viernes, 25 de diciembre de 2009

In Nativitate Domini


Ad primam Missam. In nocte

Dios entró en el mundo en una noche profunda. Aquél que sondea los abismos se adentró en la oscuridad del mundo. Dígannos, pues, ángeles de Dios, cómo fue el nacimiento de la Luz en las tinieblas de la noche. El que toma las tinieblas de la noche y las extiende de un extremo al otro de la tierra y luego las toma de la mano para conducirlas de nuevo a su casita, ¿cómo nació en medio de la noche? El que es luz de luz, ¿cómo apareció entre las negras manitas de las tinieblas? El que no se mueve en el tiempo, ¿cómo se entregó en las resbalosas manos de la noche, entre sus dedos de horas de prisas interminables? Dígannos ángeles de Dios, ¿cómo nació la Luz eterna en esta noche?
Y cuéntennos, pastores, ¿cómo se perfumó el rebaño cuando nació el Cordero de Dios? Cuéntennos, ¿cómo era el perfume espiritual del primogénito, el aroma calmante de la Víctima, el aroma tan nuevo escondido entre el viejo olor de las ovejas?
Dinos, José, ¿cómo rasgó el silencio la sublime voz de Dios, esa voz que echó a andar a Abraham, que encendió de erupción el Sinaí e hizo resplandecer la oscuridad del rostro de Moisés, esa voz que hizo arder de rabia a los profetas? Dinos, José, cómo de  tus huesos secos brotó un río de llanto que se dividió en tus ojos cuando la tremenda voz de Dios pasó entre ellos; dinos cómo pasó solemne entre el torrente de tus pensamientos chillones el llanto de un niño para ir a refugiarse en tu corazón, su tierra prometida. Tú, río de llanto silencioso en que nació el llanto de Dios, llora con nosotros en el silencio, para que oigamos el llanto del amor, el grito de Dios.
Y tú, Virgen santísima, dinos cómo era el amor virginal, el amor que no conoce pecado, el amor que se engendra a sí mismo y nace. Dios, que fue para su pueblo “como los que alzan a una criatura contra sus mejillas” quiso ser levantado entre tus brazos contra tus mejillas. Dinos pues, Virgen purísima, lo hermosas que eran sus mejillas, como cántaros de hierbas perfumadas. Levanta contra tus mejillas de granadas la suave ternura que hace sonreír al mundo. Y enséñanos a reír como lo hizo Dios embriagado de ternura en esta noche santísima.
Dulce Niño, que en esta noche viniste a nosotros con los ojos cerrados ante la maldad del mundo, y abriste tus manos para acariciar el mundo, míranos con clemencia y no nos sueltes de tu mano. Enséñanos el camino de la vida que eres tú mismo. Sé nuestro bastón y apoyo en el camino, y mientras aprendes a caminar delante de nosotros, llévanos detrás de ti, como discípulos, y que siempre con amor nos inclinemos ante ti, el más pequeño de nuestros hermanos.

domingo, 6 de diciembre de 2009

"...fuit Ioannes Baptista in deserto prædicans baptismum pænitentiæ in remissionem peccatorum".

