jueves, 14 de septiembre de 2023

«Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus»

In exaltatione Sanctæ Crucis DN Jesu Christi

 

Cuenta un Maestro que un día, una santa princesa cristiana cuidaba de un leproso y le consolaba con tierna piedad. Y viéndose el enfermo así tratado, se deshacía en lágrimas y entre sollozos se quejaba: «Mi hermano, mi hermana, mi madre me han abandonado. Estoy solo, entregado a mi miseria, y he aquí que la hija de un rey se abaja hasta mí. Cómo quisiera, oh princesa, besar tus manos reales, si mis labios no causaran tanto horror». 

Pero la noble princesa respondió: «Es a mí es a quien corresponde ese oficio». Y descubriendo rápidamente las llagas del leproso puso sobre ellas sus labios virginales. Una de las damas que la acompañaba, asustada por la fuerza de tanta virtud exclamó: «Princesa, ¿qué haces?» Pero la santa princesa con majestuosa nobleza respondió: «Después de que mi Señor Jesucristo pasó por leproso, para mi corazón no hay humillación sobre la tierra».

Es que cuando el Señor fue levantado sobre la tierra, atrajo a todos a su abandono. Hizo entonces de la cruz una escalera para que el hombre pudiera descender de la soberbia de su pecado y pudiera comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» de
su amor.

Así, el Señor, al abajarse por amor nuestro, exaltó hasta lo más sublime el desprendimiento y la abnegación de sus discípulos. Los discípulos perfectos tomaron la cruz de cada día y siguieron al Señor en la humildad de su descenso. En las adversidades e injurias cumplieron con paciencia el precepto del Señor: a quien les golpeaba una mejilla, le ofrecieron la otra; a quien les quitaba la túnica le dejaron también el manto, y obligados a andar una milla, recorrieron dos, animados por la prisa de llegar a la gloria, y se colocaron sobre el altar de Jesús para consumar con él un mismo sacrificio.

Con toda verdad un Maestro enseña que «el mundo entero no es más que un inmenso sacrificio. Desde el humilde liquen que el sol deseca, hasta la fuerte encina que troncha la tempestad, todo gime bajo esta ley. No existe desierto bastante grande, ni mar tan profundo que exima de ella a sus moradores. El cielo mismo, donde jamás penetra el dolor, no es otra cosa que un altar sublime, donde los bienaventurados se consumen delante de Dios en perpetuo holocausto, entre las llamas de un amor inefable».

Y solo aprendemos este misterio guiados por el Divino Maestro, que en la cátedra de la cruz nos enseñó cuál es el camino para bajar de la soberbia de nuestros pecados y para elevarnos a las más altas cumbres de la ciencia del amor. A eso se refiere San Benito en su Regla cuando nos explica: «Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, tenemos que ascender con nuestras obras la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube».

La misteriosa exaltación de la cruz celebra pues la gloria de la humildad y del sacrificio que el Sagrado Vidente contempló y por eso escribió que había visto en medio del trono «un Cordero que estaba de pie y degollado». Pues ¿qué otro trono misterioso podría contemplar el Apóstol sino la cruz, en la que el Cordero que borra los pecados del mundo está de pie y al mismo tiempo degollado? La cruz es también el trono de su eterna gloria en el que Nuestro Señor quiso aparecer soberano y de pie, y al mismo tiempo tan humilde como un manso cordero que se ha dejado llevar al matadero para la vida de todos.

San Benito estableció en su Santa Regla que «desde el catorce de septiembre hasta el principio de Cuaresma, coman siempre los hermanos a la hora nona». Juzgaba así, el Santo Patriarca que desde que la Santa Cruz ha sido exaltada, la hora nona es la hora más prudente para nutrirnos de la humildad del Cordero y de reanimarnos para seguirlo a la gloria. Porque, como enseña un Maestro, «el celo de los Apóstoles, la fortaleza de los mártires, la constancia de los confesores, la pureza de las vírgenes, se nutren y alimentan de la sangre de Jesús».

Tú, Señor, glorioso y humilde, muestras a todos tu clemencia. Tú que en Nazaret, antes de manifestarte a los hombres por tres años, viviste tres décadas de vida oculta, orando y trabajando en silencio, consumiendo en el dolor tu amor obedientísimo a la voluntad del Padre. Tú nos has llamado al humilde trabajo de cargar cada día la cruz contigo. En nuestro camino al coro, al refectorio, en las lecturas santas de cada día, en el trabajo manual cotidiano, cargamos contigo la cruz. Así, contigo bajo el peso de la cruz, nos libras de ser paja que el viento del vicio arrebata. 

