Dominica VI Paschæ
Hay un jardín misterioso en el que crecen las flores de los sueños. Pero las flores no pueden abandonar ese maravilloso jardín. Si alguna de las flores quiere viajar, tiene por fuerza que convertirse en semilla, y entonces un viento misterioso la guía de noche hasta donde deba llegar.
Una noche hermosa, en que la luna resplandecía, una niña abrió la ventana de su casa y comenzó a mirar las estrellas. Jugaba a pedir deseos a cada estrella que se asomaba tintilando. Y de pronto le pareció que el viento había arrancado una de ellas y la arrastraba hasta su ventana. Pero no, no era una estrella. Era una semilla de las flores de los sueños. Y la niña lo supo rápidamente. La puso junto a la ventana en una maceta con tierra blanda, perfumada de humildad, y la regó con cariño. Pasaron varios días y nada parecía cambiar. Hasta que una noche la niña se acercó a la maceta, le puso un poco de agua, y un minúsculo brote luminoso comenzó a asomarse. La niña aplaudió emocionada. Incluso una ranita que miraba desde la gran hoja de un nenúfar aplaudió con sus nudosos deditos pegajosos cuando brotó la primera luz de la plantita.
Un gran sueño estaba germinando. Pero una sorpresa desilusionó un poco a la niña a la mañana siguiente. La plantita de los sueños tenía ya las primeras hojas, sólo que no eran hojas verdes, sino hojas blancas, sí como las de tu cuaderno. Claro, todas las hojas, verdes o blancas, salen de las plantas y de los árboles. Pronto las blancas hojas de la planta comenzaron a tomar formas. Con extraordinaria precisión de origami, las hojas se plegaban y formaban flores, estrellas, mariposas. Cada noche había hojas nuevas y formas nuevas.
Una noche brotó una hoja nueva. Pero ésta no se dobló. Apareció escrito en ella con una torpe caligrafía: «Ya soy una princesa». Y la planta crecía. Luego aparecieron hojas cuadriculadas con problemas de matemáticas, ejercicios de gramática, y muchos dibujos. Un dibujo casi incomprensible se explicaba con siete letras: «Familia», y un perrito en origami hizo menos cuadrada la vida. Cada vez más páginas con problemas por resolver y menos dibujos.
La planta fue puesta en el jardín, cerca de la ventana. Y una mañana apareció una canción en una hoja pautada. Sonaba muy bien en las tardes de lluvia, cuando las gotas hacían de orquesta y la planta bailaba. Pero una tarde hubo mucho viento y una gran tormenta se desató. Una hoja oscura apareció con las palabras: «Tengo mucho miedo, no quiero perder mis hojas». Esa noche algunas hojas cayeron. Eran de las más bellas. La niña las encontró tiradas, las recogió y las guardó con amor. Aún así, al día siguiente, de la planta brotó una hoja en la que estaba escrito: «Gracias Dios, sigo de pie, y lo estamos todos».
La planta se convirtió en un arbolito. Hubo hojas doradas, que brillaban con el sol. Hojas rosadas llenas de corazones. Hojas de colores, laboriosas y llenas de sonrisas. Solo que un día una hoja brotó. Era color marrón, y en ella estaban copiadas, repetidas, las partes más bonitas de otras hojas. Como si fuera una hoja de otoño, la hoja de los recuerdos se desprendió muy pronto del árbol, y luego otras hojas marrón brotaron e hicieron lo mismo, llevándose muchos recuerdos.
Entonces la niña, que cuidaba del arbolito, comprendió que había llegado el tiempo. Fue desprendiendo una por una las hojas del arbolito. y las fue colocando por orden, como habían aparecido, una por una. Y la ranita del nenúfar la miraba, ahora envejecida, desde la hoja. Cuando retiró todas las hojas las ligó con un hilo blanco, hizo una cubierta y con letras doradas la niña escribió: «Ésta es la historia de la ranita que soñó con ser una princesa».
Queridas amigas, queridos amigos: la noche en que la ranita y la niña vieron germinar la plantita de los sueños, la ranita soñó con ser una princesa. El sueño germinó hasta convertirse en el árbol de su vida. Algo así sucede con nosotros. Cuando pensamos por primera vez en Dios, soñamos con todo lo que podemos ser en él. Es la providencia de Dios la que siembra en nuestros corazones la ilusión de vivir, y cuida de ella. Pero es su Espíritu el que guarda nuestra historia como historia de salvación. Como la niña, es el Espíritu de Dios el que no olvida nada, nada pierde, sino que recoge en una historia de amor todo lo que Dios ha hecho para salvarnos.Hoy celebramos también la memoria de San Beda el venerable, un monje de nuestra Orden. Al concluir una de sus más célebres obras de historia, Beda escribe: «Te suplico, amante Jesús, que, así como me has concedido beber las deliciosas palabras de tu sabiduría, me concedas un día llegar a ti, fuente de toda ciencia y permanecer, para siempre, ante tu faz». Es que Dios ilumina a sus santos con las delicias de sus palabras, pero en el el futuro beberán por la contemplación de la fuente misma que es Dios. Por eso conoceremos mejor nuestra vida, lo que hemos sido, cuando podamos contemplar la vida de Dios como fuente de la nuestra. Entonces comenzaremos, por así decirlo, a vivir de verdad nuestra vida, instruidos por el Espíritu que nos enseñará todo.
Se dice que la tarde en que San Beda murió, un discípulo suyo a quien el santo dictaba sus escritos y traducciones le pidió terminar la traducción del Evangelio de San Juan. De prisa por la proximidad de la muerte, San Beda dictó la traducción, y el amanuense dijo: «Ya está terminado», a lo que el santo respondió: «Es verdad lo que dices, ya está terminado», y pidió que le sostuviese la cabeza, inclinada hacia la iglesia en la que tantos años oró, y cantó por última vez: «Gloria al Padre y al Hijo, y al Espíritu Santo». Así terminaba de traducir el Evangelio al mismo tiempo que terminaba de escribir el libro de su vida. No dejemos, pues, de soñar con todo lo que podemos llegar a ser en Dios. Es su Espíritu quien guardará celosamente nuestra historia, la historia que soñamos. Y nos enseñará todo lo que Dios ha hecho con nosotros, cuando haya recogido nuestra historia de amor en el libro de la vida. Entonces leeremos nuestra historia y la viviremos de verdad porque entonces la conoceremos contada según Dios.
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