Dominica II adventus

Dice la Escritura que cuando Dios vino al mundo, nació en un pesebre de Belén porque ya no había lugar para él en la posada del mundo. Cristo vino al mundo y el mundo no lo reconoció. Por eso, cuando llegó el tiempo en que debía manifestarse a los hombres, «vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías». Juan, el joven profeta de soledades, nació del árido enmudecimiento de su padre Zacarías. Y mientras los poderosos se disputaban las tierras habitadas por hombres, Juan reinaba en el desierto. Es más, él era el desierto.
Sabemos bien que, curiosamente, los desiertos son la parte de tierra emergida más extensa de nuestro mundo. Su lejanía respecto a las fuentes de agua los deja a merced de la avaricia del viento. Reciben sólo la escasa humedad que el viento les quiera traer. Pero cuando se trata de ir tan lejos, el viento siempre prefiere viajar ligero de equipaje.
Es curioso, los antiguos consideraron el desierto como tierra de nadie, como un no-lugar. Y esto porque la vida en el desierto se construye en función de lo que falta, de lo que está lejos, de lo que no puede ser. En el desierto todo guarda silencio porque todo atiende a la voz del viento. En cualquier instante el viento puede hablar y proclamar que trae consigo una suave brisa del mar, para aliviar un poquito la lejanía. Bueno, el caso es que allí, lejos de las fuentes de aguas, la voz del Espíritu sopló suavemente sobre Juan el bautista. En el silencio del desierto, Juan escuchó una voz vacía, como un viento seco, tan seco que lo obligó a dejar el desierto y a marchar hacia la región del Jordán. Era la voz de Dios que tenía sed. Tenía sed de amigos, sed de justos, sed de misericordiosos, sed de hombres y mujeres que quieren comenzar de nuevo. Dios exhaló su ardiente aliento reseco, pronunció su palabra sedienta sobre Juan el bautista, y el pobre Juan marchó hacia el Jordán cargando con la sed de Dios.
Fíjate bien. Nadie que vea jugar a los niños en la fuente de nuestra Iglesia se preguntará al verlos tan incansables si nunca antes han jugado así. Y al verlos tan felices resollando cuando el agua los salpica, nadie se preguntará si nunca antes han tocado el agua. Y sin embargo, parece que verdaderamente están estrenando agua, y juegos, y vida. También Juan jugó con las aguas de penitencia como si nunca antes las hubiera tocado. Jugó con las aguas del Jordán como un niño ante la Puerta de la naciente Iglesia. El profeta de sequedades gozó secretamente al ver a los hombres y mujeres que se sumergían en las aguas de penitencia y resollaban aliviados, como se resuella después de un largo llanto. Con Juan, todo el desierto marchó hacia la frescura de la vida. Con Juan, todos jugaron con las frescas aguas de la penitencia. Y es que hacer penitencia es eso, dejar el desierto de la sequedad espiritual, de la lejanía de Dios y sumergirse en las aguas, jugar con ellas, resollar en ellas, como quien comienza la vida.
Que Dios nos conceda, por la penitencia y las buenas obras, prepararnos a la venida de su hijo como niños que juegan en las aguas de la vida, y mientras juegan se lavan, y mientras se lavan se purifican. Juguemos a hacer resollar de vida nueva a nuestros hermanos, a tu esposa, a tu esposo, a tus hijos, para que cuando venga Cristo, nos encuentre adornados con las perlas de agua viva que son la penitencia y las buenas obras.

domingo, 4 de octubre de 2009

"Sinite parvulos venire ad me. Ne prohibueritis eos; talium est enim regnum Dei"