Tú Señor, nos llamas no sólo a cargar tu cruz cada día. Has querido atraernos hacia ti también en tu exaltación. Y para sostener nuestra flaqueza has puesto en ti y en tu cruz los misteriosos clavos y la lanza. En el clavo de tus pies nos muestras tu heroica firmeza en el abandono, tu profunda obediencia a la voluntad del Padre. Y nosotros aprendemos que la cruz es nuestra tierra prometida. En ella, estables en la obediencia, echamos raíces y fructificamos para tu reino. Ya desde el pesebre, ya en los tiernos brazos de María, tus manos diminutas rebosaron maravillas. Toda la clemencia del cielo cupo en tus manos que bendijeron y sanaron a todos. Y al consumar tu sacrificio, tus benditas manos vacías de todo poder mundano y de las vanas riquezas, se llenaron con los clavos de tu desapego y de tu preciosa pobreza. Así aprendemos que la cruz es nuestro poder y nuestro tesoro, donde ha de estar nuestro corazón. «Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus». Abrimos por eso nuestras manos con los clavos de tus manos para no aferrar nada que no sea tu cruz y el don de tu gran misericordia. Tú Señor, desde tu encarnación y en tu nacimiento, en el pesebre, con cada latido, con cada respiro, embriagaste el corazón del Padre con una armonía aun más perfecta que las sublimes armonías celestiales. Y ya desde entonces, tu pecho y tu pequeño corazón eran el sagrario de los más excelsos misterios y la morada de la más pura caridad. «Señor, tú lo sabes todo». Sabes bien que no soy digno de reclinarme sobre tu pecho y escuchar los misteriosos arcanos de tus designios divinos. Abre el sagrario de tu perdón, y acoge la voz de mi corazón que junto con la del ladrón se levanta en lo secreto de tu sacrificio y te dice: «Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum». Permíteme, en la noche y la duda del alma, mientras duermes el misterioso sueño de tu gran paciencia y compasión, tocar a tu puerta, para recibir no la dura piedra de tu ley, sino los panes de tu misericordia, de tu indulgencia y tu perdón. Porque es de noche, pero tú eres mi amigo. Tú, que al ser atravesado por la lanza nos diste la llave del sagrario más excelso, tú nos muestras que la lanza es misteriosamente también la voz del corazón arrepentido que en lo secreto desciende de la arrogancia del pecado para elevarse hasta tu costado e implorar que abras para nosotros la puerta de tu misericordia, «Nobis quoque peccatoribus», confesando que somos pecadores y que tú has pagado con tu cruz lo que justamente merecemos por nuestra acciones, tú benefactor de todos, que ningún mal has hecho. Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa exaltación. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

martes, 15 de agosto de 2023

«Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ»

La Escritura nos enseña que Dios habita una luz inaccesible. Y es que en el principio, cuando dijo Dios: «Que exista la luz», fue creada la luz espiritual, que es la creatura angélica. Los ángeles participan de la eternidad de Dios, y desde que fueron creados se adhieren a la beatitud de Dios con el afecto de una dulce y bienamada contemplación. Su único deleite es Dios, y gozan de su misterio con perseverantísima pureza. A esto se refiere el salmista cuando dice: «Dios mío, qué grande eres. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto». Es que Dios inhabita eternamente con la luz de su felicidad la ciudad santa que son los ángeles. Ellos contemplan las delicias de Dios sin el hambre del que busca el pan entre las piedras. Y nosotros, que peregrinamos bajo la inclemencia de los tiempos, nuestra alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Las lágrimas son nuestro pan, mientras buscamos a Dios y anhelamos habitar en esa casa sagrada en que los ángeles, como una tierna madre, nos harán gustar el cálido afecto y la dulzura de las delicias de Dios. Los ángeles son la casa de Dios, su ciudad santa. Cada uno es un castillo de interioridad, una torre elevada para alcanzar misterios, una muralla sólida, una fortaleza. Con toda verdad el salmista canta: «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ», «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Tú, Señor, muchas veces me has enviado tu ángel, que como desde una torre altísima me ha hecho vislumbrar desde lejos tus sagrados misterios. Porque mandas tus ángeles para que nos guarden en tus caminos y como con alas invisibles protejan tu obra en nosotros, abriéndonos las ventanas de tu ciudad santa para llenar los ojos del alma con la claridad de la esperanza. «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria».

