domingo, 7 de febrero de 2021

"Et accedens elevavit eam apprehensa manu; et dimisit eam febris, et ministrabat eis"

Dominica V per annum

 

Los gatos raramente se comunican entre sí con maullidos. Salvo que se encuentren en graves aprietos o profundamente enamorados, en general prefieren reservar el maullido para tratar con los humanos. Hace unos días un gatito trataba de llamar mi atención maullando. Y como yo estaba ocupado, distraídamente y sin voltear le pregunté: «Perdón, ¿cómo dices?» Rápidamente caí en la cuenta de que le había respondido como si se tratara de un humano y la cosa me pareció absurda. Tal vez sea algún efecto del confinamiento… Recordé entonces la vieja historia de aquel famoso mercader que recorría el mundo transportando mercancías con la ayuda de su espléndido caballo. Era un caballo fuerte, noble y brillante. Todos los días recorrían largos caminos llevando mercancías pesadas y valiosas sobre la grupa del caballo. Hasta que una tarde, harto del camino, el caballo se tumbó en el suelo y le dijo al mercader: «Sabes, estoy harto de cargar con tantas cosas». El mercader respondió con naturalidad: «Lo sé, hoy ha sido un día pesado; pero mañana la carga será más ligera». El hombre se recostó entonces sobre la barriga del caballo y con los brazos en la nuca se dispuso a dormir. De pronto abrió sus ojos sobresaltado y exclamó: «Espera, ¿sabes hablar? ¿cómo lo has hecho?» Y el caballo respondió: «Hace tantos años que te he escuchado hablar y negociar que he aprendido a hacerlo. Así que, mira, voy a proponerte algo para hacerte rico y para que dejemos esta vida tan pesada que llevamos. Mañana iremos a la plaza del pueblo, y tú reunirás a toda la gente para que escuchen al único caballo que habla. Pediremos a todos unas monedas y cuando todos hayan cooperado, hablaré y diré todo lo que quieran». Así lo hicieron. Por la mañana se presentaron en la plaza y, cuando todos salían de Misa, el mercader agitaba las manos en la plaza e invitaba a todos a escuchar al único caballo parlanchín. La gente depositaba sus monedas en un sombrero del mercader y se disponía a escuchar semejante rareza. Entonces el mercader, haciendo una caravana a su noble caballo, lo invitó a demostrar su talento, pero el caballo sólo miró de reojo a la muchedumbre y se limitó a corresponder a las súplicas de su amo con un sonoro relincho. Una piedra salió proyectada hacia el caballo y su amo, y fue la señal inequívoca: tomó el mercader las monedas, de un salto montó sobre el caballo, y rápidamente emprendieron la huida, dejando atrás una lluvia de piedras, palos y bolas de lodo. Cuando al fin se pusieron a salvo, se detuvieron junto al riachuelo para calmar la sed. El mercader se lavó la cara como si quisiera arrancarse la vergüenza, y mientras se secaba con su camisa, el caballo comentó: «¿Viste cómo los teníamos a todos? Nunca había tenido tantas miradas encima». A lo que el mercader replicó distraído: «Casi nos pillan por tu culpa», y rápidamente cayó en la cuenta de que el caballo había hablado de nuevo. Molesto le reclamó por qué se había negado a hablar, pero el caballo no le dio importancia: «Vamos, no es para tanto. Si hubiera hablado, la gente me habría capturado, tú habrías perdido tu caballo y yo acabaría en la jaula de un circo. Vamos, no te enfades, mañana iremos a otra ciudad y de nuevo convocaremos al pueblo, si esa gente es más noble, les diré todo lo que quieran». Así lo hicieron. El mercader reunió de nuevo a toda la gente, les pidió unas monedas para que el caballo hablara; pero de nuevo, todo fue inútil, y antes de que los pobladores tuvieran tiempo de echarse sobre ellos, el mercader montó su caballo y se dio a la fuga. Apenas estuvieron a salvo, el caballo comenzó a hablar de nuevo: «Ya ves que te he dado suficientes riquezas sin tantas fatigas». Pero el mercader respondió apesadumbrado: «Todos piensan que soy un embustero». «Eso no es verdad—dijo el caballo—, tú mejor que nadie sabes que hablo y que sé hacer negocios. Si me hubieran visto hablar me habrían capturado para darme una vida miserable. Pero mientras esperaban que hablara todos me ponían atención y me miraban con sumo respeto».

Queridas amigas, queridos amigos, el relato de la curación de la suegra de Pedro se reviste de gran solemnidad. Un cortejo de testigos cualificados acompaña a Jesús que entra en la casa y solemnemente levanta a la pobre señora de su lecho febril. Pero aun con toda la elegancia del relato, algunos Maestros opinan que fue algo pequeño lo que hizo Jesús. Quitar una fiebre que podía derivar de un resfriado, no parece tan espectacular como resucitar a una niña muerta, devolver la vista a un ciego o hacer caminar a un paralítico. Con todo, el evangelio no le da menos importancia.
Dios ha querido transformar nuestras vidas por medio del evangelio. Y cambiar radicalmente la historia de hombres y mujeres verdaderamente necesitados del don de la conversión; pero eso no significa que Dios no se ocupe de las pequeñas luchas que libra cada uno de nosotros. Ninguna de nuestras luchas es demasiado pequeña como para que Dios no le dé ninguna importancia. Una fiebre es una reacción de tu cuerpo, que batalla para defenderte de algo que te hace mal. No sabemos contra qué luchaba la suegra de Pedro. Tal vez la lucha era solo contra sí misma. Lo cierto es que Jesús transformó su lucha en servicio.
La sed de reconocimiento hizo que el caballo del mercader abandonara su trabajo y empeño. Así también la suegra de Pedro necesitaba el reconocimiento de Jesús, que la levantara de su pequeña fiebre y la colocara en el servicio. Que nosotros podamos también reconocer y premiar el esfuerzo, la lucha y la entrega de los demás que Cristo ha levantado en la noble dignidad del servicio.