy iracundo e incendiaba grandes extensiones del bosque con sus arrebatos de furia. Además, cada tanto hacía incursiones en el pueblo y destruía todo lo que encontraba a su paso: casas, parques, jardines.

Por entonces vino también al pueblo un pequeño buen dragón. Era un dragón simpático, amigable y feliz. Bien pronto se dio cuenta de todos los desmanes que hacía el terrible dragón, y algo en su corazón le sugirió que había llegado el momento de convertirse en un héroe.

Una mañana nuestro joven dragoncito caminaba por el bosque cavilando para trazar en su mente la estrategia a seguir. Y de repente descubrió algo que le pareció maravilloso. Era una mariposa trasparente, como esas que están estrenando vida, que revoloteaba con fatiga por el bosque. La mariposa se le acercó al dragoncito y le entregó una esferita maravillosa, dorada, luminosa. La crisálida se marchó, perdiéndose entre los árboles y nuestro dragón estaba embelesado contemplando la fina luz que irradiaba la pelotita dorada. De pronto le pareció que la esferita le estuviera hablando: «Si quieres ser un héroe de verdad, tienes que hacer todo lo que yo te diga. Aprisa, vamos a adentrarnos en el bosque».

El dragoncito continuó pues su marcha por el bosque. Todos sabemos que los dragones tienen una larga hilera de cuernitos desde el cuello hasta la punta de la cola. Bueno, nuestro dragoncito tenia dos más, que su mamá le había pegado a su traje de dragón para que le sirvieran de bolsillos y pudiera así guardar cosas. Allí guardó la esferita y continuó su camino. 

De repente apareció ante sus ojos un gran pórtico con varias puertas. Dicen que en cada entrada había una inscripción. En la primera estaba escrito: «Puerta de los reyes». La segunda rezaba: «Puerta de los hombres temibles». La siguiente tenía la inscripción: «Puerta de los que ambicionan riqueza y poder.» Y la última decía simplemente «Entrada». Confundido, no sabía por cuál entrar. Pero de repente la esferita dorada salió de su bolsillo y le dijo: «Vamos, sé honesto, tú no eres un rey y mucho menos un hombre temible. No te recomiendo ambicionar riquezas ni poder. Vamos, sé humilde y entra simplemente por la entrada». Así lo hizo y ante sus ojos se desplegó un gran camino tenebroso. En su mente mil interrogantes le cuestionaban qué habría sucedido si hubiera entrado por las otras puertas, pero no se detuvo más en eso. Simplemente continuó su marcha pensando que si quería ser héroe debía confiar en la pelotita dorada.
De repente le salieron al encuentro muchos otros dragones pequeños que inmediatamente le preguntaron de dónde venía y a qué se debía el honor de su visita. Él les reveló sin ambages que se disponía a enfrentar al poderoso dragón. Todos se rieron de él y uno de ellos le aconsejó: «Mira, muchacho, el gran dragón es invencible. Jamás ha conocido una derrota. Pierdes tu tiempo y tu fuerza. Mejor únete a nosotros, los que trabajamos para él. Así puedes acompañarnos a saquear las casas del pueblo y pisotear sus jardines e incendiar sus graneros. Eso sí que es diversión». Pero la esferita dorada comenzó a sonar como un cascabel que nadie más percibía, y le dijo quedito a nuestro dragón: «Espera, espera. No les hagas caso. Lucha por tus ideales. Tú quieres ser un héroe, ¿no?» Los ojos de nuestro dragoncito brillaron de ilusión y como pudo se zafó del grupo volando y les dijo: «Bueno, lo pensaré muy bien, hasta pronto».

