domingo, 21 de junio de 2009

"Quid timidi estis? Necdum habetis fidem?"


Dominica XII per annum

Los discípulos no olvidarían tan fácilmente lo que sucedió aquella tarde. Imagina. Cansados de una larga jornada de trabajo, oyeron que Jesús quería todavía ir más lejos. Atravesar el lago al atardecer, de espaldas al sol que caía, era casi una locura. Como buenos pescadores, los discípulos conocían bien el dialecto oscuro del cielo cuando se avecina la tormenta. Y Jesús quería hablarles todavía, del otro lado del lago, de las cosas del Cielo. Por puro cariño y deseo de aprender, los discípulos comenzaron a cruzar lago adentro.
Jesús cómodamente se instaló en el fondo de la barca con un cojín bajo su cabeza. Y se quedó dormido el que es el día sin ocaso. Duerme, sueña. Sueña el que es la Verdad. Sueña con el reino, el reino de los Cielos. Sueña con las incansables risas de los niños y las esperanzas de los recién casados, sueña con el ciego que abrió los ojos a una nueva vida y con el paralítico que ahora camina, sueña con la fe de los humildes y la caridad de los sencillos. Duerme el Hijo del hombre, con la cabeza sobre un cojín, él que no tiene dónde reclinar la cabeza. Duerme Cristo, pero su corazón vela. Vela por la viuda que ha dado, en el templo del que es la Vida, todo lo que tenía para vivir. Vela por el huérfano que no tiene protección. Vela por el pobre y por los que sufren. El corazón de Cristo vela con el secuestrado, con el niño que no se le deja nacer, con la esposa abandonada a su suerte, con el adicto que ya no tiene sueños, sólo alucinaciones. Cristo sufre en ellos la pesadilla del dolor.
Un griterío lo sacó de su sueño. Los discípulos, mareados entre el viento y la tormenta, despiertan al Amigo con una pregunta desesperada: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Lo que no entienden los discípulos es que Jesús ya estaba bien hundido. Sí, bien hundido en la misteriosa profundidad del corazón humano. Cristo lo sabe todo.
Como niños asombrados por la magia de su padre, los discípulos contemplaron un milagro. La voz de Dios hizo callar al mar. Y el viento cesó. Y Cristo les habló de la fe: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Es como si les dijera: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Les importa tan poco que me hunda en el profundo misterio de sus corazones, en sus gozos y en sus penas? Y es que eso es la fe. La fe no es una confianza ciega en que todo saldrá bien. La fe es la presencia real de Cristo en toda nuestra vida, en las buenas, en las malas y en las peores. Tener fe es saber que verdaderamente Cristo se alegra contigo y sufre contigo, como dice el Apóstol, “Ya sea que vivamos o muramos, somos de Señor”. A él le pertenecemos y “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. A él la gloria por los siglos de los siglos.


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