Tú, Señor, me has permitido ver la luz de este mundo portentoso. Desde niño iluminaste y protegiste mi vida con el amor seguro de una pequeña familia creyente y fiel. Mis padres me guiaron por las vías de la fe. Y alegraste mi mirada con el plumaje de tus pájaros, los juegos de tus peces, la belleza de tus flores, la suavidad de tus creaturas. La cuidadosa mirada de mi madre me enseñó a ver todas estas cosas. Tú, Señor, has hecho resonar por todo el orbe de la tierra la voz de tu melodía que canta: «Ecce quam bonum et quam iucudum habitare fratres in unum», «Vean qué bueno y qué alegre que habiten los hermanos unidos». Con toda verdad enseña el bendito Agustín que pronunciaste esta voz tuya y «se animaron los hermanos que querían vivir unidos. Este verso fue trompeta para ellos». Así creaste los monasterios como tu casa y ciudad santa, fortificada por la bondad y la alegría de permanecer en la unidad. Tú, Señor, también me hiciste oír tu voz. Y, cuando era apenas un muchacho y no sabía hablar, mis padres me condujeron para habitar en tu casa—tú, Señor, que nunca olvidas a nadie, no te olvides de sus lágrimas y de sus manos vacías cuando volvían a casa—. Ya entonces «amé, Señor, la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Guardé en mi memoria tu alabanza para que tú, Señor, no olvides mis plegarias. Amé tu sagrado servicio y la solemne belleza de tu santa liturgia. «Memento mei, Deus meus, pro hoc». La suavidad de tu yugo me dio hermanos y una regla de vida según el espíritu de san Benito. A ti te confiesa mi alma, más con lágrimas que con letras y voces. Yo fui tu amigo, tu confidente, tu profeta. Adornaste mi mente y mi palabra con el sagrado carisma de enseñar, y me concediste un lugar entre los que narran la gloria de tu Verdad. Tú, Señor, que con el fuego de la caridad haces de muchas almas una sola, en tu magnanimidad has iluminado mi mente con la claridad de tantos maestros y maestras, y has llenado mi corazón con el afecto de amigos y amigas, peregrinos de la misma aventura de la vida, del amor y de la fe. Guárdalos siempre en el temor de tu nombre y líbralos con la ternura de tu bondad.

Cuando descendiste, Señor, por el misterio de tu encarnación y de tu nacimiento, hiciste de María Virgen tu ciudad santa, construida en lo alto del monte de los ángeles. Porque la altura espiritual de la Soberana irreprensible no conoce la bajeza del pecado. Ella no mereció el dolor porque en ella jamás hubo mancha de pecado. Sin embargo, ella es una torre de fino y alargado marfil y también una hermosa torre con los escudos de mil héroes. Así nos muestra la Sapientísima Maestra que la altura del blanco dolor es la misma que la altura de la gloria del heroico amor puro. En cuántas noches oscuras, la lámpara encendida de la Virgen prudentísima ha brillado como una ciudad construida en lo alto del monte del dolor y del amor, para llenar mis ojos de consuelo y esperanza. 

Tú, Señor, con tus trabajos y tus fatigas, con tu predicación y tus largas horas de camino, y toda tu vida entregada a la salvación de los pecadores, sembraste tu palabra en el campo del mundo y plantaste la viña de tu reino. Pusiste en mis manos por el don del sacerdocio el pan de tu cuerpo y el vino de tu verdadera sangre. Admite a la mesa de tu reino a todos los que has alimentado con tu gracia por mis manos.

Tú has dicho que «las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos», pero tú no tienes donde reclinar la cabeza. En tu agonía y tu pasión, en medio de tus crueles angustias y tu desamparo, abandonado en todo a la voluntad del Padre, hiciste de la cruz tu última morada terrena y anidaste en ella rodeado de las espinas de nuestras maldades. En el nido de nuestra crueldad reclinaste tu santa cabeza para entregar, con tu muerte, el Espíritu que da vida, e hiciste brotar del umbral abierto de tu sagrado corazón, la sangre de tu gran misericordia y el agua viva de tu perdón. «Tú lo sabes todo». Sabes que no soy digno de habitar en tu ciudad santa, en la luz inaccesible de miríadas de ángeles, en la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo. Ábreme, pues compasivo el umbral de tu sagrado corazón, en el que acogiste el llanto de Pedro arrepentido, en el que absolviste a los pecadores que llamaste para que te siguieran. Porque también yo amo, Señor, la belleza de ésa tu casa, donde también reside escondida tu gloria, la gloria de tu misericordia y de tu perdón. «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ». Dame la humildad y la paciencia, el don de perseverar en el umbral de tu compasión, porque es de noche y eres mi amigo, y toda mi esperanza no está sino en la grandeza de tu misericordia. Concede, pues, benigno que podamos encontrarnos un día todos juntos, forasteros bienaventurados, amparados en tu casa, en el claustro de tu perdón, y bendecidos por la voz del divino amor que nos dice: «Hodie mecum eris in Paradiso», «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con la gloria de la asunción de la prudentísima e incontaminada Virgen Madre, reina de tu casa. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.



jueves, 6 de abril de 2023

«Erat autem nox»

 Missa vespertina in cœna Domini

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Dice la Escritura que en el día tercero dijo Dios: «“Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, según su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra”. Y así fue. La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, según sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, según sus especies; y vio Dios que estaban bien». En el cuarto día, en cambio, dice la Escritura que Dios puso las luminarias del cielo, el sol y la luna y las estrellas. Cuando hubo concluido su obra, dio Dios a los seres humanos toda hierba que produce semilla sobre la faz de la tierra y todo árbol que produce fruto con semilla para que fuera su alimento. Y a todos los animales les dio la hierba verde como alimento. Dios había dispuesto que los seres vivientes no se nutrieran del dolor y por eso les dio la hierba y los frutos como alimento. El pecado, sin embargo, hizo que el hombre con fatiga consiguiera el alimento, entre abrojos y espinas, y con sudor en el rostro. Y la creación entera comenzó a nutrirse con agonía y dolor por culpa del hombre que la sometió. 