Prosiguió su camino, y cuando el bosque se hacía mas denso y tenebroso descubrió una gran roca en la que había un letrero enorme que decía: «Si vienes a enfrentar al gran dragón, toma un arma». En la roca se encontraban engastadas una daga de plata, un hacha de acero, una gran maza de bronce y una especie de sandalia gastada y ya sin mucho brillo. El joven dragón pensó que lo más práctico y manejable sería la daga de plata; pero cuando estaba a punto de empuñarla, la voz tintineante de la pelotita dorada lo detuvo: «Espera—dijo con tono sabihondo—, “no todo lo que brilla es oro”. No te dejes llevar por las apariencias. Toma la sandalia contigo, no pesa mucho y de algo te puede servir». A nuestro dragón le pareció muy poco convencional para un asunto de caballeros, pero como quería ser un héroe prefirió seguir indicaciones. Acomodó la sandalia en su otro bolsillo y prosiguió su camino cada vez más escabroso. Las tinieblas se hacían densas y el camino lúgubre y espantoso. De repente, un sonoro rugido partió las tinieblas. El terrible dragón apareció desde el fondo tenebroso de la cueva. Una llamarada tremenda salía de sus fauces. Entre la confusión, el pequeño dragón apenas alcanzó a oír la voz de la pelotita dorada que le decía exigente: «Rápido, la sandalia». La sacó de su bolsillo con la punta de su cola, pues tenía las manos ocupadas—es que se mordía nerviosamente las uñas de los dedos—. En un segundo de lucidez arrojó con su cola la sandalia, que fue a dar directo a las fauces del gran dragón que comenzó a toser. Sí, se la tragó. Olía a plástico quemado. Y fue tal el golpe que se le apagó el fuego con que destruía el bosque maravilloso del pueblo e incendiaba sus sembrados.

Nuestro dragón comprendió que ya era un héroe. ¡Lo había logrado! Pero decidió darse a la fuga antes de que pudiera haber represalias. Ya cerca del pueblo, cuando ya la gente del lugar lo esperaba con fanfarrias y bailes de fiesta, quiso darle las gracias a la esferita dorada, pero al buscarla en sus bolsillos descubrió que ya no estaba. La buscó volteando sus bolsillos, mirando acá y allá, pero todo fue inútil. No podía encontrarla. De repente escuchó de nuevo su voz: «Y si la encuentro yo, ¿qué te hago?» Entonces comprendió todo: la voz de la esferita rutilante era la voz de mamá que lo había acompañado a todas partes hasta convertirse en un héroe. Era la voz de mamá la que le había enseñado a ser honesto y humilde, al entrar simplemente por la entrada. Era la voz de mamá la que le había enseñado a luchar por sus ideales. Era la voz de mamá la que le había enseñado a no dejarse engañar, a ser práctico, a vencer sus miedos, a combatir el mal. Y sobre todo, a encontrar lo verdaderamente valioso de la vida.

Todos llevamos en el corazón la voz y las enseñanzas de esa esferita dorada que nos vuelve héroes. Es la voz de nuestras mamás que nos enseña que nada está perdido cuando se busca con amor y valentía. Ayer nuestro Obispo de Cuernavaca nos decía: «Y lo mejor de todo esto es que ellas no aprenden nada de esto en las escuelas ni en las universidades. Su escuela es el corazón». Y nos decía: «Qué diferente sería el mundo si se rigiera por un corazón de mamá».

Queridas amigas, queridos amigos, a nombre de la comunidad benedictina queremos desear llenos de gratitud a todas las mamás las mejores bendiciones del cielo. Y a nuestras mamás y abuelitas que ya han partido, que Dios les recompense todo su amor con la gloria del cielo. ¡Feliz Día de las Madres!

domingo, 7 de febrero de 2021

"Et accedens elevavit eam apprehensa manu; et dimisit eam febris, et ministrabat eis"

Dominica V per annum

 

