domingo, 16 de febrero de 2025

"Verumtamen vae vobis divitibus, quia habetis consolationem vestram!"

Dominica VI per annum

 

Todos sabemos las diferencias abismales que hay entre la pobreza y la riqueza. Que la diferencia principal entre ser rico o ser pobre depende de la cantidad de dinero que uno puede permitirse gastar. Por consiguiente, ser rico tiene que ver en buena medida con el poder adquisitivo y los lujos que uno puede darse o no. Luego, cuando ya vemos las cosas más de cerca, distinguir la riqueza y la pobreza puede ser mucho más complicado. Sobre todo porque sabemos que la salud, la felicidad, la paz mental, con todo y que son cosas temporales, son algunas de las más grandes y deseables riquezas de la vida. Y si sacamos las cuentas, a veces esas riquezas llenan de vida a quienes tienen los bolsillos vacíos: «Voy camino de la vida, muy feliz con mi pobreza. Como no tengo dinero, tengo mucho corazón».

Justamente hace unos días, conversando con algunos amigos, alguien recordó al célebre compositor mexicano que al presentar lo mejor de su música no sabía tocar ningún instrumento y que al ofrecerle acompañamiento no sabía ni qué necesitaba, pues sabía casi nada de armonía, tonalidad y de ritmo. Maravillados, los promotores le preguntaron: «¿Y cómo compone si no sabe tocar ningún instrumento?» Y el Maestro respondió: «Es que yo compongo de chiflidito». Efectivamente, componía sus célebres canciones silbando. No sólo su palabra era la ley, también su silbido lo era...


En un tiempo en que tener un caballo blanco era ya un lujo pintoresco, bucólico y anacrónico, el Maestro compuso su Corrido del caballo blanco, que en realidad era su viejo automóvil que ya se andaba quedando, cojeando de la llanta izquierda y sintiendo que moría, presumiblemente con el radiador estallándole como hocico ensangrentado.

Pero, siendo honestos, el Maestro no era tan feliz como cantaba. La felicidad que cantaba era como su caballo blanco, algo que no tenía, pero se parecía tanto a lo que sí tenía. El Maestro limpiaba con canciones un alma apesadumbrada por sus deseos y sus excesos. Es que el exceso no es riqueza, pero nos confundimos porque se le parece tanto.

Hoy escuchamos en el evangelio las palabras de Jesús: «¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe...!»

Y es que aun quien se jacta de «haber nacido en el barrio más humilde, alejado el bullicio y de la falsa sociedad», tiene por riqueza su cuna y su alejamiento. Y esa riqueza es ya su consuelo. Además, el hambre que no se sacia con alimento, será interminabemente engañada con otras sustancias y cosas.

Todos buscamos alivio, consuelo, calmar el hambre de sonrisas, de que no nos falle el pueblo, o que por lo menos nuestro barrio nos respalde. Incluso la vida contemplativa, con ser algo espiritual no puede prescindir de ciertas riquezas, como el estudio. No deja de maravillarme la expresión de uno de los más autorizados comentadores de la Regla benedictina: «Se debe desconfiar de quienes descuidan el estudio con el pretexto de que somos llamados a la pura contemplación o bien porque, según el Apóstol, "la ciencia hincha". Hay que resaltar que el gusto por la auténtica y sana doctrina es, en el conjunto de nuestra vida monástica, una garantía de perseverancia, de dignidad y progreso, más segura a veces que ciertas formas de piedad». Y también sin la riqueza del diálogo, de la lectura o la ascesis del estudio, difícilmente comprendemos que no todo conviene a todos, porque no todos los espíritus son iguales. Lo que es riqueza para unos puede ser pobreza para otros.

Es entonces difícil encontrar la diferencia entre lo que Jesús advierte: «¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora...!», y lo que Jesús alaba: «Dichosos ustedes». Pienso que la diferencia no es estática. Requiere que tengamos la fuerza y el valor de no detenernos en lo que ahora nos sacia y nos basta.

Permítanme explicarlo con una historia insensata. Hubo una vez un pequeño elefante. Al nacer todo fue maravilloso. Estaba rodeado de cariño materno y otras elefantas nodrizas lo cuidaron. En su familia, las normas eran pocas, pero había una muy buena organización. En su familia todos los elefantes recordaban con amor lo bien que lo pasaban juntos, y cuando por algún motivo se separaban el reencuentro era toda una fiesta.

De pequeño el elefantito tenía muy claro que era grande a pesar de ser pequeño. Había nacido pesando unos cien kilos y  aún así era un indefenso elefantito. Hasta que un día, un grupo de cazadores asaltaron la manada y tomaron preso al elefantito. Lo llevaron a un circo y lo vendieron. Cada kilo del elefantito por una moneda. Con una cadena fue sujetado a un árbol y, en vez de ir a la escuela para aprender a volar, el maltrato fue su docente. Lo primero que tenía que olvidar era que tenía grandes orejas, que en su mundo le permitían viajar muy lejos y oír las voces de otros elefantes a muy largas distancias. Luego había que olvidar que había sido muy amado. Y que alguna vez fue feliz corriendo. Aprendió que la cadena era más fuerte que él y por eso todo esfuerzo por liberarse era inútil. Y así aprendió a quedarse, a no moverse y a olvidar.


Los años pasaron, y nuestro elefantito se convirtió en un enorme elefante, atado con una cuerda. El árbol era ya una estaca gastada por los años, que un domador clavaba y arrancaba del suelo con pereza. Nuestro elefante había crecido, y pesaba toneladas. Pero había aprendido que no podía liberarse. Un día en que el circo viajaba en tierras lejanas, un ratoncito se deslizó por la carpa del circo. Vio a un león amaestrado y le pareció espectacular ver tan grande fiera saltando por un aro de fuego. Así que el ratón quiso jugar a ser león. «Si lo sueñas, puedes lograrlo», pensó. En la noche se puso a roer una cuerda sucia y gastada para hacerse con los hilos una melena. Y cuando todo estaba listo, el elefante que había estado atado con la cuerda despertó. Vio al ratón y éste ensayó su mejor rugido. Instintivamente el elefante salió corriendo, asustado, olvidando que había estado atado tantos años, y dejando convencido al ratón de que era un león invencible.

Queridas amigas, queridos amigos, tal vez es ésta la saciedad de la que nos advierte el evangelio. El saciarnos de lo que nos aprisiona y no nos permite ir más lejos, de las cadenas que nos impiden escapar incluso hacia los prados de la memoria. El saciarnos de la convicción de que no podemos ser libres ni estar a la altura de nosotros mismos. Por eso Dios se ha hecho pequeño, para mostrarnos que somos más grandes de lo que creemos, y concedernos vivir en la libertad de los hijos e hijas de Dios.

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