Dominica XXVII per annum

Cada año, por estos días, nuestra montañita comienza a vestirse de milagro. Toda la montaña se cubrirá de pequeñas fuentecitas de néctar que se llaman flores. Y nuestras abejas, locas hiperactivas, fascinadas por el aroma meloso de las flores comenzarán una frenética fiebre de recolección. Unos mil litros o más. Si lo piensas, la montaña mana miel. El chiste es saber encontrarla.
La primera vez que trabajé en la cosecha de miel me parecía un trabajo exquisito. Habría comido tanta miel si no fuera porque no conviene quitarse el velo que protege la cara mientras se trabaja. La dulzura perfumada atrae. Pero al siguiente año, extrayendo tanta miel, francamente quedé aburrido. Es siempre lo mismo. Comprendí entonces por qué las abejas viven tan poco. La mayoría no alcanza a disfrutar las seguridades de su propio trabajo y está bien. Lo que almacenan se queda para nutrir la nueva generación de abejas y, por supuesto, para nosotros los hombres. Creo que si tuvieran que hacer esta recolección una segunda vez ya no tendrían ni el humor ni la misma tenacidad. La muerte las libra de la aburrición y del tedio.
Cuando Dios te llama a la vida matrimonial, despiertas de la pesadez de tus sueños y tus ojos se abren a la realidad más bella. Todo se cubre de flores espléndidas que te fascinan con su aroma matutino. Pero la vida no se detiene con la primer dulzura. Como joven sacerdote he visto muy de cerca el cansancio, el aburrimiento y la desesperación de muchos matrimonios. También he visto el cansancio de algunos de mis hermanos en el presbiterado. Es como si el cansancio que exige la dulzura del primer día finalmente nos pasara la factura.
El Señor Jesús, médico de las almas y de los cuerpos, diagnosticó dureza de corazón. Por eso Moisés había recetado el divorcio. Moisés no tenía a la mano otro remedio. Hay matrimonios que no tienen ya más vínculo entre ellos que el odio y el tedio. El odio y el tedio se vuelven lazos tan poderosos entre sus corazones endurecidos que cuesta mucho trabajo desatarlos. Y si los cortas duele. Son carne viva. Moisés no encontró otro remedio. Había que cortar. Y una herida abierta siempre está expuesta a nuevas infecciones.
Jesús propone otro remedio. Una cirugía que no sólo corte con los lazos del odio y el tedio, sino que además rebaje los callos del corazón. Hay que limar el corazón hasta que quede chiquito, como nuevo, como el de un niño. Sólo así, con el corazón empequeñecido, puedes recibir al Reino de Dios que es tu esposa, tu esposo, los de tu casa. Un niño recién nacido recibe a los de su casa con un corazón pequeño y sin escrúpulos. Espera siempre algo bueno de los suyos, a pesar de todo. No le importa si el abuelo está viejo y enfermo. Le importa el cariño, el juego, la paciencia. En fondo no le importa si la mamá no es muy bonita. Le importa que es suya y que está cerca y que lo nutre. Le importa que su padre lo puede todo y no le importa que haya mejores.
Pero también es verdad que una vida matrimonial es mucho más difícil que esto porque hay más libertad interior y exterior en juego. Los niños crecen. Siempre. Es su principal tarea. Y la ropa de pequeños ni les queda ni les gusta. Todos crecemos, y la magia de muchas cosas se hace rutina, aburrición, rebeldía. Entonces el corazón se endurece. San Ambrosio, como muchos otros santos, cuando era niño jugaba a ser obispo. Cuando llegó a serlo descubrió que el mismo juego, tomado en serio exige también fatigas y cansancio.
Cuando el corazón se endurece por el tedio y las fatigas, el Señor Jesús nos manda recrearnos, ser como niños por la renovación de nuestras mentes. Fíjate bien, los ángeles no están sujetos al tiempo, por eso no tienen ni biografía ni historia. Son lo que deciden ser. Y no pueden dar marcha atrás. Sus existencias están de tal manera comprometidas con la pureza de su voluntad y de su inteligencia que no pueden retractarse, no tienen tiempo para arrepentirse. El ángel elige a Dios y es bienaventurado o elige la nada de donde fue sacado y se hace tenebroso y maléfico. Nada puede revocar lo que ha libremente elegido ser. Los hombres no somos así, aunque a veces tenemos la terrible tentación de tomarnos gravemente en serio. Somos la única criatura que puede iniciar, que puede crear algo nuevo, que puede ser niño para recibir el Reino de Dios. Y esto porque somos inicio. Nos fascina lo nuevo porque sin nosotros humanos, nada habría de nuevo bajo el sol, nada de nuevo en el universo.
Esto es el meollo de todo sacramento, lo nuevo que sólo el hombre a imagen de Dios puede hacer. Iniciar de nuevo es la tarea de todo matrimonio; dejar que Dios alegre nuestra juventud ante su altar es la tarea cotidiana de todo sacerdote. Que la gracia de nuestros sacramentos nos renueve cada instante y nos haga niños bajo las manos de Cristo, bendecidos por él.

domingo, 21 de junio de 2009

"Quid timidi estis? Necdum habetis fidem?"