Los gatos raramente se comunican entre sí con maullidos. Salvo que se encuentren en graves aprietos o profundamente enamorados, en general prefieren reservar el maullido para tratar con los humanos. Hace unos días un gatito trataba de llamar mi atención maullando. Y como yo estaba ocupado, distraídamente y sin voltear le pregunté: «Perdón, ¿cómo dices?» Rápidamente caí en la cuenta de que le había respondido como si se tratara de un humano y la cosa me pareció absurda. Tal vez sea algún efecto del confinamiento… Recordé entonces la vieja historia de aquel famoso mercader que recorría el mundo transportando mercancías con la ayuda de su espléndido caballo. Era un caballo fuerte, noble y brillante. Todos los días recorrían largos caminos llevando mercancías pesadas y valiosas sobre la grupa del caballo. Hasta que una tarde, harto del camino, el caballo se tumbó en el suelo y le dijo al mercader: «Sabes, estoy harto de cargar con tantas cosas». El mercader respondió con naturalidad: «Lo sé, hoy ha sido un día pesado; pero mañana la carga será más ligera». El hombre se recostó entonces sobre la barriga del caballo y con los brazos en la nuca se dispuso a dormir. De pronto abrió sus ojos sobresaltado y exclamó: «Espera, ¿sabes hablar? ¿cómo lo has hecho?» Y el caballo respondió: «Hace tantos años que te he escuchado hablar y negociar que he aprendido a hacerlo. Así que, mira, voy a proponerte algo para hacerte rico y para que dejemos esta vida tan pesada que llevamos. Mañana iremos a la plaza del pueblo, y tú reunirás a toda la gente para que escuchen al único caballo que habla. Pediremos a todos unas monedas y cuando todos hayan cooperado, hablaré y diré todo lo que quieran». Así lo hicieron. Por la mañana se presentaron en la plaza y, cuando todos salían de Misa, el mercader agitaba las manos en la plaza e invitaba a todos a escuchar al único caballo parlanchín. La gente depositaba sus monedas en un sombrero del mercader y se disponía a escuchar semejante rareza. Entonces el mercader, haciendo una caravana a su noble caballo, lo invitó a demostrar su talento, pero el caballo sólo miró de reojo a la muchedumbre y se limitó a corresponder a las súplicas de su amo con un sonoro relincho. Una piedra salió proyectada hacia el caballo y su amo, y fue la señal inequívoca: tomó el mercader las monedas, de un salto montó sobre el caballo, y rápidamente emprendieron la huida, dejando atrás una lluvia de piedras, palos y bolas de lodo. Cuando al fin se pusieron a salvo, se detuvieron junto al riachuelo para calmar la sed. El mercader se lavó la cara como si quisiera arrancarse la vergüenza, y mientras se secaba con su camisa, el caballo comentó: «¿Viste cómo los teníamos a todos? Nunca había tenido tantas miradas encima». A lo que el mercader replicó distraído: «Casi nos pillan por tu culpa», y rápidamente cayó en la cuenta de que el caballo había hablado de nuevo. Molesto le reclamó por qué se había negado a hablar, pero el caballo no le dio importancia: «Vamos, no es para tanto. Si hubiera hablado, la gente me habría capturado, tú habrías perdido tu caballo y yo acabaría en la jaula de un circo. Vamos, no te enfades, mañana iremos a otra ciudad y de nuevo convocaremos al pueblo, si esa gente es más noble, les diré todo lo que quieran». Así lo hicieron. El mercader reunió de nuevo a toda la gente, les pidió unas monedas para que el caballo hablara; pero de nuevo, todo fue inútil, y antes de que los pobladores tuvieran tiempo de echarse sobre ellos, el mercader montó su caballo y se dio a la fuga. Apenas estuvieron a salvo, el caballo comenzó a hablar de nuevo: «Ya ves que te he dado suficientes riquezas sin tantas fatigas». Pero el mercader respondió apesadumbrado: «Todos piensan que soy un embustero». «Eso no es verdad—dijo el caballo—, tú mejor que nadie sabes que hablo y que sé hacer negocios. Si me hubieran visto hablar me habrían capturado para darme una vida miserable. Pero mientras esperaban que hablara todos me ponían atención y me miraban con sumo respeto».

Queridas amigas, queridos amigos, el relato de la curación de la suegra de Pedro se reviste de gran solemnidad. Un cortejo de testigos cualificados acompaña a Jesús que entra en la casa y solemnemente levanta a la pobre señora de su lecho febril. Pero aun con toda la elegancia del relato, algunos Maestros opinan que fue algo pequeño lo que hizo Jesús. Quitar una fiebre que podía derivar de un resfriado, no parece tan espectacular como resucitar a una niña muerta, devolver la vista a un ciego o hacer caminar a un paralítico. Con todo, el evangelio no le da menos importancia.
Dios ha querido transformar nuestras vidas por medio del evangelio. Y cambiar radicalmente la historia de hombres y mujeres verdaderamente necesitados del don de la conversión; pero eso no significa que Dios no se ocupe de las pequeñas luchas que libra cada uno de nosotros. Ninguna de nuestras luchas es demasiado pequeña como para que Dios no le dé ninguna importancia. Una fiebre es una reacción de tu cuerpo, que batalla para defenderte de algo que te hace mal. No sabemos contra qué luchaba la suegra de Pedro. Tal vez la lucha era solo contra sí misma. Lo cierto es que Jesús transformó su lucha en servicio.
La sed de reconocimiento hizo que el caballo del mercader abandonara su trabajo y empeño. Así también la suegra de Pedro necesitaba el reconocimiento de Jesús, que la levantara de su pequeña fiebre y la colocara en el servicio. Que nosotros podamos también reconocer y premiar el esfuerzo, la lucha y la entrega de los demás que Cristo ha levantado en la noble dignidad del servicio.

