domingo, 27 de mayo de 2007

Dominica Pentecostes


Sabemos bien que Dios es amor. Y el Espíritu Santo es el Amor del Amor. Y puesto que el Padre y el Hijo se aman mutuamente es preciso que el Espíritu Santo proceda de los dos y sea común a ambos. Sabemos que Dios es espíritu, y nada de su perfección es material. Y es santo, porque su divina bondad es purísima. El Padre es Espíritu y el Hijo es Espíritu; el Padre es santo y el Hijo es santo. Fíjate bien, el Espíritu de Dios es de tal manera común al Padre y al Hijo, que incluso tiene por nombre propio el nombre que el Padre y el Hijo tienen en común. Pero todo este misterio se oculta a nuestros ojos, y apenas si logramos gustarlo con la luz de nuestras mentes.
En el día santísimo de Pentecostés, el Espíritu del Señor descendió sobre su Iglesia. El Espíritu Santo, el soplo divino, que ora en secreto con gemidos indecibles, se hizo escuchar para manifestar su presencia entre nosotros y en favor de nosotros. La Escritura dice que repentinamente «se oyó un gran ruido, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban». Esta casa es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, donde resuena unánime el canto nuevo, el himno de los redimidos, como en una flauta cuando el aliento del músico mueve todas sus armonías y crea la música siempre nueva. El Espíritu Santo es el soplo que hace sonar la flauta, que es la Iglesia, porque el Espíritu ora en nosotros.
Además, dice la Escritura que «aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos». Estas lenguas de fuego hicieron visible la presencia orante del Espíritu, porque así como el fuego arde en una continua ascensión al cielo, así el Espíritu continuamente ora en nosotros y lleva consigo nuestras plegarias al corazón del Padre. Estas lenguas de un mismo fuego se distribuyeron y se posaron sobre cada uno porque la oración es siempre el acto más solitario del hombre. Comienza como monólogo del alma consigo misma y luego se descubre como parte del continuo monólogo del Espíritu de Dios con Dios mismo. Cualquier diálogo en la oración no es más que eco de la misma voz orante del Espíritu. Por eso cada liturgia nuestra es un encuentro de solitarios reunidos en el Espíritu de Dios. Y hemos de venerar nuestras soledades juntas en el silencio y el recogimiento porque el Espíritu de Dios ora en nosotros. ¿Pero qué pide? ¿Qué nos enseña a pedir? Fíjate bien, hoy hemos escuchado las palabras evangélicas: «Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar». Es decir, la remisión de los pecados se da sólo en el Espíritu Santo. Este Santo Espíritu expulsa todo lo que es nocivo, y sin él reina entre los hombres el espíritu del pecado y la discordia, que hiere todo, corrompe todo, dispersa todo. El Espíritu del perdón habita en la unidad de la Iglesia. Por eso sólo en ella se da la remisión de los pecados. Así como no podemos trabajar la tierra sin la lluvia que baja del cielo, así es la remisión de los pecados. Sólo podemos sembrar la vida espiritual en la fecunda tierra de la Iglesia, bendecida por la temprana lluvia de la misericordia, que es el don del Espíritu Santo recibido en el bautismo.
Por eso, el Señor Jesús dejó en manos de sus Apóstoles el ministerio visible del Espíritu Santo invisible, para que todos los que nacen del agua y del Espíritu por el bautismo, puedan volver continuamente a las fuentes de la salvación. Pues así como un recién nacido ha recibido todo de su madre, y sin embargo continúa nutriendose de su leche y deleitándose en su amor, así también quien ha renacido en el Espíritu ha recibido toda la vida espiritual y sin embargo debe continuar buscando las cosas del cielo, nutriéndose con el don del Espíritu Santo, pidiendo el perdón de sus pecados.
Es curioso, San Agustín poco después de su conversión y de su ordenación sacerdotal, enseñaba con gran entusiasmo que el bautizado podía llegar a ser perfecto si vivía continuamente según el mensaje de Cristo, dado en el Sermón de la montaña como ley novísima. El camino de las bienaventuranzas era para Agustín una peregrinación sublime al monte santo de la palabra de Dios. Sin embargo, unos veinte años después, el Santo Doctor escribió: «Mientras tanto, he comprendido que uno sólo es el verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se han realizado en uno sólo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, en cambio, todos nosotros, incluso los Apóstoles, debemos orar cada día: "perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden"».
Es ésta la oración del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, aunque el Espíritu nos hace nacer en él a través de las aguas del bautismo, necesitamos volver continuamente a la fuente del perdón. Es más, el mismo Espíritu nos conduce a la penitencia. Corramos pues con el corazón dilatado, a las fuentes de la salvación y recibamos continuamente el Espíritu Santo para el perdón de nuestros pecados.