Dominica XII per annum

Los discípulos no olvidarían tan fácilmente lo que sucedió aquella tarde. Imagina. Cansados de una larga jornada de trabajo, oyeron que Jesús quería todavía ir más lejos. Atravesar el lago al atardecer, de espaldas al sol que caía, era casi una locura. Como buenos pescadores, los discípulos conocían bien el dialecto oscuro del cielo cuando se avecina la tormenta. Y Jesús quería hablarles todavía, del otro lado del lago, de las cosas del Cielo. Por puro cariño y deseo de aprender, los discípulos comenzaron a cruzar lago adentro.
Jesús cómodamente se instaló en el fondo de la barca con un cojín bajo su cabeza. Y se quedó dormido el que es el día sin ocaso. Duerme, sueña. Sueña el que es la Verdad. Sueña con el reino, el reino de los Cielos. Sueña con las incansables risas de los niños y las esperanzas de los recién casados, sueña con el ciego que abrió los ojos a una nueva vida y con el paralítico que ahora camina, sueña con la fe de los humildes y la caridad de los sencillos. Duerme el Hijo del hombre, con la cabeza sobre un cojín, él que no tiene dónde reclinar la cabeza. Duerme Cristo, pero su corazón vela. Vela por la viuda que ha dado, en el templo del que es la Vida, todo lo que tenía para vivir. Vela por el huérfano que no tiene protección. Vela por el pobre y por los que sufren. El corazón de Cristo vela con el secuestrado, con el niño que no se le deja nacer, con la esposa abandonada a su suerte, con el adicto que ya no tiene sueños, sólo alucinaciones. Cristo sufre en ellos la pesadilla del dolor.
Un griterío lo sacó de su sueño. Los discípulos, mareados entre el viento y la tormenta, despiertan al Amigo con una pregunta desesperada: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Lo que no entienden los discípulos es que Jesús ya estaba bien hundido. Sí, bien hundido en la misteriosa profundidad del corazón humano. Cristo lo sabe todo.
Como niños asombrados por la magia de su padre, los discípulos contemplaron un milagro. La voz de Dios hizo callar al mar. Y el viento cesó. Y Cristo les habló de la fe: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Es como si les dijera: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Les importa tan poco que me hunda en el profundo misterio de sus corazones, en sus gozos y en sus penas? Y es que eso es la fe. La fe no es una confianza ciega en que todo saldrá bien. La fe es la presencia real de Cristo en toda nuestra vida, en las buenas, en las malas y en las peores. Tener fe es saber que verdaderamente Cristo se alegra contigo y sufre contigo, como dice el Apóstol, “Ya sea que vivamos o muramos, somos de Señor”. A él le pertenecemos y “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. A él la gloria por los siglos de los siglos.


viernes, 10 de abril de 2009

Via Crucis DN Jesu Christi



Feria VI in Parasceve
RP Domnus Evagrius OSB præparavit










En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero me pesa de todo corazón haber pecado, porque he merecido el infierno y perdido el cielo. Y sobre todo porque te ofendí a ti, que eres bondad infinita, te amo con todo el corazón y propongo con tu gracia no volver a pecar.