domingo, 24 de enero de 2021

"Et surrexit Ionas et abiit in Nineven iuxta verbum Domini"

Dominica III per annum

 

El corazón humano muchas veces tiende a adentrarse, a perderse y naufragar en lo más oscuro del mundo. Una fascinación por el extravío tira continuamente de él. El caso extremo en la Escritura es Jonás, el profeta del tedio. Como bien sabemos, el Señor dio a Jonás el encargo de predicar que la maldad de los ninivitas había subido hasta el cielo. La maldad lo inundaba todo. Pero Jonás no quiso ir a predicar. El corazón del profeta también parecía anegado por la misma maldad que llegaba al cielo. Así que decidió embarcarse y huir lejos de Dios. Tomó el primer bote que salía y se marchó en busca de la perdición.

De repente el mar se enfureció y las olas eran una amenaza de muerte porque Jonás huía del Señor. «Tómenme y arrójenme en el mar, y se calmará el mar que ahora está contra ustedes». Tomaron a Jonás y lo arrojaron en el mar y el mar, satisfecho, calmó su furia. Así que el profeta, que llevaba el encargo de predicar la Palabra divina, se fue al agua con todo y Palabra, y un monstruo marino se lo tragó.

Una antigua plegaria dice: «Atiende, Señor, mi oración como escuchaste a Jonás en el vientre del monstruo, escúchame, arráncame de la muerte y hazme vivir». Y es que, como dice San Agustín: «Jonás ha gritado desde las profundidades, desde el vientre del monstruo marino. Estaba sobre las olas y, por si esto fuera poco, en las entrañas de una bestia. Pero ni el cuerpo de la bestia ni las olas pudieron impedir que su oración llegara a Dios y el vientre del animal no pudo retener la voz de su plegaria […] Nosotros debemos entender también desde qué profundidad clamamos a Dios. Quien ha comprendido que está en las profundidades, quien se reconoce hundido en el abismo grita, gime, suspira, hasta que es sacado de allí y llega el Señor que descansa sobre todos los abismos, por encima de los querubines, por encima de todo lo que él mismo ha creado».


En efecto, la Escritura dice que cuando Jonás estuvo dentro del cetáceo se puso a cantar un himno a Dios, un himno inspirado por la Palabra de la vida, que brillaba como lámpara en la oscuridad. Es que la Palabra no dejaba de punzar en el corazón del profeta como diciéndole. «Vamos, predícame, para eso estoy contigo». La Palabra se transformó en canto y el cetáceo no soportó el cosquilleo de esta oración que brotó desde lo profundo del oscuro corazón de Jonás y se elevaba al cielo. Fue devuelto entonces a la tierra de los vivos. 

De todo esto aprendemos que por muy mal que vaya el mundo, Dios siempre mantiene su Palabra creadora en la fidelidad al mundo. Precisamente porque fue creado por la Palabra divina, el mundo nunca es abandonado por Dios, pues la Palabra de vida conoce y sondea todas sus profundidades y miserias, buscando el corazón humano.

Por eso el descenso de Jonás a las profundidades de las aguas es también figura de Cristo, Palabra eterna del Padre, que ha descendido hasta la muerte buscando al corazón humano en su extravío. Él ha bajado, a través de las olas del sufrimiento, a las entrañas de la muerte, y después de permanecer en el sepulcro tres días, fue devuelto a la tierra de los vivos. Porque Cristo, «en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Aquel que podía librarlo de la muerte, y fue atendido por su piedad; aun siendo Hijo, aprendió sufriendo a obedecer, y hecho perfecto se hizo causa de salvación para todos los que le obedecen».

En este domingo que el Papa Francisco ha llamado domingo de la Palabra de Dios, dejemos que la Palabra que Dios nos susurra en el oído del corazón se transforme en canto y alcance a quienes necesitan su luz y su esperanza. Así, por las redes de la predicación evangélica seremos pescadores de hombres.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

"La santidad está en quien menos te imaginas"

 In novendiale Domni Hyeronimi Guillén ON

 

«La santidad está en quien menos te imaginas». Cuando era estudiante, uno de nuestros más brillantes profesores solía afirmar: «No entiendo cómo es posible ser célibe sin tener al menos una cincuentena de amistades estelares». Se refería a la amistad con los santos. En el camino, entonces, he cultivado una gran amistad con algunos santos y maestros espirituales. Pero «la santidad está en quien menos te imaginas». Últimamente, agobiado por las preocupaciones de nuestro difícil camino, descubrí que, junto a mí,  caminaba el beato Carlo Acutis. En mis noches de inquietud y preocupación hablé con él. Y me hizo ver grandes cosas. Un pequeño sanando de una dura enfermedad, un joven devuelto a la vida después de un accidente tremendo, muchas vidas protegidas con amor por su intercesión. De Carlo, un jovencito que vivió apenas quince años, aprendí que una vida no necesita ser grande para ser grande.