Fíjate bien, en esta noche bendita, Cristo el Señor, antes de rasgar el velo de su sagrada humanidad en los abrojos y espinas de su Pasión, antes de abandonarse a sus fatigas y sangrientos sudores, ha querido dejarnos como memorial un alimento que nos nutre y que recibimos sin fatiga alguna. Con razón escribe San Alfonso: «Para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él. Pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar». No se nos pide para recibirlo otra fatiga que la de la fe y de la caridad. Pero no por ello tengas en baja estima tan grande sacramento. Un Maestro dice que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más grabadas en la memoria y son las más apreciadas. De ahí que los amigos, al morir, acostumbren dejar a las personas queridas en vida un don cualquiera, un vestido, un anillo, en prenda de su afecto. Pero el Señor no ha dejado un vestido ni alguna otra prenda, sino que nos ha dejado su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad, sin reservarse nada.

En verdad, un Maestro de nuestra Orden enseña que «Todos los misterios de Cristo son esencialmente misterios de fe, tanto que sin ella no podríamos ni aceptar ni contemplar ninguno de ellos. Sin embargo, en cada uno de esos misterios es distinto el grado de luz que alumbra nuestra fe. 

En Belén, por ejemplo, sólo vemos un niñito reclinado en un pesebre, y, sin la fe, no reconoceríamos en él al Hijo de Dios, dueño y soberano de todas las criaturas. Pero oímos las armonías de los ángeles que celebran en coro la venida de este Salvador a la tierra, y vemos una estrella maravillosa que conduce a sus pies a los reyes de Oriente.

De igual modo, en el Tabor, en el misterio de la transfiguración, la fe se halla poderosamente ayudada, pues hiere a la vista la gloria de la divinidad que penetra hasta su misma humanidad; y los discípulos caen al suelo llenos de espanto. 

Por lo contrario, al morir Cristo sobre la cruz como el más vil de los mortales, en medio de los tormentos, se halla velada la divinidad, aunque por su parte, proclama el centurión que verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios, y la naturaleza misma, con bruscos temblores, rinde solemne homenaje a su Creador que muere.

En la resurrección, vemos a Jesús todo radiante de gloria, pero que al mismo tiempo se aparece a sus apóstoles y les prueba cómo es él mismo, Dios y hombre a la vez; y se deja tocar, y come con ellos, y les muestra las cicatrices de sus llagas, para manifestarles que no es sólo un espíritu, sino el mismo Jesús con quien vivieron durante tres años».

En su providencia admirable, Dios ha dispuesto que en cada misterio de Cristo haya bastantes sombras y bastante oscuridad para que nuestra fe resulte meritoria. Pero nunca ha dejado de proporcionar a nuestras mentes y a nuestros corazones, una luz intensa sobrenatural que nos ayuda, y gracias a la cual, en todos estos misterios vemos que se manifiesta la inefable unión de la divinidad con la humanidad.

Pero el misterio de la Eucaristía no es así. Con razón enseña la doctísima Hildegarda que la ofrenda se convierte verdaderamente en la carne y la sangre del Señor, pero a los ojos de los hombres parece pan y vino: «porque tan tierna es la fragilidad humana, que le espantaría recibir carne y sangre crudas». Porque él ha tenido la cortesía de darte carne y sangre verdaderas en la tierna bondad del pan y del vino. El Sacramento de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro, pues incluso en la cruz se ocultaba la divinidad del Señor pero permanecía muy visible su humanidad. En la Eucaristía, en cambio, laten ocultas ambas la divinidad y la humanidad del Señor. Esto lo anuncia misteriosamente la Escritura cuando dice que Dios creó primero las hierbas que producen semilla y los árboles que dan fruto y semilla y luego puso las lumbreras del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Así proclamaba la creación entera, para nutrir la fe, que el alimento que da la vida eterna se escondería totalmente en las tinieblas del humilde fruto de la tierra y de la vid. El Dios que al principio del mundo hizo germinar el alimento de todos los vivientes antes de poner las luminarias del cielo, eligió las tinieblas del mundo, la noche de nuestro abandono, «erat autem nox», para hacer germinar el cereal que nutre nuestra infancia espiritual y nos da vida eterna. En las tinieblas de su hora él hizo fructificar la vid y sangró las uvas de sus dolores para llenar con vino nuevo los odres nuevos de la vida resucitada.