Primera estación
La agonía en el huerto
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz redimiste al mundo
Dice la Escritura que cuando Adán pecó, el Señor Dios le dijo: «Con el sudor de tu rostro comerás tu pan». Y Dios vio a Adán marcharse del jardín que él mismo le había plantado. Entonces comenzó Adán a trabajar la tierra, a inclinarse con fatiga sobre el polvo del que fue formado. Poco a poco su trabajo se convirtió en sudor y pan. Y, como suelen decir los campesinos, el dolor del trabajo y el cansancio «comenzaron a entrarle por las manos», hasta invadirlo todo. Fíjate bien. Cristo en el huerto de los Olivos oraba intensamente, y su oración se convirtió en sudor y sangre que caía por tierra para devolver al hombre el fruto de sus dolores. La sangre de Cristo en el huerto de los Olivos es suave aceite que se exprime y con su abundancia se endulzan los sinsabores, se ungen las heridas, se alivia el cansancio, se confortan los dolores. Acerquémonos, pues, al jardín del descanso, al huerto de la misericordia.
Padrenuestro

Segunda estación
El Señor es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando Dios hizo el mundo, la última de sus obras fue la debilidad. Dice la Escritura que Dios sacó a Eva, la mujer, de lo más profundo de los sueños de Adán. Y la formó con la fortaleza de una costilla. Pero no rellenó el hueco dejado en el costado de Adán con una nueva costilla, sino con carne débil y vulnerable. Así Adán siempre necesitaría la ayuda, el consejo y la compañía de su mujer. Eva sería su fortaleza. También dice la Escritura que cuando Pilatos estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: «No te metas con ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa». Pero Pilatos, que era infiel a los sueños de su mujer, no hizo caso de sus sufrimientos y traicionó su fortaleza y consejo, quedando débil y expuesto a los caprichos de los malvados. Entonces entregó a Cristo a la muerte.
Padrenuestro

Tercera estación
El Señor lleva la cruz a cuestas
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En una ocasión, el Señor Jesús fue a Jerusalén. Y al llegar encontró en el templo gente que vendía bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados en sus puestos. Entonces hizo un látigo con cuerdas para echar fuera del templo a los bueyes y a las ovejas. Con este gesto Jesús enseñó que en adelante los hombres ya no tendrían que comprar la paz con Dios, sino que la recibirían por pura gracia en la casa de su Padre. Entonces los judíos le pidieron una prueba de que era veraz todo lo que él hacía. Y Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo haré resurgir». Hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, así como formó un látigo para abrir paso a la gracia de Dios en el interior de su templo, así también quiso empuñar el martillo de la cruz para derribar lo que habría de rehacer de nuevo.
Padrenuestro

Cuarta estación
El Señor cae por primera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
No hay nada más lleno de esperanza para los marineros que el ancla con que aseguran sus navíos en medio de las tempestades y tormentas y, cuando llegan al puerto, se los tienen firmes. Los antiguos cristianos solían representar la cruz como un ancla con un delfín entrelazado. Porque a través de la cruz, misteriosa escalera de Dios, el Señor ha cumplido cuanto prometió a los hijos de Israel: «Yo estoy contigo; voy a cuidarte por donde quiera que vayas… No voy a abandonarte sin cumplir lo que te he prometido». La cruz es el ancla de la compañía de Dios y de sus cuidados en medio de las tormentas y tempestades, y nos tiene firmes en el puerto de la fe y de las buenas obras. Lleva un delfín entrelazado que representa a Cristo, amigo del hombre, que anuncia cielos nuevos y tierra nueva, donde brille la plenitud de la justicia.
Padrenuestro

Quinta estación
El Señor encuentra a su Madre dolorosa
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cántico más bello de Salomón, el amado dice a la amada: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar». Estas palabras se refieren a Cristo que contempla la mirada de su Madre Santísima. Mirada tan pura y tan profunda. Mirada que se roba el corazón doliente de Cristo, que arranca por un instante el dolor atroz del Hijo. En los ojos de la Madre de Dios estuvo, en ese instante, todo el peso del corazón doliente del Hijo. En sus lágrimas estuvo el insostenible peso del amor. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas». Fíjate bien que dice: «me robaste el corazón», porque el corazón de Cristo es el único artesano y verdadero dueño de la mirada inocente de la Madre. Pero con la mirada compasiva, la Madre dolorosa robó el corazón doliente del Hijo. Lo hizo suyo. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas». Es como si dijera: «Tu mirada habitó siempre escondida en el gozo secreto de mi corazón, pero ahora, con tus ojos inocentes fuiste un relicario para mi corazón lastimado». Y dice, «con una vuelta de tu collar», porque los misterios divinos reposan en el corazón de la Madre como cuentas preciosas de un collar. «María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón». En ella Cristo contempla sus misterios ya cumplidos, por eso dice: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar».
Dios te salve María

