Dice la Escritura que
cuando Dios vino al mundo, nació en un pesebre de Belén porque ya no había
lugar para él en la posada del mundo. Cristo vino al mundo y el mundo no lo
reconoció. Por eso, cuando llegó el tiempo en que debía manifestarse a los
hombres, «vino la palabra de Dios en el desierto sobre Juan, hijo de Zacarías».
Juan, el joven profeta de soledades, nació del árido enmudecimiento de su padre
Zacarías. Y mientras los poderosos se disputaban las tierras habitadas por
hombres, Juan reinaba en el desierto. Es más, él era el desierto.
Sabemos bien que,
curiosamente, los desiertos son la parte de tierra emergida más extensa de
nuestro mundo. Su lejanía respecto a las fuentes de agua los deja a merced de
la avaricia del viento. Reciben sólo la escasa humedad que el viento les quiera
traer. Pero cuando se trata de ir tan lejos, el viento siempre prefiere viajar
ligero de equipaje.
Es curioso, los
antiguos consideraron el desierto como tierra de nadie, como un no-lugar. Y
esto porque la vida en el desierto se construye en función de lo que falta, de
lo que está lejos, de lo que no puede ser. En el desierto todo guarda silencio
porque todo atiende a la voz del viento. En cualquier instante el viento puede
hablar y proclamar que trae consigo una suave brisa del mar, para aliviar un
poquito la lejanía. Bueno, el caso es que allí, lejos de las fuentes de aguas,
la voz del Espíritu sopló suavemente sobre Juan el bautista. En el silencio del
desierto, Juan escuchó una voz vacía, como un viento seco, tan seco que lo
obligó a dejar el desierto y a marchar hacia la región del Jordán. Era la voz
de Dios que tenía sed. Tenía sed de amigos, sed de justos, sed de
misericordiosos, sed de hombres y mujeres que quieren comenzar de nuevo. Dios
exhaló su ardiente aliento reseco, pronunció su palabra sedienta sobre Juan el
bautista, y el pobre Juan marchó hacia el Jordán cargando con la sed de Dios.
Fíjate bien. Nadie
que vea jugar a los niños en la fuente de nuestra Iglesia se preguntará al
verlos tan incansables si nunca antes han jugado así. Y al verlos tan felices
resollando cuando el agua los salpica, nadie se preguntará si nunca antes han
tocado el agua. Y sin embargo, parece que verdaderamente están estrenando agua,
y juegos, y vida. También Juan jugó con las aguas de penitencia como si nunca
antes las hubiera tocado. Jugó con las aguas del Jordán como un niño ante la
Puerta de la naciente Iglesia. El profeta de sequedades gozó secretamente al
ver a los hombres y mujeres que se sumergían en las aguas de penitencia y
resollaban aliviados, como se resuella después de un largo llanto. Con Juan,
todo el desierto marchó hacia la frescura de la vida. Con Juan, todos jugaron
con las frescas aguas de la penitencia. Y es que hacer penitencia es eso, dejar
el desierto de la sequedad espiritual, de la lejanía de Dios y sumergirse en
las aguas, jugar con ellas, resollar en ellas, como quien comienza la vida.
Que Dios nos conceda,
por la penitencia y las buenas obras, prepararnos a la venida de su hijo como
niños que juegan en las aguas de la vida, y mientras juegan se lavan, y
mientras se lavan se purifican. Juguemos a hacer resollar de vida nueva a
nuestros hermanos, a tu esposa, a tu esposo, a tus hijos, para que cuando venga
Cristo, nos encuentre adornados con las perlas de agua viva que son la
penitencia y las buenas obras.
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