El misterio de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro para hacer brillar con mayor mérito las lumbreras celestiales de la fe, la esperanza y la caridad. Por eso nuestra fe ha de ver con amor la Eucaristía, sabiendo que, en el Sacramento, el Padre sigue contemplando a su Hijo amado y poniendo en él y en cada uno de sus misterios todas sus complacencias. El Señor a quien nosotros recibimos en la Eucaristía «es el mismo que nació de María Virgen, el que vivió en Nazaret y predicó a los judíos de Palestina. Es el buen samaritano, el que curó a los enfermos. El que liberó a Magdalena de las redes del demonio y el que resucitó a Lázaro; es el que, cansado, dormía en la barquichuela, el que agonizaba en el huerto, abrumado de mortal angustia; el que fue crucificado en el Calvario, es el glorioso resucitado del sepulcro, y el misterioso peregrino de Emaús, el que se hace reconocer en la fracción del pan y el que subió a los cielos sentándose a la diestra del Padre; es, en fin, el pontífice eterno, siempre vivo que intercede por nosotros sin cesar. El Padre ve en él, al mismo que vivió por nosotros, en la tierra durante treinta y tres años; el Padre ve en él todos los misterios de su vida mortal, y las satisfacciones y los méritos que manaron de estos mismos misterios; ve la gloria que este Hijo le dio viviendo cada uno de ellos. En cada uno de ellos también ve siempre al mismo Hijo de sus complacencias». Que él mismo se acuerde de nosotros y nos haga dignos de llegar un día al gozo eterno del banquete de su reino.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

«La santidad está en quien menos te imaginas»

 In novendiale Domni Hyeronimi Guillén ON

 

«La santidad está en quien menos te imaginas». Cuando era estudiante, uno de nuestros más brillantes profesores solía afirmar: «No entiendo cómo es posible ser célibe sin tener al menos una cincuentena de amistades estelares». Se refería a la amistad con los santos. En el camino, entonces, he cultivado una gran amistad con algunos santos y maestros espirituales. Pero «la santidad está en quien menos te imaginas». Últimamente, agobiado por las preocupaciones de nuestro difícil camino, descubrí que, junto a mí,  caminaba el beato Carlo Acutis. En mis noches de inquietud y preocupación hablé con él. Y me hizo ver grandes cosas. Un pequeño sanando de una dura enfermedad, un joven devuelto a la vida después de un accidente tremendo, muchas vidas protegidas con amor por su intercesión. De Carlo, un jovencito que vivió apenas quince años, aprendí que una vida no necesita ser grande para ser grande.

Venimos a la vida, y somos ya pequeños ancianitos. Tenemos todas las arrugas necesarias para interpelar a la vida. Nuestros ojos todavía no ven la luz y ya están listos para ella. Aún no tenemos sentido del humor pero sonreímos ya a la vida. No sabemos contar, pero somos ya rítmicos porque el corazón materno nos entrena. No sabemos caminar pero nuestros pies están ya listos para la gran andanza. Nuestras manos aún no han tejido memorias pero ya saben aferrar los hilos de la vida. Nadie nace sin estar listo para la vida. y lo mismo sucede con el misterio de la muerte.

La muerte es un nacimiento. Y cuando sucede, estamos listos para la luz risueña aunque nuestro paso esté rodeado de muchas tinieblas. Poco sabemos de la eternidad y de su armonía; pero las corazonadas de aquí, movidas por la caridad, nos habrán entrenado para bailar en ella. Venimos a esta vida aferrando y quedándonos siempre sin nada. Pero en el nacimiento de nuestra muerte no soltamos ese saco enorme que llamamos corazón. Allí llevamos todo nuestro equipaje y nuestro camino, el pueblo entero de nuestras andanzas. Nadie nace para la eternidad sin estar listo para ella. 

Todos sabemos que en este mundo de causas y efectos, los efectos siguen a la causa. Per también muchas veces he pensado que en las cosas de nuestra salvación hay efectos que se anticipan a la causa. El más luminoso ejemplo es María, la Madre de Dios, la incontaminada. Su concepción inmaculada es un fruto de la cruz. Un pálido reflejo del amor divino que engendra en una concepción inmaculada al Verbo eterno. La Madre, que con su sangre purísima dio carne al Hijo de Dios, es el primer fruto de la sangre de Cristo, derramada en la cruz. Y lo mismo sucede con la Eucaristía. Antes de que el Santísimo Cuerpo sea entregado, antes de que la Preciosa Sangre sea derramada en el altar de la cruz, «qui pridie quam pateretur», la víspera de su pasión se entrega en las manos de la Iglesia. En Getsemaní, el Señor se adelanta a todo. En el huerto de los olivos santifica con su oración, su angustia y su sangre, el óleo con que habría de ser consagrada la fe, la caridad y la esperanza de los miembros de su cuerpo, y también su dolor. En esa noche santa, el Señor pensó también en cada uno de los miembros de su cuerpo sacerdotal y nos amó. En esa noche amarga, el Señor fue confortado, y el aceite de su gozo es el crisma que unge a los cristianos. Pero es también el óleo que unge nuestras manos sacerdotales con un sagrado honor que ni la muerte nos puede arrebatar. Porque el Espíritu nos ha elegido para este gozo suyo y para este sacro orgullo nuestro. El día de nuestra ordenación sacerdotal, es el más grande de nuestras vidas. Para ese día nacimos. Ese día es la causa de todo y lo explica todo.