Sexta estación
Simón de Cirene ayuda al Señor a cargar la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En una ocasión, Salomón oró al Señor diciendo: «Dios de los Padres y Señor de la misericordia… Dame la sabiduría que se sienta en tu trono y no me excluyas del número de tus siervos… Pues, aunque uno sea perfecto entre los hijos de los hombres, sin la sabiduría que procede de ti, será estimado en nada. Contigo está la sabiduría conocedora de tus obras, que te asistió cuando hacías el mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos, y lo que es recto según tus preceptos. Mándala desde tu santo cielo, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que te es grato. Porque ella conoce y entiende todas las cosas, y me guiará prudentemente en mis obras y me guardará en su esplendor». Y ¿qué otra cosa es, queridos hijos e hijas, esta sabiduría de Dios y esta potencia de Dios, sino Cristo crucificado? Fíjate bien. Salomón contempló de lejos este misterio y pidió la sabiduría de la cruz, para conocer lo que agrada a Dios y para aprender la rectitud de corazón. Y pidió la fortaleza de la cruz para que lo asistiera en sus fatigas. Y cuando llegó el tiempo de la misericordia, Simón de Cirene, y con él todos los justos, recibió en sus espaldas fatigadas la potencia y la sabiduría de la cruz. A esto se refiere San Pablo cuando dice: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado… potencia de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo que es locura de Dios es más sabio que los hombres, y lo que es debilidad de Dios es más fuerte que los hombres».
Padrenuestro

Séptima estación
Verónica enjuga el rostro de Jesús
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cántico más bello de Salomón está escrito: «Ponme como un sello en tu corazón, como un tatuaje en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el Sheol es la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llama del Señor. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa para comprar el amor, se haría despreciable». Es el mandato de Cristo esposo que suplica a la Iglesia que sea fiel a su memoria, que guarde su rostro «sin figura ni belleza». Le pide que lo guarde como un sello en su corazón, pues debe contemplarlo a solas, en el silencio. Pero también le pide que lo guarde como un tatuaje en el brazo, para que en todas las buenas obras que realice los hombres vean el rostro del Amor. Las grandes aguas del pecado y de la maldad no pueden apagar la zarza ardiente del ardor crucificado por amor. Ni los ríos de sangre derramada pueden ahogarlo. Porque fuerte es el Amor, como la muerte, un incendio en el corazón de Dios.
Padrenuestro

Octava estación
El Señor cae por segunda vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Un profeta reza: «Cielos, destilen desde lo alto; nubes, hagan llover la justicia; que se abra la tierra y produzca la salvación y germine con ella la justicia». Con estas palabras Isaías suplica a los cielos que se dejen rasgar por el misterio de Cristo para que descienda como lluvia y germine en nuestra tierra. Y la plegaria del profeta fue escuchada. Cristo es la lluvia abundante que llena las densas nubes de la misericordia de Dios. Ha rasgado el cielo y ha bajado para habitar entre nosotros. Y como lluvia que vuelve al cielo después de haber fecundado la tierra, Cristo ha vuelto a la diestra del Padre. Pero con toda verdad afirma también el Qohélet: «Si las nubes están llenas de agua, la derraman sobre la tierra; si un árbol cae al norte o al sur, se queda donde cae». Fíjate bien. Así como las nubes trazan su sombra en la tierra como huella de su paso, así Cristo, nuestra nube, antes de derramar la lluvia de la misericordia quiso dejar, de un confín al otro de la tierra, la huella de su paso, la sombra de la cruz.
Padrenuestro

