jueves, 6 de abril de 2023

"Erat autem nox"

 Missa vespertina in cœna Domini

«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Dice la Escritura que en el día tercero dijo Dios: «“Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, según su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra”. Y así fue. La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, según sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, según sus especies; y vio Dios que estaban bien». En el cuarto día, en cambio, dice la Escritura que Dios puso las luminarias del cielo, el sol y la luna y las estrellas. Cuando hubo concluido su obra, dio Dios a los seres humanos toda hierba que produce semilla sobre la faz de la tierra y todo árbol que produce fruto con semilla para que fuera su alimento. Y a todos los animales les dio la hierba verde como alimento. Dios había dispuesto que los seres vivientes no se nutrieran del dolor y por eso les dio la hierba y los frutos como alimento. El pecado, sin embargo, hizo que el hombre con fatiga consiguiera el alimento, entre abrojos y espinas, y con sudor en el rostro. Y la creación entera comenzó a nutrirse con agonía y dolor por culpa del hombre que la sometió. 
Fíjate bien, en esta noche bendita, Cristo el Señor, antes de rasgar el velo de su sagrada humanidad en los abrojos y espinas de su Pasión, antes de abandonarse a sus fatigas y sangrientos sudores, ha querido dejarnos como memorial un alimento que nos nutre y que recibimos sin fatiga alguna. Con razón escribe San Alfonso: «Para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él. Pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar». No se nos pide para recibirlo otra fatiga que la de la fe y de la caridad. Pero no por ello tengas en baja estima tan grande sacramento. Un Maestro dice que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más grabadas en la memoria y son las más apreciadas. De ahí que los amigos, al morir, acostumbren dejar a las personas queridas en vida un don cualquiera, un vestido, un anillo, en prenda de su afecto. Pero el Señor no ha dejado un vestido ni alguna otra prenda, sino que nos ha dejado su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad, sin reservarse nada.

En verdad, un Maestro de nuestra Orden enseña que «Todos los misterios de Cristo son esencialmente misterios de fe, tanto que sin ella no podríamos ni aceptar ni contemplar ninguno de ellos. Sin embargo, en cada uno de esos misterios es distinto el grado de luz que alumbra nuestra fe. 

En Belén, por ejemplo, sólo vemos un niñito reclinado en un pesebre, y, sin la fe, no reconoceríamos en él al Hijo de Dios, dueño y soberano de todas las criaturas. Pero oímos las armonías de los ángeles que celebran en coro la venida de este Salvador a la tierra, y vemos una estrella maravillosa que conduce a sus pies a los reyes de Oriente.

De igual modo, en el Tabor, en el misterio de la transfiguración, la fe se halla poderosamente ayudada, pues hiere a la vista la gloria de la divinidad que penetra hasta su misma humanidad; y los discípulos caen al suelo llenos de espanto. 

Por lo contrario, al morir Cristo sobre la cruz como el más vil de los mortales, en medio de los tormentos, se halla velada la divinidad, aunque por su parte, proclama el centurión que verdaderamente este hombre es el Hijo de Dios, y la naturaleza misma, con bruscos temblores, rinde solemne homenaje a su Creador que muere.

En la resurrección, vemos a Jesús todo radiante de gloria, pero que al mismo tiempo se aparece a sus apóstoles y les prueba cómo es él mismo, Dios y hombre a la vez; y se deja tocar, y come con ellos, y les muestra las cicatrices de sus llagas, para manifestarles que no es sólo un espíritu, sino el mismo Jesús con quien vivieron durante tres años».

En su providencia admirable, Dios ha dispuesto que en cada misterio de Cristo haya bastantes sombras y bastante oscuridad para que nuestra fe resulte meritoria. Pero nunca ha dejado de proporcionar a nuestras mentes y a nuestros corazones, una luz intensa sobrenatural que nos ayuda, y gracias a la cual, en todos estos misterios vemos que se manifiesta la inefable unión de la divinidad con la humanidad.

Pero el misterio de la Eucaristía no es así. Con razón enseña la doctísima Hildegarda que la ofrenda se convierte verdaderamente en la carne y la sangre del Señor, pero a los ojos de los hombres parece pan y vino: «porque tan tierna es la fragilidad humana, que le espantaría recibir carne y sangre crudas». Porque él ha tenido la cortesía de darte carne y sangre verdaderas en la tierna bondad del pan y del vino. El Sacramento de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro, pues incluso en la cruz se ocultaba la divinidad del Señor pero permanecía muy visible su humanidad. En la Eucaristía, en cambio, laten ocultas ambas la divinidad y la humanidad del Señor. Esto lo anuncia misteriosamente la Escritura cuando dice que Dios creó primero las hierbas que producen semilla y los árboles que dan fruto y semilla y luego puso las lumbreras del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Así proclamaba la creación entera, para nutrir la fe, que el alimento que da la vida eterna se escondería totalmente en las tinieblas del humilde fruto de la tierra y de la vid. El Dios que al principio del mundo hizo germinar el alimento de todos los vivientes antes de poner las luminarias del cielo, eligió las tinieblas del mundo, la noche de nuestro abandono, «erat autem nox», para hacer germinar el cereal que nutre nuestra infancia espiritual y nos da vida eterna. En las tinieblas de su hora él hizo fructificar la vid y sangró las uvas de sus dolores para llenar con vino nuevo los odres nuevos de la vida resucitada.

El misterio de la Eucaristía es, pues, doblemente oscuro para hacer brillar con mayor mérito las lumbreras celestiales de la fe, la esperanza y la caridad. Por eso nuestra fe ha de ver con amor la Eucaristía, sabiendo que, en el Sacramento, el Padre sigue contemplando a su Hijo amado y poniendo en él y en cada uno de sus misterios todas sus complacencias. El Señor a quien nosotros recibimos en la Eucaristía «es el mismo que nació de María Virgen, el que vivió en Nazaret y predicó a los judíos de Palestina. Es el buen samaritano, el que curó a los enfermos. El que liberó a Magdalena de las redes del demonio y el que resucitó a Lázaro; es el que, cansado, dormía en la barquichuela, el que agonizaba en el huerto, abrumado de mortal angustia; el que fue crucificado en el Calvario, es el glorioso resucitado del sepulcro, y el misterioso peregrino de Emaús, el que se hace reconocer en la fracción del pan y el que subió a los cielos sentándose a la diestra del Padre; es, en fin, el pontífice eterno, siempre vivo que intercede por nosotros sin cesar. El Padre ve en él, al mismo que vivió por nosotros, en la tierra durante treinta y tres años; el Padre ve en él todos los misterios de su vida mortal, y las satisfacciones y los méritos que manaron de estos mismos misterios; ve la gloria que este Hijo le dio viviendo cada uno de ellos. En cada uno de ellos también ve siempre al mismo Hijo de sus complacencias». Que él mismo se acuerde de nosotros y nos haga dignos de llegar un día al gozo eterno del banquete de su reino.