Los días de enfermedad del Padre Jerónimo fueron muy angustiantes para nosotros. También para él, lo sabemos. En todas nuestras oraciones lo recordamos, esperando un milagro. La mañana del 30 de noviembre, uno de sus compañeros, el Padre Cristian, me recordó que era el aniversario de su ordenación. Y por la tarde celebramos la eucaristía. Entonces supimos que el Padre Jerónimo había partido en la misma hora en que Cristo había sellado sus manos con su alianza eterna. Pensando en tantas grandes cosas que el beato Carlo Acutis me enseñó a ver, pienso que ése era el milagro que esperábamos. A Dios le basta una nada, del tamaño de un sí y escogió este sí, para su gozo. «La santidad está en quien menos te imaginas», decía el Padre Jerónimo. Nosotros pensamos que tenemos todo para decir: «Éste es santo y aquél no». Pero al final nuestras vidas no son sino lo que Dios dice de ellas. Lo que Dios diga. Y eso nos basta. A él le basta una nada del tamaño de un sí, y entonces «la santidad está en quien menos te imaginas».

sábado, 10 de octubre de 2020

"La conversione non è altro che lo spostare lo sguardo dal basso verso l’Alto, basta un semplice movimento degli occhi"


Hay tiempos en que el mundo atraviesa noches muy oscuras. Y en esas noches la luz de los santos brilla con nitidez, como diamantes sobre terciopelo negro. Así fue el tiempo de Teresa de Jesús. Un tiempo en el que santos como ella, como Juan de la Cruz, el Maestro San Juan de Ávila, San Juan de Dios y tantos hombres y mujeres espirituales iluminaron las tinieblas de sus noches. Nuestro tiempo, en cambio, no conoce noches verdaderamente oscuras. En nuestras noches pobladas de faros, de alumbrados públicos, de anuncios espectaculares, de asistentes de luz de carretera, no conocemos más la noche oscura, ni el silencio verdadero, ni la oscuridad de ningún camino. Aun así los santos siguen brillando en nuestro tiempo. Es que a menudo Dios los manda a visitar el mundo para llenarnos de esperanza. 

Hace unos días, nuestra Madre la Iglesia agregó al canon de los bienaventurados al venerable siervo de Dios Carlo Acutis. Carlo fue un jovencito que vivió apenas quince años. Y con esos pocos años demostró qué tan poco basta para ser amigo de Dios y preparar la eternidad con él. También el Padre Dom Christian de Chergé solía decir: «Dios tiene mil años para hacer un día: ¡yo tengo sólo un día para hacerlo eterno, y es hoy!»

La fe de Carlo era limpia y graciosa, como suele ser la fe de los pequeños. Ya completa, y sin embargo todavía pequeña. A esa edad la fe es como la risa o como las manos: ya definitivas, y necesitadas de tan poco para estar colmadas. Hay frases de Carlo que me maravillan por su pureza: «La única mujer de mi vida es la Virgen María»; «la Eucaristía es mi autopista al cielo»; y todavía más incisiva: «la felicidad es mirar a Dios, la tristeza es mirarnos a nosotros mismos».

Como benedictinas y benedictinos, creo que desde muy jóvenes aprendemos que la comunidad ha de ser nuestra gran pasión en la vida. Hay que dar todo y dejar todo por ella. Era novicio cuando leí las palabras de Dom Christian: «Este monasterio es como la novia de mi elección, más imperfecta que mi sueño, pero única en su realidad». Sus palabras daban la vuelta al mundo y en mi cabeza en esos años, palabras selladas fielmente con la sangre de su martirio. Para una verdadera benedictina, para un verdadero benedictino, la comunidad es nuestra pasión. Estamos llamados incluso a despertar de nuestros sueños y abrir nuestros ojos a su realidad única, a veces inmadura, a veces envejecida y neurótica, a veces marchita, y seguir cuidando de ella con toda el alma, como del amor de tu vida. Cuando leí por primera vez las palabras de Carlo: «La única mujer de mi vida es la Virgen María», me vinieron también a la mente las palabras de Pedro Casaldáliga: «Al final del camino, cuando se me pregunte: “¿has vivido, has amado?”, abriré el corazón y estará lleno de hombres». Y comprendí que el camino de Carlo era un camino muy diferente del nuestro. La Eucaristía fue su autopista al cielo. Pero nosotros vamos enfrascados en el tráfico de las horas pico. Y a veces recorremos el evangelio «puebleando», como decimos en provincia. Moisés mismo habría sido un fracasado si hubiera puesto una agencia de viajes. Su largo camino por el desierto apenas le permitió gustar el maná, lejano aroma del pan del cielo que cada día alimentaría al mundo. Tomó tanto tiempo llegar a la mesa prometida. Y si Cristo se identifica con quienes han de nacer es precisamente por la larga espera que significó su venida al mundo. La humanidad recorrió tantos caminos antes de encontrarlo. Y eso bien lo sabía Carlo: «Somos más afortunados que los Apóstoles que vivieron con Jesús hace dos mil años. Para encontrarnos con él basta que entremos en la Iglesia».