Nona estación
El Señor consuela a las mujeres de Jerusalén que lloran por él
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Los antiguos vieron en los sauces un símbolo de la condición humana. Los sauces llorones dan frutos muertos, que no sirven para nutrir la vida, y sus ramas caen como una lluvia de lágrimas. Bien pronto, los antiguos comprendieron su misterio y comenzaron a plantar sauces en los viñedos, para que, usando las ramas como guías, las vides pudieran trepar y adornaran sus ramas con jugosos frutos de vida nueva. Así es el misterio de nuestra humanidad, que no producía más que frutos muertos, pero cuando Cristo, vid verdadera, se acercó a nosotros, comenzó a trepar por nuestros llantos y a cubrirlos con racimos maduros de vida eterna. «No lloren por mí, hijas de Jerusalén, lloren por ustedes y por sus hijos». Es como si dijera: «Lloren por sus obras de muerte, por sus pecados, para que yo suba a través de sus llantos y los adorne con frutos de sabiduría, justicia, santificación y redención».
Padrenuestro

Décima estación
El Señor cae por tercera vez bajo el peso de la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura que cuando los hijos de Israel marchaban por el desierto hacia la tierra prometida, el Señor les dio al atardecer codornices y al amanecer el pan del cielo que cubrían las arenas del desierto. Así los israelitas, que no comprendían la razón de sus sufrimientos, de su hambre, sed y cansancio en el desierto, vieron codornices al atardecer que se elevaron por los cielos y descendieron hasta cubrir el campamento. Y al amanecer vieron las hostiles arenas del desierto revestidas de un delicado velo de pan. Con toda verdad reza un proverbio de Salomón: «Es gloria de Dios ocultar las cosas, y gloria de los reyes indagarlas; son cosas inexplorables el cielo por su altura, la tierra por su profundidad, y el corazón de los reyes». Dios ocultó a los hijos de Israel la desesperanzada esterilidad del desierto de los hombres, cubriéndola de ricos atardeceres y suaves mañanas; pero Cristo en la tarde del mundo vino como mística codorniz, con sus alas extendidas entre el cielo y la tierra y nos dio su carne. Y como pan vivo bajado del cielo abrió nuevos amaneceres de esperanza y caridad, dándonos a comer su cuerpo. Así, en carne y cereal Dios ocultó ya no la esterilidad de los hombres, sino su vida renovada en el amor. Cristo, verdadero rey sapiente, trajo de lo más alto del cielo los tesoros de la gracia y de la vida verdadera y los llevó hasta lo más profundo de la tierra en lo secreto de su corazón, que se oculta en carne y cereal.
Padrenuestro

Undécima estación
El Señor es despojado de sus vestiduras
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando el Señor entró en Jerusalén, los hijos de Israel lo acompañaron con hojas de palmas y ramas de olivo entre aplausos y hosannas. En el camino extendían sus mantos para que Jesús caminara sobre ellos. Pero no llevaron flores ni frutos. Por eso la entrada del Señor en Jerusalén fue el triunfo de la humildad. No llevamos más que hojas que el sol marchita y mantos que el tiempo corroe. Los frutos del desnudo árbol de la cruz sólo hemos de esperarlos de Cristo, lirio perenne de la misericordia divina, que con su gracia devuelve el primer vestido a los hombres. «Podrá la higuera no echar yemas, y las viñas no dar fruto; podrá el olivo olvidar su aceituna y los campos no dar cosechas», pero el árbol de la cruz jamás dejará de revestirse de frutos de gozo y vida nueva para los que vengan a él con corazones humildes.
Padrenuestro