Venimos a la vida, y somos ya pequeños ancianitos. Tenemos todas las arrugas necesarias para interpelar a la vida. Nuestros ojos todavía no ven la luz y ya están listos para ella. Aún no tenemos sentido del humor pero sonreímos ya a la vida. No sabemos contar, pero somos ya rítmicos porque el corazón materno nos entrena. No sabemos caminar pero nuestros pies están ya listos para la gran andanza. Nuestras manos aún no han tejido memorias pero ya saben aferrar los hilos de la vida. Nadie nace sin estar listo para la vida. y lo mismo sucede con el misterio de la muerte.

La muerte es un nacimiento. Y cuando sucede, estamos listos para la luz risueña aunque nuestro paso esté rodeado de muchas tinieblas. Poco sabemos de la eternidad y de su armonía; pero las corazonadas de aquí, movidas por la caridad, nos habrán entrenado para bailar en ella. Venimos a esta vida aferrando y quedándonos siempre sin nada. Pero en el nacimiento de nuestra muerte no soltamos ese saco enorme que llamamos corazón. Allí llevamos todo nuestro equipaje y nuestro camino, el pueblo entero de nuestras andanzas. Nadie nace para la eternidad sin estar listo para ella. 

Todos sabemos que en este mundo de causas y efectos, los efectos siguen a la causa. Per también muchas veces he pensado que en las cosas de nuestra salvación hay efectos que se anticipan a la causa. El más luminoso ejemplo es María, la Madre de Dios, la incontaminada. Su concepción inmaculada es un fruto de la cruz. Un pálido reflejo del amor divino que engendra en una concepción inmaculada al Verbo eterno. La Madre, que con su sangre purísima dio carne al Hijo de Dios, es el primer fruto de la sangre de Cristo, derramada en la cruz. Y lo mismo sucede con la Eucaristía. Antes de que el Santísimo Cuerpo sea entregado, antes de que la Preciosa Sangre sea derramada en el altar de la cruz, «qui pridie quam pateretur», la víspera de su pasión se entrega en las manos de la Iglesia. En Getsemaní, el Señor se adelanta a todo. En el huerto de los olivos santifica con su oración, su angustia y su sangre, el óleo con que habría de ser consagrada la fe, la caridad y la esperanza de los miembros de su cuerpo, y también su dolor. En esa noche santa, el Señor pensó también en cada uno de los miembros de su cuerpo sacerdotal y nos amó. En esa noche amarga, el Señor fue confortado, y el aceite de su gozo es el crisma que unge a los cristianos. Pero es también el óleo que unge nuestras manos sacerdotales con un sagrado honor que ni la muerte nos puede arrebatar. Porque el Espíritu nos ha elegido para este gozo suyo y para este sacro orgullo nuestro. El día de nuestra ordenación sacerdotal, es el más grande de nuestras vidas. Para ese día nacimos. Ese día es la causa de todo y lo explica todo.


Los días de enfermedad del Padre Jerónimo fueron muy angustiantes para nosotros. También para él, lo sabemos. En todas nuestras oraciones lo recordamos, esperando un milagro. La mañana del 30 de noviembre, uno de sus compañeros, el Padre Cristian, me recordó que era el aniversario de su ordenación. Y por la tarde celebramos la eucaristía. Entonces supimos que el Padre Jerónimo había partido en la misma hora en que Cristo había sellado sus manos con su alianza eterna. Pensando en tantas grandes cosas que el beato Carlo Acutis me enseñó a ver, pienso que ése era el milagro que esperábamos. A Dios le basta una nada, del tamaño de un sí y escogió este sí, para su gozo. «La santidad está en quien menos te imaginas», decía el Padre Jerónimo. Nosotros pensamos que tenemos todo para decir: «Éste es santo y aquél no». Pero al final nuestras vidas no son sino lo que Dios dice de ellas. Lo que Dios diga. Y eso nos basta. A él le basta una nada del tamaño de un sí, y entonces «la santidad está en quien menos te imaginas».