Pero los santos nunca son un fracaso. Nunca están de más. Incluso aunque sus ideas y mociones no correspondan con la experiencia inmediata de nuestro tiempo. Aun entre las muchas luces mundanas, brillan. Algunos de ellos, como Francisco de Asís o el mismo Carlo Acutis, son hombres no de su tiempo sino del mañana. Vienen de un siglo futuro para llenarnos de esperanza y hacernos anhelar el evangelio ya cumplido.

Pienso que ahora Carlo, desde el cielo, recorre muchos caminos, trayendo sanación y esperanza a un mundo doliente, embotellado, embotado. Pienso que Carlo ahora llena su corazón apasionado de tantas amistades espirituales. Pienso que Cristo ha hecho de él un pescador de hombres con redes sociales. Y pienso que Carlo ha hundido su mirada en la mirada del Padre y nos mira como Dios nos ve, sin tristeza y con entrañable amor.

Mientras tanto, a manera de oración, caminemos con las palabras del Padre Casaldáliga: «Es tarde, pero es nuestra hora. Es tarde, pero es todo el tiempo que tenemos a mano para hacer el futuro. Es tarde, pero aún es madrugada si insistimos un poco».



domingo, 6 de septiembre de 2020

"Si te audierit, lucratus es fratrem tuum"

Dominica XXIII per annum


Hace unas noches entró en mi celda un grillo. Curiosamente su presencia me resultó ingrata desde el principio, a pesar de haber dormido en el pasado muchas noches con música de grillos. Recordé la historia de un sabio que coleccionaba libros. Tenía volúmenes muy hermosos y hermosuras voluminosas en una gran biblioteca. Libros de cantos dorados y tapas cubiertas de tersa piel. Libros de delicadas páginas y preciosos grabados. Lo único malo era que nuestro sabio tenía muchos de esos libros sólo en su mente. Y los libros son más útiles cuando están en el corazón y en las manos. 

Un buen día, comenzaba el invierno, y un pequeño grillo daba brinquitos por el jardín. Había una ventana abierta en la casa de nuestro sabio y por allí entró. Llegó a la cocina y los aromas lo fascinaron. Mordió una manzana, pasó junto a una cebolla y mejor pasó de largo. Pero el grillito buscaba algo más cómodo para pasar el invierno. Subió la escalera a grandes saltos y descubrió la gran biblioteca de suaves alfombras. Se acurrucó y tomó allí una larga siesta.

Esa tarde, el sabio se disponía a disfrutar largas horas de lectura. Llevó una gran taza de té caliente y su pipa encendida; se puso sus pantuflas y su pijama, y se acomodó en su sillón dispuesto a que la noche y el sueño lo sorprendieran absorto en la lectura. Todo marchaba muy bien. Hasta que un crujidito lo sacó de sus cavilaciones. Luego, silencio. Apenas retomó la lectura, el crujidito pasó a tomar la forma de un rasgueo repetitivo. Luego, no cabía duda. Había un grillo en la biblioteca.

Tomó una escoba y se puso a buscar al polizón. Movía libros y libreros y nada. El grillito grillaba a ritmo de música celta, imitando gruñidos de gaita, mientras recorría los volúmenes de leyendas celtas; castañeteaba sobre las historias andaluzas y zapateaba al ritmo de la historia de las revoluciones de México. Así amaneció y nuestro sabio no pudo ni leer ni dormir. Luego el grillito mordisqueó un pedacito de la Metafísica de Aristóteles y se entregó al sueño reparador, y el sabio también le dio tregua.

La noche siguiente, el sabio no sólo planeaba atrapar al grillito y echarlo fuera, al frio del invierno. Había decidido matarlo aplastándolo si era preciso con sus propias manos. Pero todo fue inútil. No pudo leer ni dormir y mucho menos atrapar al grillo. Así pasaron varias noches insomnes, sin lectura tranquila y con grillo. Hasta que en un hermoso atardecer, cercanas ya las melodiosas horas nocturnas, el grillo probó un fragmento densísimo de las Enéadas de Plotino o tal vez algo de algún filósofo decimonónico, y pues le resultó algo indigesto. El pobre grillo se sentía pesado y le costaba mucho trabajo saltar. Fue la primera vez que se vieron cara a cara, el sabio y el grillo. El sabio se le arrojó encima, y el grillo de un salto pasó a otro librero, pero muy pronto se sintió acorralado, los gruesos dedos del sabio casi lo alcanzaban, y finalmente el sabio lo atrapó. Tenía en su mano la maquinita musical más sofisticada que había conocido y le pareció injusto matarlo. Pero pensaba que el grillo merecía un escarmiento. Así que obrando con justicia decidió encarcelarlo el mismo número de noches que no lo había dejado leer ni dormir. Lo llevó entonces a la cocina, hizo un agujero en una cebolla y metió allí al grillito. Puso en la entrada una reja de palillos y el pobre grillo quedó encarcelado, llorando el olor de la cebolla y sin espacio para poder moverse ni cantar.