Duodécima estación
El Señor es clavado en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Un día, el padre prior llevó a uno de sus discípulos hasta el confín del monasterio. Entonces, con tanta agilidad se trepó a un árbol y comenzó a mirar la huerta de los vecinos. Decía a su discípulo: «Sabes, hermano, la huerta que plantaron nuestros vecinos es muy bonita. Tiene tantos árboles perfumados y de frutos tan jugosos y perfectos. En nada se parece a nuestras pobres huertas de aguacates». Y el monjecito atolondrado escuchaba desde abajo, imaginando la belleza y el esplendor de la otra huerta. Algo así sucede en el misterio de la cruz. Cristo, llegado a la frontera de su pascua, subió al árbol de la cruz y desde allí nos habló del amor de Dios, de su perdón, de su belleza, de sus delicias. Todavía más, desde ese árbol bendito, el Señor exhaló el aroma del jardín de la vida divina y perfumó nuestra pobre tierra. Con razón dice la Escritura: «El Padre todo lo ha puesto en las manos del Hijo». Todo el amor del Padre se entrega en las manos del Hijo. Todo el Espíritu Santo, amor de Dios, descansa en las manos del Hijo. Este amor es un gemido. Y el Hijo lo entrega a los hombres. Porque el Hijo ha recibido sin medida el Espíritu del Padre; ha sido ungido por él, con él y en él. Por eso en el momento más alto de la historia del linaje humano, cuando finalmente el cielo y la tierra se unen, en la cruz de la vida, el Hijo entrega el Espíritu como un grito en medio del silencio del Padre.
Padrenuestro

Decimotercera estación
El Señor muere en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Un día el Señor Dios habló a Abraham y le dijo: «Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está sobre la orilla del mar». Pero cuando Cristo visitó la descendencia de Abraham sólo encontró un árido desierto. Por eso exclamó desde la cruz: «Tengo sed». Tenía sed de la fe que movió a Abraham a dejar, obediente, la tierra de su vejez sin saber a dónde iba. Tenía sed de la fe que hizo fecunda a Sara por creer en la fidelidad de Dios que le prometió un hijo. Tenía sed de la fe de Abraham que ya marcado por la muerte creyó que Dios le daría una descendencia numerosa. Pero el Señor sólo encontró un árido desierto, y a los hombres convertidos en esponja sedienta en una débil caña, impregnados del viejo vinagre de la incredulidad y del odio. Por eso cuando el Señor murió y uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, al instante brotó sangre y agua. Sangre que transforma el vinagre cruel en vino nuevo de fe y alegría, y agua que hace un mar nuevo de gracia para que puedan extenderse a sus orillas las innumerables arenas de la descendencia de Abraham. Así, pues, de la sed de Dios brotó el mar de la gracia y de la vida.
Padrenuestro

Decimocuarta estación
El Señor es bajado de la cruz y colocado en el sepulcro
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
El Señor Dios habló por boca de su profeta y dijo: «Derramaré sobre ustedes un agua pura que los purificará. De todas sus inmundicias e idolatrías, los he de purificar. Y les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo. Arrancaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne». Pues bien, en el misterio de Cristo muerto por nosotros esta promesa se ha cumplido. El Señor fue colocado en un sepulcro cavado sobre la roca. Así, el Señor ha querido cavar nuestros corazones endurecidos como roca. Ha cavado con su obediencia hasta la muerte un sepulcro, un relicario de su pasión en nuestro interior, para que llevemos en nosotros la debilidad de su carne, la herida de su muerte,  la memoria de su amor. Esta debilidad de Dios que habita en nosotros por las aguas del bautismo es para nosotros un corazón nuevo, corazón de carne débil, herida por amor. En esta debilidad late la fuerza de la gracia, como un tesoro llevado en vasijas de barro. Con razón canta una Maestra del alma: «En todas las estaciones hay que estar alegres por el Amor y seguirle donde vaya, por cada camino que nos señale; vivamos alegres por su amabilidad, y estemos también preparados para la aflicción».
Padrenuestro


Del Santo Evangelio según San Lucas
«Él les dijo: "Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que a él se refería en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"»