Así pasaron las horas. Hasta que el triste grillo sintió hambre. No teniendo otra alternativa comenzó a morder la cebolla. Y poco a poco le comenzó a gustar. Descubrió que cuanto más se nutría de ella, más libre era. Y el sabio comenzó a extrañar en su biblioteca la compañía del grillo. Desde que lo había encarcelado el silencio no lo dejaba dormir. Así el grillo aprendió a ser libre nutriéndose en el silencio y el sabio comprendió que el grillo era más que el ruido que hacía: «Yo les aseguro que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Queridas amigas, queridos amigos, el Señor nos enseña que para pedir algo al Padre nos conviene ponernos de acuerdo entre nosotros por el perdón. El perdón nos enseña a nutrirnos y ser libres ante las diferencias, y nos recuerda que los amigos son siempre mucho más que las molestias que nos causan.



domingo, 23 de agosto de 2020

"Tu es Petrus"

Dominica XXI per annum
Hace varios años hubo en nuestro monasterio un monje hospedero muy diligente. Atendía con especial solicitud todas las necesidades de huéspedes, pero no siempre escuchaba bien. En una ocasión, a la hora de servir la mesa, un huésped lo llamó y le dijo: «Disculpe, hermano, ¿me puede traer un hielito?» A lo que el hermano respondió: «Sí, cómo no. ¿Lo necesita ahora mismo?» Y pues el huésped asintió. Entonces el hermano subió de la hospedería al monasterio, con su característica sonrisa, entró en la sastrería, tomó algunos carretes de hilo, pensando que había olvidado preguntar de qué color y bajó a toda prisa. Al llegar le entregó al huésped los hilos y él maravillado y un tanto impaciente le dijo: «No, hermano, le pedí un hielito, no un hilito». Y el hermano, rascándose la frente, dijo: «Ya se me hacía raro. Bueno, ahorita se lo traigo». Entró rápidamente en la cocina, abrió el refrigerador y sacó un puñado de chiles y se los llevó aprisa al huésped. Éste ya menos impaciente comenzó a reír, tomó un bolígrafo y escribió una nota: «Le pedí un hielito, no un chilito». Suele pasar que cuando somos maestros nos preocupa un poco que los alumnos copien las respuestas de sus compañeros en los exámenes. O que se pasen las respuestas en secreto. Pero hay que notar que esto también tiene un cierto arte de escucha. Si pasas la respuesta a un compañero y no te entiende ni escucha bien puede ser un desastre. Más si el examen es de latín o de francés. Hoy asistimos en el Evangelio al examen más importante de todo el magisterio de los Apóstoles. El momento solemne en que el Señor examinó a sus discípulos. No les preguntó ninguna definición dogmática, clara y precisa. Pero tampoco les preguntó nada de su experiencia con él, de los años transcurridos juntos ni de la aventura emprendida. Les preguntó algo muy elemental: «¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Y ustedes quién dicen que soy yo?» Las dos preguntas no exigían saber mucho o haber vivido mucho. Lo único que exigían era saber escuchar. En primer lugar saber escuchar a la gente y luego saber escuchar al Padre: «Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre, que está en el cielo». Tal vez en el fondo nuestra confesión de fe no depende tanto de nosotros, de cuánto sabemos acerca de Dios ni de nuestra experiencia y encuentro personal con Jesús. Más bien nuestro principal examen es cosa de saber escuchar cuando Dios nos sopla la respuesta. Aquel día Pedro supo escuchar: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús estableció lo que eso significaría en su vida. El Maestro lo calificó como piedra: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Del mismo modo en nuestra vida el Señor nos examina una y otra vez. El examen sólo nos exige saber escuchar. Pero si logramos hacerlo, él nos hará piedras firmes de fe, amor y esperanza. Basta abrir nuestros oídos y darnos cuenta que él nos pide una y otra vez ser roca firme para edificar nuestras familias como iglesias domésticas. Basta abrir nuestros oídos y entender que hemos de ser piedras firmes para edificar en nuestras alumnas y alumnos el reino que se nos ha confiado. Hay que abrir nuestros oídos y sostener en el amor y la esperanza los corazones dolientes, derrumbados y derruidos por la pena. Inclinemos pues el oído del corazón para edificar como piedras vivas el templo espiritual que es la Iglesia.